¡Vive la France!
Los Nobel a Modiano y Tirole, el triunfo de Piketty y el prestigio de una hornada de autores devuelve a la cultura francesa el esplendor perdido. Sus letras enamoran otra vez.
"Repli sur soi". Hace años que los franceses se autodiagnostican una enfermedad a la que designan con esta expresión, omnipresente en los medios, que podría traducirse como "ensimismamiento", "autoaislamiento" o, literalmente, "repliegue sobre uno mismo". Refleja los achaques de una cultura que, hasta hace poco menos de un siglo, seguía siendo dominante en el planeta. Hoy, en cambio, se vería afectada por su narcisismo y autosatisfacción, aminorada por un agravado déficit de influencia, condenada por la profunda crisis institucional que vive la quinta potencia mundial.
Los ideólogos de este declive cultural se multiplican desde hace década y media. Dicen que la literatura francesa dejó de contar allá por el nouveau roman. Que las traducciones del francés no suponen ni un 1% del mercado anglosajón, mientras que cuatro de cada 10 libros publicados en Francia tienen origen extranjero. Que el cine no ha dado nada bueno desde los tiempos de Godard y Truffaut. Que los intelectuales franceses ya no son estudiados en las universidades —echan de menos a Sartre y Camus, cuando no a Proust y Balzac—. Que los artistas franceses pintan entre poco y nada: en la lista de los cien nombres más cotizados que acaba de publicar Art price no figura ningún francés nacido después de 1945. En los setenta Klein, Vasarely y Arman ocupaban la lista de los 10 más expuestos en el planeta.
No faltan las cifras, datos y opiniones para cerciorarse de que el panorama es casi catastrófico. Pero algo falla en esta inclemente explicación. ¿Por qué la cultura francesa sigue siendo, más allá de la balanza comercial de la compraventa, una referencia en el mundo? ¿Por qué se aferran los autóctonos a la cultura casi como hecho diferencial y por qué su presupuesto no disminuye por muchos aprietos que vivan? ¿Y cómo se explicarían, entonces, los dos premios Nobel concedidos este año a Patrick Modiano y Jean Tirole, para más inri en dos campos supuestamente irrelevantes hoy en Francia, como la literatura y la reflexión económica? La buena nueva llegada desde Estocolmo y su hiperbólica visibilidad mediática han hecho que esa teoría del declive se tambalee. "Después de Patrick Modiano, otro francés en el firmamento: ¡felicidades a Jean Tirole! Menudo palmo de narices al French bashing", tuiteó Manuel Valls al enterarse del segundo premio. El primer ministro hablaba de ese supuesto menosprecio sistemático por lo francés, del que los autóctonos se dicen víctimas, aunque no duden en practicarlo cuando se presenta la ocasión, divididos entre el chovinismo y una nueva tendencia a la autoflagelación.
Le Monde escribió un eufórico editorial tras el Nobel a Modiano. "Se trata de una prueba de que la literatura francesa sigue ardiendo fuera de sus fronteras", sostenía. ¿Es apropiado interpretarlo como un renacimiento? "El Nobel no está gobernado por la idea de recompensar a Francia, pero la ocasión nos permite preguntarnos qué lleva a este país a autodenigrarse tanto. Siempre me ha parecido una enfermedad nacional", responde Jack Lang, sentado tras las celosías que Jean Nouvel diseñó para el Instituto del Mundo Árabe, que dirige desde 2013.
Antes, Lang tuvo otra vida: fue ministro de Cultura con François Mitterrand entre 1981 y 1993. Al frente de esa cartera, condujo una ambiciosa política dotada de un presupuesto excepcional. Cuando accedió al cargo, el Gobierno se gastaba 2.600 millones de francos en asuntos culturales; al abandonarlo en 1993, la cifra se había multiplicado por seis. Si el panorama cultural se ha convertido hoy en lo que es, sin duda es gracias a él (o por culpa suya). Lang se abrió a las nuevas formas de expresión, del arte contemporáneo al cómic y las culturas urbanas, y acompañó el cambio social que supuso la llegada al poder de los socialistas.
Lang no observa declive cultural alguno. "La política y la economía van mal, pero no la escena cultural e intelectual, que ocupan todos los rincones de la vida francesa. El nuestro es un país abierto y universal. ¿Existen otras ciudades en el mundo como París? Basta observar la cartelera de cualquier cine, las traducciones presentes en las librerías o los artistas que exponen en cualquier museo", afirma. "Nos agrada que nuestra cultura viaje por el mundo, pero no nos gusta menos acoger la de otros lugares. Es eso lo que nos convierte en una cultura rica". Lang está convencido de que la política cultural que fomentó, partidaria de un Estado fuerte e intervencionista, sigue siendo “más necesaria que nunca” ante la hegemonía del mercado y la dependencia creciente del mecenazgo privado.
El árbol que no deja ver el bosque. Los pesimistas se sirven de esta metáfora para alejarse de todo triunfalismo. Para ellos, los dos Nobel serían la excepción que confirma la regla, igual que el fenómeno protagonizado este año por Thomas Piketty, economista estrella y autor del ensayo El capital en el siglo XXI, que ha colocado 200.000 ejemplares en el mundo. Inmerso en un jadeante tour promocional, Piketty nos hace llegar una respuesta en la que resuena su descontento: "El problema de Francia —y también el de Europa— es su Gobierno, y en ningún caso su cultura ni sus investigadores".
Los medios estadounidenses, herederos de la secular relación de amor-odio respecto a Francia, también creen que un árbol frondoso impide ver con claridad lo que sucede. The New York Times aseguró hace unos días que las condecoraciones no hacen más que reflejar "la estratificación entre una pequeña élite hipereducada y el resto del país”. Y en 2008, la revista Time ya sembró el pánico al publicar una portada titulada para el escándalo: La muerte de la cultura francesa.
Michel Onfray tiene argumentos distintos, pero su punto de vista también es negativo. "¿De verdad cree que el Nobel de Economía significa que Francia dispone de una economía sana? ¿O que el de Literatura dice algo sobre la salud de nuestra literatura?". Traducido a 13 lenguas, el filósofo creó en 2012 la Universidad Popular de Caen, donde imparte seminarios gratuitos para democratizar el acceso a la cultura. En su opinión, no existe un renacimiento. “Para renacer, Francia tendría que haber muerto, lo que nunca ha sucedido”. Pero sí observa una decadencia. "Su raíz se encuentra en el momento en que el socialismo abrazó el liberalismo, un régimen en que el dinero dicta la ley. Así sucede hoy en educación, sanidad, defensa y trabajo, pero también en cultura".
Sin embargo, cuesta encontrar vecinos europeos donde la creación artística ocupe el mismo lugar en el imaginario colectivo, donde los debates intelectuales cobren la misma importancia y los presupuestos para la cultura tengan la misma envergadura. En Francia, el ministerio recibirá 7.000 millones de euros en 2015, a los que cabe añadir otros 7.000 adicionales aportados por regiones y municipios. En Alemania, el presupuesto federal para la cultura es de 1.200 millones (aunque los länder financian el grueso presupuestario y el total se acercaría a los 8.000 millones). En Reino Unido, el Arts Council solo ha recibido este año 840 millones tras sucesivos recortes. Y, en España, la partida presupuestaria de Cultura será de 749 millones de euros en 2015.
Ni siquiera Nicolas Sarkozy, quien había insinuado que suprimiría el ministerio de Cultura si accedía al Eliseo, se atrevió a recortarlo al llegar al poder. Mientras el resto del continente lo hacía menguar tras la irrupción de la crisis, Sarkozy incluso lo hizo aumentar en un 20% durante su mandato. La leyenda lo atribuyó a sus amores con una susurrante intérprete de chanson, aunque el motivo fue puramente político. De mostrar menosprecio por La princesa de Clèves, lectura obligatoria en las pruebas de acceso al funcionariado, Sarkozy pasó a enumerar de memoria la filmografía de cineastas neorrealistas. "¿Y qué decir de Dreyer? Ordet, Gertrud… Y ese Bergman… Gritos y susurros es maravillosa. Esas tres mujeres… Es dura, ¿eh? Veo un centenar de películas al año", dijo en 2010, con indudable ostentación, ante un grupo de estudiantes desconcertados. Había entendido que defender ese patrimonio era inherente al cargo que ocupaba. Imaginar un espectáculo similar en cualquier otra latitud se inscribiría más bien en la ciencia ficción.
Si hablamos de cine, cabe añadir que el francés ha reconquistado el primer lugar en términos de cuota de mercado durante 2014, que en septiembre ascendía al 46,3% y superaba el 45,7% del cine estadounidense, en parte gracias a una serie de incentivos estatales aprobados con carácter de urgencia para corregir los malos resultados del año pasado. Los franceses también son líderes europeos en cuanto a asistencia a las salas. Según datos del Observatorio Europeo del Audiovisual, en 2013 Francia vendió 193,6 millones de entradas, más que el Reino Unido (165 millones), Alemania (130 millones), Italia (107 millones) y España (78 millones). Su cine se exportará peor que en otras épocas, pero todavía despuntan éxitos inesperados regularmente, si bien, de Amélie a The Artist, suelan aludir a un pasado recordado con añoranza.
Une certaine idée de la France. La celebérrima fórmula de De Gaulle resulta clave para enfocar el debate. El país sigue aferrado a esa "cierta idea de Francia", que definía a su nación como "un país distinto a los demás", como han repetido todos los presidentes desde entonces. De Gaulle entendió perfectamente el rol estratégico de la cultura. "A medida que Francia dejaba de ser un gran Imperio y se convertía en una potencia media, la cultura funcionó como arma para compensar el retroceso geopolítico y económico", afirma Robert Frank, historiador y profesor emérito de otra fortaleza de la cultura llamada Sorbonne. Frank es el autor de La hantise du déclin (El miedo constante al declive), un reciente ensayo que recorre la historia de un sentimiento fatalista que no es precisamente reciente. Ha invadido el clima político "desde los tiempos de la Belle Époque", a veces de manera irracional. "No existe un declive cultural. La cultura francesa todavía cuenta en el mundo. Lo que hay es una crisis moral, política y económica muy profunda. Pero, si esta crisis dura, sí terminará produciendo una decadencia".
Autor del influyente ensayo Storytelling, sobre cómo la noción del relato ha invadido la política y la comunicación, Christian Salmon acaba de publicar Les derniers jours de la Cinquième République (Los últimos días de la Quinta República), donde vincula la crisis institucional y económica a una desconcertante pérdida de control sobre su propio destino. "El país ha perdido su carácter narrativo, ha dejado de contar una historia. Solo se habla a sí mismo. Es un país subordinado a Estados Unidos y a Bruselas, que imita las poses de un Estado soberano. Asistimos al crepúsculo de una Francia que a veces era demasiado arrogante, pero que por lo menos intentaba reflexionar sobre el mundo", lamenta. Salmon no encuentra entre sus correligionarios a nadie "del nivel de Foucault, Deleuze, Baudrillard, Derrida y Bourdieu". "La cultura francesa de hoy refleja un país que duda de sí mismo y se encuentra acosado por el fantasma de esa soberanía perdida. Fíjese en Houellebecq", solicita.
“La cultura es nuestra única marca mundial. Es casi nuestra Coca-Cola”, ironiza el director de la emisora France Culture
Es innegable que hubo épocas pasadas más gloriosas. El primer ministro de Cultura de la República Francesa respondió al nombre de André Malraux. Su obsesión, acorde con la estrategia gaullista, fue promover el llamado rayonnement de la cultura francesa. Es decir, la irradiación de sus artistas más allá de sus propias fronteras. Se desarrolló entonces una alucinante red de diplomacia cultural, ya existente desde 1909, pero que llegó a su cúspide en tiempos del gaullismo. Esa telaraña se ha convertido hoy en el Institut Français. Olivier Poivre d’Arvor dirige hoy la emisora France Culture, pero entre 1999 y 2010 se situó al frente de esta poderosa red de centros culturales. Mientras ocupó el cargo, viajó por 190 países promoviendo la cultura francesa. "La obsesión por brillar más allá de nuestras fronteras responde al hecho de no haber llevado bien el luto provocado por nuestro declive. No lo hemos digerido bien. Cuando se ha sido un gran imperio colonial, económico y cultural, es normal que, al mirarse al espejo cada mañana, a Francia le entren dudas sobre su identidad actual". Poivre d’Arvor cree que la cultura francesa sigue siendo importante. "Pero su capacidad de irradiación es menor que en otras épocas", admite. "Si no, el resto del mundo estaría quemado por nuestro sol. Y eso ya no sucede, aunque a veces les siga llegando algún rayo".
En el plano interior, Poivre d’Arvor cree que existen pocas sociedades que le otorguen tanta importancia a la cultura. "Tiene una gran importancia en el plano simbólico. Convoca a nuestros ancestros, es un legado a nuestros descendientes y estrecha lazos en la sociedad de hoy. Para un francés, recibir el Nobel de Literatura es tan importante como ganar el Mundial en otros países”, asegura. “Los franceses se dejan 80.000 millones anuales en consumo cultural. Y la cultura es nuestra única marca mundial. Es casi nuestra Coca-Cola”, ironiza. La importación de sus museos por parte de las economías emergentes refuerza su punto de vista. El Louvre abrirá una delegación en Abu Dhabi a finales de 2015 y el Centro Pompidou podría inaugurar otra en China en un futuro próximo.
Para un francés, recibir el Nobel de Literatura es tan importante como ganar el Mundial en otros países
Poivre d’Arvor
Los estadounidenses de hace un par de siglos creyeron en la doctrina del manifest destiny (destino manifiesto), que les impulsaba a seguir expandiéndose más allá de sus fronteras casi por orden divina. "Con matices, Francia y Estados Unidos se parecen bastante en eso: creen que tienen un mensaje universal que dar a los demás y se sirven de su cultura para trasmitirlo", confirma Robert Frank. "La diferencia es que Francia cambió de estrategia oficial tras el informe Rigaud de 1979, cuando decidió ver los intercambios culturales bajo el prisma del intercambio y no de la influencia unilateral. Pero, aunque el Quai d’Orsay ya no se sirva de esas prácticas, esa noción trasnochada y casi colonial del rayonnement sigue estando muy viva en el imaginario colectivo".
Para Francia, la cultura también supone hoy una fuente de riqueza no deslocalizable a Bangladesh, en la misma categoría que su reconocido savoir faire en el mercado de la moda y el lujo. Puede que ahí se encuentre su auténtico soft power. El Ejecutivo francés encargó el año pasado un estudio que determinaba que la cultura contribuía siete veces más que la industria automovilística al PIB. "La cultura también forma parte de nuestra voluntad de enderezar el país", ha dicho esta semana la nueva titular del ministerio, Fleur Pellerin. Desde que accedió al cargo, esta prometedora política, nacida en Corea del Sur y adoptada por franceses cuando tenía seis meses, ha exhibido un discurso desacomplejado respecto al aspecto industrial de la cultura, que no parece ver solo como un simple placer sensorial y estético. Y, a la vez, no se ha olvidado de los símbolos y la evocación de esa grandeur degradada. "Francia es una gran nación cultural, si no la mayor, y debemos apoyarnos en esa excelencia para favorecer su irradiación en el extranjero", dijo al tomar posesión del cargo. En tiempos de grandeur decadente y finanzas a la deriva, cualquier buena noticia para su vacilante autoestima seguirá siendo bienvenida.
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