Felipe Benítez Reyes
LA FESTIVIDAD DE LOS LECTORES
Los libros nos
hacen movernos por regiones inexistentes, tratarnos con tipos fantasmales o
vivir unas vidas que no hemos sido capaces de merecer, a veces por fortuna. Y
es ese poder suyo para el espejismo lo que más nos inquieta, quizá porque, ante
su brillante engaño, el engaño de nuestra propia vida queda en una situación bastante
desfavorecida, como cosa de poca monta.
La literatura sabe
herir la memoria, y sabe hacerlo de una manera
implacable. Un libro puede dejarnos heridas que no se cierren nunca.
Heridas en las que se cifre el recuerdo de un mundo que no nos pertenece y que,
sin embargo, hemos confundido con nuestros mundos particulares, con esos mundos
nuestros en que no ocurren sucesos fabulosos, en que no existen los misterios,
los dragones, los seres perseguidos por su pasado ni las pasiones que acaban
entregándose a la muerte.
Los libros no
contienen el mundo, claro está, sino que son una parte del mundo, una de las
muchas cosas que hay en el mundo. De todas formas, los libros comparten con el
mundo mismo su condición de inmensa entelequia inabarcable para el
entendimiento, pues el lector padece el vértigo de la infinitud: cuanto más
lee, más le queda por leer.
Existen libros que
explican la estructura de las galaxias y libros que revelan la vida cotidiana
de los insectos, libros que arriesgan teorías sobre la formación de las
estrellas y libros que celebran el lirismo del titilar de las estrellas, libros
que indagan en el ser o en la nada, libros que ofrecen antídotos contra la
melancolía y libros que transmiten melancolías inconsolables, libros que
desvelan el trazado de los laberintos abstractos de las matemáticas y libros
que cuentan leyendas de piratas que gritan himnos fraternales y sanguinarios en
tierras de Jamaica o de Isla Verde, libros que hipnotizan nuestra voluntad y
libros que conquistan nuestro corazón por razones que a veces no tienen nada
que ver con el corazón, libros que contienen poemas dedicados a muchachas de
duro mármol frío y libros de versos que celebran las cosechas, libros que
llevan dentro el veneno de la sátira,
libros que destilan el licor áspero y bronco de las pasiones sin suerte, libros
que desprenden la neblina gótica de las historias de espectros ensangrentados,
libros que transpiran el sudor de los aventureros, libros que huelen a alcoba
clandestina, a bar de bebedores solitarios y bravíos, a estepa nevada por la que se desliza un
trineo…
Este año, los
andaluces celebramos la concesión del Premio Cervantes a nuestro paisano José
Manuel Caballero Bonald, un autor que ha apostado por la literatura exigente,
por la literatura que se exige lo máximo a sí misma. En sus poemas, en sus
novelas, en sus libros de memorias y de ensayos, Caballero Bonald nos cursa una
invitación personal y transferible para adentrarnos en un laberinto de palabras
bien medidas, en un universo de percepciones y de obsesiones, de indignaciones
y de quiebros mágicos.
Celebremos con él,
con sus libros, esta fiesta de la lectura.
Celebremos la
lectura como ese privilegio íntimo que se nos concede con sólo leer una primera
frase y dejarnos hipnotizar.
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