Antonio Muñoz Molina
Necesidad urgente de la historia
John Elliott ha publicado un libro, 'Haciendo historia', que es en parte una memoria personal y en parte una reflexión sobre el oficio al que ha dedicado la vida.
La mejor lección que uno aprende en el libro de Elliott es la del valor que una historia de calidad, bien investigada y contada, tiene para la vida pública
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 19 ENE 2013
No cuesta nada imaginar a ese joven inglés alto y flaco que llegó a España en 1950 como si llegara a otro mundo, a otro planeta, un país más cercano a los legajos de documentos históricos que él se había aficionado a estudiar que al presente de los periódicos y los noticiarios de la radio, un país de idioma no más incomprensible que su anacronismo o su catolicismo. John Elliott viajó por la España de los primeros cincuenta casi como uno de los viajeros románticos de un siglo antes, curioso y desconcertado, muy visible en cualquier sitio a donde llegara por su estatura y su palidez y su aire de extranjero, como llegó en 1919 Gerald Brenan, que no tuvo mejor idea, en su afán de pasar inadvertido, que comprarse en Granada un sombrero cordobés, lo cual ya acentuó al máximo su exotismo.
A John Elliott, como a otros jóvenes americanos y británicos que vinieron después que él, le sorprendió la belleza algunas veces desolada y el atraso de un país en el que la gente parecía sobrellevar la pobreza con una extrema dignidad, y en el que las personas más humildes se comportaban con él con una mezcla de cordialidad y buena educación. Su primer viaje determinó su vocación, y los lazos personales se fueron tejiendo muy pronto al mismo tiempo que los intereses de su oficio, en una rica aleación que he podido observar de cerca en algunos amigos míos, sobre todo americanos, profesores que también vinieron en la primera juventud y para los que el conocimiento de la historia y la literatura de España han tenido el valor de una experiencia fundadora que les ha ido modelando las vidas.
Llegar muy joven a otro país y sentirse asombrado y atrapado por él es un proceso parecido al del enamoramiento, a condición de que se tengan capacidad y ganas de aprender. Llegar muy joven de una democracia a una dictadura, de un país protestante a un país católico, agudiza la inteligencia y fuerza a abrir los ojos, y además lo hace más consciente a uno de la ventaja inmensa de la libertad de movimientos y la amplitud de perspectivas que no disfrutan los nativos. La sensación de aventura es más excitante todavía porque al ser extranjero uno está a salvo del peligro.
En los primeros años cincuenta, en la España lóbrega del aislamiento internacional y las cartillas de racionamiento, el joven John Elliott se instaló en Barcelona y puso un anuncio en La Vanguardia solicitando una familia que le ofreciera hospedaje y le enseñara catalán, y el desparpajo del gesto indicaba ya la desenvoltura de quien se ha educado sin conocer el miedo, sin concebir el absurdo inaudito de que algo tan natural como hablar el propio idioma esté prohibido. Su vocación de historiador se fue haciendo al hilo de esos desconciertos y descubrimientos vitales. Por la simpatía que le despertaban las personas con las que se iba encontrando en España sentía la necesidad de comprender los orígenes del atraso y del oscurantismo. Y al mismo tiempo que sentía una cálida solidaridad hacia quienes sufrían el ultraje de la dictadura se daba cuenta del peligro de estrechez mental que acecha en un país sometido y cerrado incluso a los que se rebelan contra la opresión.
Elliott muestra con naturalidad la conexión que existe siempre entre los impulsos y las afinidades personales del historiador y los temas que elige
Ahora, sesenta años después de aquellos primeros viajes, John Elliott ha publicado un libro que es en parte una memoria personal y en parte una reflexión sobre el oficio al que ha dedicado la vida. La calidez y la viveza de las rememoraciones es tan seductora como el rigor intelectual en el examen de las posibilidades, los límites, los márgenes de error e incertidumbre del conocimiento histórico. John Elliott muestra con naturalidad la conexión que existe siempre entre los impulsos y las afinidades personales del historiador y los temas que elige o hacia los que se siente empujado, casi a la manera de un novelista cuando no tiene demasiado control sobre el modo en que ciertos asuntos y no otros se le imponen. En Barcelona, estudiando la rebelión catalana de 1640 contra Felipe IV y el Conde-Duque de Olivares, y leyendo las maneras diversas en las que ha sido investigada y contada por historiadores catalanes, no tiene ninguna dificultad en hacer compatible su simpatía hacia quienes han sufrido la persecución y el abuso con una conciencia muy clara de las distorsiones idealizadoras de un nacionalismo que modela el relato de los hechos de acuerdo con la mitología del pueblo elegido y del pueblo oprimido. Por esta razón uno de los héroes intelectuales del libro es el gran Jaume Vicens Vives, que en aquel ambiente tan poco respirable quiso despejar de vapores patrióticos la historia de Cataluña y la de España, las dos igualmente, limpiarlas de leyendas y de misticismos en apariencia opuestos y en el fondo muy semejantes, los dos heredados de un romanticismo rancio que ya entonces, en el mundo exterior, estaba tan obsoleto como la astrología o como la medicina anterior a Pasteur. En el nacionalismo catalán, como en el español, Elliott advertía síntomas de lo que él llama el síndrome de la víctima inocente: “Las comunidades nacionales que sucumben a él”, escribe, “tienden a verse a sí mismas como víctimas permanentes de fuerzas malignas que emanan de un vecino o unos vecinos más poderosos”.
Con una mezcla muy anglosajona de pragmatismo y calidad de escritura John Elliott reivindica la posibilidad del conocimiento histórico y su utilidad práctica en el presente, el puro gusto personal de la investigación en los archivos y el ejercicio de imaginación que hace falta para comprender los hechos del pasado, para intentar ver las cosas como podría haberlas visto quien las viviera mientras sucedían. Tan obsesionado por el Conde-Duque de Olivares como un novelista que dedicara muchos años a la invención meticulosa de un solo personaje, cuenta que algunas noches se desvelaba buscando posibles remedios para la situación imposible de Flandes.
Pero la mejor lección que uno aprende en el libro de Elliott es la del valor que una historia de calidad, bien investigada y contada, tiene para la vida pública. La pseudohistoria puede ser más dañina todavía que las pseudociencias: “Las consecuencias de adherirse demasiado estrechamente a un pasado inventado o distorsionado pueden llevar con facilidad al desastre”. Uno lee esas palabras y piensa en las versiones del pasado que difunden ahora las castas políticas en España y en las que apoyan una parte de sus decisiones y sus programas políticos y se le hiela la sangre. La España de ahora, por fortuna para nosotros, se parece muy poco a la que conoció en su juventud John Elliott, pero la mezcla de ignorancia y de leyendas que se han ido alimentando en muchos sitios estos últimos años ha infectado grandes zonas del debate político de una irracionalidad que a los historiadores del porvenir tal vez les cueste mucho comprender.
Haciendo historia. John Elliott. Traducción de Marta Balcells revisada por el autor. Taurus. Madrid, 2012. 302 páginas. 19 euros (electrónico 9,99).
www. antoniomuñozmolina.es
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