Juan José Millás
JUAN JOSÉ MILLÁS 5 ABR 2013
Escribir como si las palabras estuvieran crudas, no verdes, crudas. Como si les acabáramos de cortar el pescuezo y, tras dejar que se desangraran sobre la palangana, las hubiéramos despiezado antes de hervirlas. Sanguinolentas, bárbaras, categóricas, como el hígado envuelto en el papel de estraza. Qué crudeza —dirían los lectores—, y no lo entenderíamos en el sentido figurado, sino al pie de la letra. Desventradas, las palabras colgarían de la página como los pollos y los conejos a la venta. Escribir con términos crudos un catón en el que los niños miraran las palabras con la extrañeza con la que miran los corderos, decapitados, yertos, en el escaparate de la carnicería, de la mano de sus padres.
Que para usar las palabras hubiera que cazarlas. Olfatear su rastro, dejarse llevar y abatirlas a tiros. Esas serían las mejores, pero aceptaríamos también las palabras de criadero: su significado sería idéntico al de las salvajes. El sentido les vendría del hecho de estar muertas, frescas pero muertas, como el marisco en el mostrador. Significa que solo las entenderíamos tras su sacrificio, un poco como nos ocurre con las personas, que mientras están vivas parecen meros tópicos, lugares comunes, solo cuando desaparecen se nos revela la función sintáctica que cumplían en nuestra existencia. Sobre todo si se mueren sin decir adiós. O suicidadas.
Suicidadas. ¿Qué tal sería trabajar con palabras que se acabaran de cortar las venas? Al prestigio de estar muertas añadirían el de haber dicho basta, basta. Imaginemos una columna escrita con palabras que se acabaran de volar los sesos. Una columna encolerizada, una columna roja, una columna fría palabra a palabra porque cada una de ellas acabara de quitarse la vida, de hacerse el harakiri y tuvieran aún las vísceras al descubierto. Y yo, poeta carroñero, me las comiera.
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