Benito Pérez Galdós
Soñemos, alma, soñemos
|
Aprendamos,
con lento estudio, a conocer lo que está muerto y lo que está vivo en el alma
nuestra, en el alma española. Aprendámoslo aplicando el oído al palpitar de
estos enojos que reclaman justicia, equidad, orden, medios de existencia.
Apliquemos todos los sentidos a la observación de los estímulos que apenas
nacen se convierten en fuerzas, de los desconsuelos que derivan lentamente
hacia la esperanza, de la gestación que actúa en los senos del arte, de la
industria, de la ciencia... Observemos cómo el pensamiento trata de buscar
los resortes rudimentarios de la acción, y cómo la acción tantea su primer
gesto, su primer paso.
Al
examinar lo que caducó y lo que germina en el alma nuestra, observemos la
triste ventaja que da la tradición a las ideas y formas de la vieja España.
Las diputamos muertas, y vemos que no acaban de morirse. Las enterramos y se
escapan de sus mal cerradas tumbas. Cuando menos se piensa, salen por ahí
cadáveres que nos increpan con voz estertorosa, y arremeten con brío y dureza
de huesos sin carne contra todo lo que vive, contra lo que quiere vivir:
defendámonos. Respetando lo que la tradición tenga de respetable, rechacemos
el espíritu mortuorio que en buena parte de la Nación prevalece aún,
«dilettantismo» del morir y de toda destrucción. Tengamos propósito firme de
adquirir vida robusta y de creer con todo el vigor y salud que podamos.
Declaremos que es innoble y fea cosa el vivir con media vida, y procuremos
arrojar del alma todo resabio ascético. Ninguna falta nos hacen sufrimientos
ni martirios que no vengan de la Naturaleza por ley superior a nuestra
voluntad. Lo primero que tiene que hacer el alma remozada es penetrarse bien
de la necesidad de evitar a su cuerpo los enflaquecimientos y desmayos
producidos por ayunos voluntarios o forzosos. Detestamos el frío y la
desnudez; anhelamos el bienestar, el cómodo arreglo de todas nuestras horas,
así las de faena como las de descanso. Creemos que la pobreza es un mal y una
injusticia, y la combatiremos dentro de la estricta ley del «tuyo y mío».
Trabajaremos metódicamente con el despabilado pensamiento, o con las manos
hábiles, atentos siempre a que esta pacienzuda labor nos lleve a poseer
cuanto es necesario para una vida modesta y feliz, con todo lo que la
sostiene y vigoriza, con todo lo que la recrea y embellece. Opongamos
briosamente este propósito al furor de los ministros de la muerte nacional, y
declaremos que no nos matarán aunque descarguen sobre nuestras cabezas los
más fieros golpes; que no nos acabará tampoco el desprecio asfixiante; que no
habrá malicia que nos inutilice ni rayo que nos parta. De todas las especies
de muerte que traiga contra nosotros el amojamado esperpento de las viejas
rutinas, resucitaremos.
El
pesimismo que la España caduca nos predica para prepararnos a un deshonroso
morir, ha generalizado una idea falsa. La catástrofe del 98 sugiere a muchos
la idea de un inmenso bajón de la raza y de su energía. No hay tal bajón ni
cosa que lo valga. Mirando un poco hacia lo pasado, veremos que, con catástrofe
o sin ella, los últimos cincuenta años del siglo anterior marcan un progreso
de incalculable significación, progreso puramente espiritual escondido en la
vaguedad de las costumbres. Después del 54 y del 68, consumadas las
revoluciones que sólo alteraban la superficie de las cosas, el ser doméstico,
digámoslo así, de nuestra raza, pobre y ociosa, sin trabajo interior ni
política internacional, se caracterizaba por la delegación de toda vitalidad
en manos del Estado. El Estado hacía y deshacía la existencia general. La
sociedad descansaba en él para el sostenimiento de su consistencia orgánica,
y el individuo le pedía la nutrición, el hogar y hasta la luz. Las clases más
ilustradas reclamaban y obtenían el socorro del sueldo. Había dos noblezas,
la de los pergaminos y la de los expedientes, y los puestos más altos de la
burocracia se asimilaban a la grandeza de España. Un socialismo bastardo
ponía en manos del Estado la distribución de la sopa y los garbanzos del
pobre, de los manjares trufados del rico. Al olor de aquella sopa y de los
buenos guisos acudía la juventud dorada, la plateada y la de cobre... Pues de
entonces acá, en el lento correr de los días de la Revolución de Septiembre,
del reinado de D. Amadeo, de la efímera República, de la Restauración y Regencia,
se ha determinado una transformación radical, que ya vieron los despabilados,
y ahora empiezan a ver los ciegos. Va siendo general la idea de que se puede
vivir sin abonarse por medio de una credencial a los comederos del Estado: de
éste se espera muy poco en el sentido de abrir caminos anchos y nuevos a los
negocios, a la industria y a las artes. El país se ha mirado en el espejo de
su conciencia, horrorizándose de verse compuesto de un rebaño de analfabetos
conducido a la miseria por otro rebaño de abogados. Del Estado se espera cada
día menos; cada día más del esfuerzo de las colectividades, de la
perseverancia y agudeza del individuo. Detrás, o más bien debajo de la vida
entera del Estado, alienta otra vida que remusga y crece, y adquiere savia en
las capas internas. En cincuenta años, es incalculable el número de los que
han aprendido a subsistir sin acercar sus labios a las que un tiempo fueron
lozanas ubres, y hoy cuelgan flácidas: los españoles han crecido; comen, ya
no maman. Aceptamos al Estado como administrador de lo nuestro, como
regulador de la vida de relación; ya no lo queremos como principio vital, ni
como fondista y posadero, ni menos como nodriza. ¿No es esto un gran
progreso, el mayor que puede imaginarse?
Debajo de
esta corteza del mundo oficial, en la cual campan y camparán por mucho tiempo
figuras de pura, quizás necesaria representación, y la comparsa vistosa de
políticos profesionales, existe una capa viva, en ignición creciente, que es
el ser de la nación, realzado, con débil empuje todavía, por la virtud de sus
propios intentos y ambiciones, vida inicial, rudimentaria, pero con un poder
de crecimiento que pasma. Un día y otro la vemos tirar hacia arriba, dejando
asomar por diferentes partes la variedad y hermosura de sus formas recién
creadas. Entre estas formas podemos señalar las más próximas: el esfuerzo de
la ciencia agrícola para sobreponerse a las prácticas rutinarias, la flamante
industria en pequeñas y grandes manifestaciones, el arte que pretende
acomodar las formas arcaicas al pensar amplio y al sentir generoso; señalamos
también las más lejanas, que son la libre conciencia, el respeto, la
disciplina, el orden mismo, la vieja espada que los tiempos pasados legan a
los futuros. No quiera Dios que esta capa de formación nueva en parte somera,
en parte profunda, suba por súbita erupción. Subirá por alzamientos parciales
y consecutivos del terreno, sin sacudidas violentas, para substituir al suelo
polvoroso y resquebrajado en que tiene su secular asiento en nuestro país.
Entre lo
mucho que nos traen las nuevas formaciones de terreno, descuellan dos
aspiraciones grandes, que han de ser las primeras que busquen la encarnación
de la realidad. Necesitamos instrucción para nuestros entendimientos, y agua
para nuestros campos. La superficie de esta porción de Europa que habitamos
no es bella en todas sus partes, y es necesario que lo sea. Estimulan al amor
las gracias y el sonrosado color de un rostro bello. No es fácil que amemos a
una patria que nos muestra su cuerpo y semblante cubiertos de lacras
lastimosas, y afeados por la sequedad y aspereza de la epidermis. Una nación
europea no puede ofrecer a las miradas del mundo, en pleno siglo XX, el
espectáculo de las estepas desnudas que dan idea de la ancianidad trémula,
pecosa y cubierta de harapos. Preciso es desencantar el viejo terruño,
dándole con las aguas corrientes, la frescura, amenidad y alegría de la
juventud: preciso es vivificar al tierra, dándole sangre y alma, y
vistiéndola de las naturales galas de la agricultura. No queremos nada que
sea imagen del yermo solitario, ni tristeza ni sequedad de calaveras mondas.
En nombre del bienestar público y de la belleza, inundemos las estepas
áridas. No queremos fealdad en ninguna parte, sino hermosura que nos enamore
de nuestros campos, para que en ellos podamos vivir y gozar de cuanto da la
Naturaleza: lozanos plantíos, risueños bosques, deliciosas alquerías, donde
hallemos el ejercicio sano y la paz del alma. Un país reconcentrado en
poblaciones oscuras y pestilentes, es un enfermo de congestión crónica. La
vida se estanca, la sangre no circula, y el tedio urbano, grave dolencia,
estimula todos los vicios.
Como el
agua a los campos, es necesaria la educación a nuestros secos y endurecidos
entendimientos. Han dicho que no deseamos instruirnos, puesto que no pedimos
la instrucción con el ansia del hambriento que quiere pan. La instrucción no
se pide de otro modo que por la voz, o mejor, por los signos de la
ignorancia. El ignorante es un niño, y el niño no pide más que el pecho, si es
chiquitín, o los juguetes, si es grandullón. Aguardar, para la educación de
la criatura, a que esta diga «llévenme a la escuela que tengo muchas ganas de
ser sabio», es fiar nuestros planes a la infinita pachorra de la Eternidad.
Si así lo hiciéramos demostraríamos que los grandes somos tan cerriles como
los pequeños.
Procuremos
grandes y chicos instruirnos y civilizarnos, persiguiendo las tinieblas que
el que menos y el que más llevan dentro de su caletre. El cerebro español
necesita más que otro alguno de limpiones enérgicos para que no quede huella
de las negruras heredadas o adquiridas en la infancia. Y al paso que nos
instruimos, cuidémonos mucho de no ser presumidos ni envidiosos, que el
orgullo y el desagrado del bien ajeno son dos feísimas excrecencias adheridas
a nuestro ser, que piden un formidable esfuerzo para ser arrancadas y
arrojadas al fuego como yerba dañosa. La presunción es cosa muy mala, pero
todavía que el desprecio de nosotros mismos, cuando nos da por creer que
somos unos bárbaros incapaces de benignos sentimientos, de cultura y de vivir
en paz unos con otros. Ni esto sirve para nada, ni menos el suponernos únicos
poseedores de la verdad, y los más bonitos, los más agudos que en el mundo
existen. El odioso remate de estos defectos es la pálida envidia, que nos
priva del goce de admirar al que por su ingenio, por su perseverancia o por
otra virtud está más alto que nosotros. Seamos modestos, y aprendamos a no
estirar la pierna de nuestras iniciativas más allá de lo que alcanza la sábana
de nuestras facultades. Hagamos cada cual, dentro de la propia esfera, lo que
sepamos y podamos: el que pueda mucho, mucho; poquito el que poquito pueda, y
el que no pueda nada, o casi nada, estése callado y circunspecto viendo la
labor de los demás. Acostumbrémonos a rematar cumplidamente, con plena
conciencia, todo lo que emprendamos; no dejemos a medias lo que reclama el
acabamiento de todas sus partes para ser un conjunto orgánico, lógico,
eficaz, y conservémonos dentro de la esfera propia, aunque sea de las
secundarias, sin intentar colarnos en las superiores, que ya tienen sus
legítimos ocupantes. Cada cual en su puesto, cada cual en su obligación, con
el propósito de cumplirla estrictamente, será la redención única y posible,
poniendo sobre todo, el anhelo, la convicción firme de un vivir honrado y
dichoso, en perfecta concordancia con el bienestar y la honradez de los
demás.
¿Es esto
soñar? ¡Desgraciado el pueblo que no tiene algún ensueño constitutivo y
crónico, norma para la realidad, jalón plantado en las lejanías de su camino!
Noviembre
de 1903
B. Pérez Galdós
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario