José Manuel Caballero Bonald
Recuérdese que todos aquellos que se han valido de la
opresión (desde los terrores inquisitoriales a los de cualquier censura
dictatorial) para programar el mantenimiento de sus poderes, han coartado la
libre circulación de las ideas. Los enemigos históricos de la libertad han
recurrido desde siempre a una suprema barbarie: la hoguera. O quemaban herejes
o quemaban libros. En las ficciones futuristas de un mundo amorfo,
despersonalizado, regido por computadoras, la quema de libros representa algo
más que un mandamiento atroz: es una metáfora de la esclavitud. Bien sabemos
que destruir, prohibir ciertas lecturas ha supuesto siempre prohibir, destruir
ciertas libertades. Quien no leía, tampoco almacenaba conocimientos. Y quien no
almacenaba conocimientos era apto para la sumisión. De lo que fácilmente se
deduce que conocimiento y libertad vienen a ser nutrientes complementarios de
toda aspiración a ser más plenamente humanos.
(...)
Creo honestamente en la capacidad paliativa de la poesía,
en su potencia
consoladora frente a los trastornos y desánimos que pueda
depararnos la historia. En un mundo como el que hoy padecemos, asediado de
tribulaciones y menosprecios a los derechos humanos, en un mundo como éste, de
tan deficitaria probidad, hay que reivindicar los nobles aparejos de la
inteligencia, los métodos humanísticos de la razón, de los que esta Universidad
-por cierto- fue foco prominente. Quizá se trate de una utopía, pero la utopía
también es una esperanza consecutivamente aplazada, de modo que habrá que confiar
en que esa esperanza también se nutra de las generosas fuentes de la
inteligencia. Leer un libro, escuchar una sinfonía, contemplar un cuadro, son
vehículos simples y fecundos para la salvaguardia de todo lo que impide nuestro
acceso a la libertad y la felicidad. Tal vez se logre así que el pensamiento
crítico prevalezca sobre todo lo que tiende a neutralizarlo. Tal vez una
sociedad decepcionada, perpleja, zaherida por una renuente crisis de valores,
tienda así a convertirse en una sociedad ennoblecida por su propio esfuerzo
regenerador. Quiero creer -con la debida temeridad- que el arte también dispone
de ese poder terapéutico y que los utensilios de la poesía son capaces de
contribuir a la rehabilitación de un edificio social menoscabado. Si es cierto,
como opinaba Aristóteles, que la “la historia cuenta lo que sucedió y la poesía
lo que debía suceder”, habrá que aceptar que la poesía puede efectivamente
corregir las erratas de la historia y que esa credulidad nos inmuniza contra la
decepción. Que así sea.
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