La industria criminal en México
Bajo el manto de la impunidad, las bandas organizadas cometen masacres como la de los estudiantes del Estado de Guerrero. Después de monopolizar el trasiego de la droga, se han apoderado del poder local
Todo parece indicar que el Gobierno municipal y el crimen organizado actuaron de manera coordinada en el artero asesinato de seis estudiantes normalistas y la desaparición forzada de 43 de sus compañeros en la ciudad de Iguala, en el sureño Estado mexicano de Guerrero. En medio del duelo, la indignación y la movilización nacional el país se pregunta sobre las razones que llevaron a un Gobierno local dominado por el crimen organizado a ordenar una masacre de estudiantes pertenecientes a uno de los colectivos sociales más antiguos y combativos del país.
Si el principal negocio del crimen organizado en México es el tráfico de drogas hacia los Estados Unidos, ¿por qué asesinar estudiantes que no tienen ninguna relación con el negocio?
Para entender los motivos represores del crimen organizado hay que empezar por reconocer uno de los cambios más importantes en la industria criminal de los últimos años: en Estados como Guerrero, Michoacán y Tamaulipas, el crimen organizado ya no solo intenta monopolizar el trasiego de la droga sino que ahora ha pasado a una nueva fase en la que uno de sus grandes objetivos es la toma del poder local, apoderarse de los municipios y sus recursos y extraer la riqueza local a través de la tributación forzada.
En zonas del país donde diferentes grupos criminales se disputan el control del tráfico de droga, para sufragar estos conflictos el crimen organizado fue paulatinamente expandiendo su acción a industrias extractivas de recursos naturales —la toma clandestina de gasolina, petróleo y gas— y de riqueza humana —la extorsión y el secuestro—. En esta nueva estrategia los grupos criminales encontraron un nuevo y valioso botín: el municipio y sus contribuyentes. Como lo demuestra la terrible experiencia de Michoacán, el crimen organizado se apropiaba del 30% del presupuesto anual de obra pública de los municipios; exigía que los contratos de obra pública se otorgaran a constructoras bajo su control; y cobraba el 20% de la nómina salarial de la burocracia local. Pero la infiltración del municipio fue más allá: los grupos criminales se apoderaron de los catastros públicos municipales donde obtenían información fidedigna que les permitiera extorsionar con mayor eficacia a los hoteles, restaurantes y pequeños negocios de las ciudades bajo su dominio.
Para apoderarse de los municipios y sus contribuyentes, los grupos criminales empezaron por doblegar a las autoridades locales. Mediante el soborno o la coerción, fueron subordinando a los presidentes municipales en las zonas de conflicto. Aunque en el imaginario nacional está más presente el soborno y la corrupción de los alcaldes, hay también una larga lista de autoridades municipales, candidatos y activistas políticos locales que han sufrido atentados o han sido asesinados por el crimen organizado. Con un equipo en la Universidad de Notre Dame, mi colega Sandra Ley y yo hemos identificado más de 300 atentados y ejecuciones de autoridades locales por parte del crimen organizado en los últimos seis años. Los Estados vecinos de Michoacán y Guerrero encabezan la lista con más de un tercio del total de ataques y en Guerrero las zonas Norte, Tierra Caliente, Costa Grande y Centro son los focos de la violencia. En estos municipios, donde ser autoridad pública se ha convertido en un empleo de alto riesgo, el crimen organizado ha empezado a postular a sus propios candidatos, como parece haber sido el caso del alcalde de Iguala.
Para lograr la hegemonía local, los grupos del crimen organizado requieren de una sociedad desarticulada y aterrorizada, incapaz de cuestionar y desobedecer los dictados de las autoridades de facto. Por ello los criminales buscan establecerse en zonas con poca organización social. Pero cuando las zonas estratégicas para el trasiego y la producción de droga están en lugares donde operan fuertes movimientos sociales y comunitarios —como Iguala—, los grupos criminales intentan doblegar a los colectivos sociales mediante la compra de sus líderes o mediante la represión selectiva y ejecuciones ejemplares.
La masacre de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa fue una acción estratégica y premeditada para sembrar el terror y doblegar a los grupos de la sociedad civil que en Iguala y en municipios aledaños participaban en distintos procesos de articulación social —incluyendo policías comunitarias— para hacerle frente a las extorsiones, secuestros y asesinatos por parte del crimen organizado y de las autoridades públicas a su servicio.
La masacre fue un acto de reconstitución del poder local; una acción barbárica mediante la cual el grupo criminal Guerreros Unidos quiso dejarle en claro a los movimientos sociales de la región quién era el mandamás. Fue, también, una ejecución ejemplar para incentivar a los ciudadanos y a los pequeños y medianos empresarios y comerciantes de la región a continuar pagando el “derecho de piso” y con ello consolidar la toma criminal del poder en la zona.
Estos intentos despóticos de reconstituir el poder local mediante la violencia barbárica son posibles por la protección informal que los grupos del crimen organizado han venido tejiendo y retejiendo por décadas en las procuradurías estatales, en las policías ministeriales, en los ministerios públicos, en las prisiones y en las delegaciones estatales de la Procuraduría General de la República (PGR). Aunque en México hoy se vea al municipio como el eslabón más débil de la gobernanza nacional y se le identifique como la guarida desde donde opera el crimen organizado con el cobijo de las autoridades locales, en múltiples entrevistas con exgobernadores de diferentes partidos —incluidos exmandatarios de Michoacán y Guerrero— insistentemente he escuchado que las policías ministeriales en los Estados están fuertemente infiltradas por el crimen organizado. Son ellas las que hacen posible la impunidad criminal en los municipios y facilitan la reconstitución de facto del poder local.
Estos actos brutales de reconstitución del poder local en Guerrero son posibles, también, por la larga historia de impunidad de la que han gozado los gobernantes del Estado desde los años dorados del autoritarismo priista hasta nuestros días. La brutalidad de la guerra sucia de los Gobiernos del PRI en contra de grupos guerrilleros y estudiantiles disidentes de los años setenta alcanzó en el caso específico de Guerrero niveles equiparables a las guerras sucias de Chile y Argentina. Pero estos actos quedaron impunes y la misma clase política que asesinó a disidentes sociales se ha mantenido en el poder bajo el cobijo del PRI y ahora de la izquierda partidista. Aunque el mundo ha cambiado y México y Guerrero han cambiado, la impunidad es la constante. Y esa impunidad hace posible las matanzas de Aguas Blancas y El Charco y ahora la ignominia de Iguala.
En Guerrero, gobernantes y criminales, ya sea separados o coludidos, saben que atacar a la ciudadanía e intentar eliminar a grupos sociales disidentes son crímenes que no se castigan. Cuando el alcalde de Iguala o su secretario de Seguridad o el subsecretario ordenaron los disparos en contra de los estudiantes y entregaron a los detenidos a los sicarios para que dispusieran de ellos, tenían, tristemente, una larga historia de impunidad de su lado. Cuando los sicarios de Guerreros Unidos torturaron, desaparecieron o ultimaron a los estudiantes, se cobijaron tras el manto protector de la impunidad. Es la impunidad lo que le permite igualmente al gobernante que al criminal asesinar sin chistar.
En la masacre de Iguala convergen pasado, presente y futuro. Entender la masacre solamente como un repudiable acto del crimen organizado es atender al presente sin entender el pasado. Pero interpretar este abominable hecho solamente como un crimen de Estado es mirar al presente con ojos del pasado. Para evitar que la masacre derive en un estallido social, el Gobierno federal y la sociedad civil tendrán que atender tanto lo criminal —en toda su nueva complejidad ahora que los grupos criminales quieren reconstituir la política local— como lo estatal —con la dificultad que conlleva que el Estado se vea en el espejo de la violencia—. Lo cierto es que un mejor futuro para Guerrero se podrá fincar solamente cuando le pongamos fin a una larga historia de impunidad política que alimenta y le da vida a un presente de violencia criminal.
Guillermo Trejo es profesor asociado de Ciencia Política en la Universidad de Notre Dame y fellow del Kellogg Institute for International Studies.
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