viernes, 8 de mayo de 2015

PRENSA. Sobre los desaparecidos durante la dictadura argentina. "Una verdad que quema"

   En "El País Semanal":

Una verdad que quema

Fueron tomados como botín de guerra, despojados de sus identidades y entregados en su mayoría a familias afines al régimen militar que gobernó Argentina entre 1976 y 1983

Cuatro hijos de militantes políticos asesinados narran cómo afrontaron su nueva vida entre dos familias, tras ser recuperados por Abuelas de Plaza de Mayo

Hijos de asesinados y desaparecidos políticos de la dictadura argentina. / MARIANA ELIANO

Llora como un niño, hipando. Matías tiene 37 años y sabe desde hace 25 que es hijo de desaparecidos, víctimas de la dictadura militar argentina, pero se quiebra y tarda varios minutos en recobrarse cuando piensa en cómo va a contarle a Benjamín, su hijo, que no ha cumplido dos aún, que él y su hermano mellizo llamaban papá a Samuel Miara, un torturador que se los apropió en mayo de 1977, pocos días después de que su madre los diera a luz en La Cacha, un centro clandestino de detención ubicado en la cárcel de Caseros, La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires. “Si hay algo que no le voy a hacer a mi hijo es mentirle. Te entrenan para mentir, para llevar una doble vida”, cuenta en su apartamento de la ciudad de Rosario, a 300 kilómetros de la capital del país.
Tatiana recuerda que a Mirta, su mamá, la secuestraron frente a sus ojos en una plaza de Villa Ballester, cuando tenía tres años y medio. “La veo como en una película muda. Reconstruyo lo que dice: ‘Cuídense mucho”. Allí quedaron ella y Laura, su hermana de tres meses, hasta que la policía las llevó a un juzgado de menores como NN (Nomen nescio: sin identidad conocida). Adoptadas de buena fe por un matrimonio, fueron las primeras nietas recuperadas por Abuelas de Plaza de Mayo en 1980. “Hasta los 12 años pensaba que mis padres iban a volver”, dirá embarazada de Pedro, su tercer hijo, que habrá nacido cuando este reportaje se publique.
Victoria nació en la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA), uno de los centros clandestinos de detención más emblemáticos de Argentina, durante el cautiverio de su madre, Cori, cuyos ojos ella heredó y también Trilce, su beba de cinco meses. Militante social desde muy joven, Viki vivió hasta los 27 años creyéndose hija de Esther y Juan Antonio Azic, Piraña, exmiembro de las fuerzas de seguridad devenido comerciante, condenado a 18 años de prisión por secuestros y torturas. Fue restituida en 2004, y en 2007 se convirtió en la primera nieta recuperada en ser elegida diputada nacional. Pero sigue visitando en el penal de Ezeiza a su apropiador, a veces con su niña en brazos. “A pesar de lo que hizo y de lo que es, un represor, lo quiero”, definirá con la voz quebrada en el salón de su apartamento del barrio de Boedo, un ambiente pintado de naranja furioso.
Ignacio, músico, vive en Olavarría, a 350 kilómetros al suroeste de la ciudad de Buenos Aires. El 5 de agosto de 2014 se enteró de que es el hijo de Laura Carlotto y nieto de Estela, la presidenta de Abuelas, que lo buscaba desde hacía más de tres décadas cuando supo que su hija lo había parido en una prisión clandestina. “Pobre mujer, ¿lo encontrará?”, llegó a preguntarle a Celeste, su mujer, mirando una entrevista televisiva, sin sospechar que Guido, el pródigo al que buscaba, era él. Y aunque dice que recuperar su identidad a los 36 años ha sido “un sacudón feliz” (“me llovieron dos familias”), reconoce que “lleva tiempo reinterpretar toda tu vida” y que no es fácil asumir “de la noche a la mañana que tu cara se convierte en un póster”. Mientras, la justicia investiga aún su apropiación y la responsabilidad de Clemente Hurban, su padre de crianza, un trabajador rural que apenas terminó la escuela primaria, a quien Ignacio atesora como su “viejo”.
Tomados como botín de guerra por los militares, unos 500 niños nacidos entre 1975 y 1980 fueron despojados en Argentina de sus identidades y entregados en su mayoría a familias afines que los registraron como propios, a fin de evitar que fueran educados en ambientes que el régimen consideraba “subversivos”. Hijos de militantes políticos secuestrados y asesinados por la dictadura que gobernó el país entre 1976 y 1983 (algunas fuentes elevan a 30.000 los desaparecidos), Matías Reggiardo Tolosa, Tatiana Sfiligoy, Victoria Donda Pérez e Ignacio Montoya Carlotto representan cuatro casos de los 116 nietos recuperados hasta hoy por Abuelas de Plaza de Mayo, una asociación civil creada en octubre de 1977 por mujeres que encontraron fuerzas para seguir en la ilusión de recuperar a los hijos de sus hijos. El País Semanal entrevistó a los cuatro para saber cómo se vive después de una verdad que escalda y que obliga a reconstruir con retazos y relatos de otros las historias de sus padres, en las que se entreveraron ideales, mentiras, torturas, muerte y terrorismo de Estado. Todos ellos son más viejos hoy que sus padres al ser asesinados.

Ignacio Montoya Carlotto
Hijo de Laura Estela Carlotto y Walmir Óscar Montoya, secuestrados en 1977.
Le dicen “el Messi de los nietos”, un apodo que le pusieron otros jóvenes restituidos medio en broma, reprochándole que desde que él apareció, el 5 de agosto de 2014, los demás quedaron opacados. “Si no estás bien contenido, una noticia como esta te destruye, empezás a hacer pavadas”, dice, mate de por medio, Ignacio, el nieto que Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, esperaba desde hacía 36 años.
La búsqueda de su abuela, Estela, empezó cuando supo por testimonios de sobrevivientes que su hija Laura, militante del grupo armado Montoneros y secuestrada en noviembre de 1977, había dado a luz –esposada, en un hospital militar– a un niño al que llamó Guido, en homenaje a su papá. A las pocas horas los separaron; la joven fue asesinada dos meses más tarde en un falso enfrentamiento. Los militares entregaron a la familia el cuerpo de Laura, pero no el niño.
La búsqueda de Ignacio empezó el 2 de junio del año pasado, el día de su cumpleaños, cuando un allegado a la familia le confirmó a Celeste Madueña, su mujer, algo que él sospechaba: que era adoptado. Entonces, se contactó por correo electrónico con Abuelas. Le dijeron que solo uno de cada mil casos resulta en una confirmación. Entretanto habló con sus “viejos”, Juana y Clemente Hurban, a quienes sigue defendiendo como tales. “Me contaron que Carlos Francisco Aguilar, el dueño del campo donde ellos eran puesteros, sabiendo que no podían tener hijos, les dijo que había una mujer de La Plata que no quería criar al suyo y que podía traerlo. Ellos aceptaron y firmaron papeles que creyeron que eran de adopción. Les dijeron que era mejor que no me contaran nada. Son gente muy humilde, confiaron ciegamente”. Aguilar murió en marzo de 2014 y su ausencia parece haber relajado los pactos de silencio.
El 5 de agosto, tras los cruces de ADN pertinentes, cotejados con las muestras del Banco Nacional de Datos Genéticos creado durante la presidencia de Alfonsín en 1987, el país y el mundo se conmovieron por la aparición de Ignacio, el nieto recuperado número 114, cuya abuela es Estela de Carlotto. Todo argentino recuerda dónde estaba cuando recibió la noticia. Así de movilizador es su caso.


Ignacio Montoya Carlotto, nieto de Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas Plaza de Mayo. / MARIANA ELIANO
“Es muy difícil la situación, no solo por lo íntimo y por el peso de la verdad, sino por todo lo que lo acompaña: la portada de las revistas, las cámaras que te siguen y la expectación por lo que vas a decir”, describe. “Es raro, por ejemplo, tener que explicar que sos quien eras y que te llamás como te llamás. Yo no soy Guido. Y a veces recibo cartas de gente que me pide explicaciones: ‘¿Cómo puede ser que no te hagas cargo del símbolo que representás?”. Cree, no obstante, en una responsabilidad cívica, que supera esas molestias: “Yo no soy un militante, pero el derecho a la identidad es fundamental y hago lo que puedo para aportar y alentar a que otros se animen a saber”.
Hace apenas ocho meses que la vida de Ignacio giró 180 grados. La primera vez que se encontró con Estela, su abuela, se abrazaron y se pusieron a llorar. “Fue en La Plata. Nos sentamos y empezaron las charlas. A unas cuadras esperaban mis primos: 14 más sus parejas y sus hijos. Me preguntó si los quería conocer y le pedí tiempo. Fue al día siguiente. La abuela les dijo: ‘No le gusta que lo abracen ni que lo toqueteen como hacemos nosotros’. Cuando llegué habían hecho una fila y estaban duros: ‘Hola, qué tal, yo soy fulano’. Los saludé a todos ¡y una se coló dos veces! Fue gracioso. Vinieron también unas primas por parte de mi papá. Todos nos conocimos ahí, porque no había certeza hasta el ADN de quién era la pareja de mamá. Fue un gran momento”.
Ignacio no habla de pérdidas; sí, de duelo y de una historia con un “inicio dolorosísimo que tiene esta instancia de luminosidad”. “Yo no tuve oportunidad de preguntar nada, me llenaron de información. Cosas que sé que son ciertas, pero que están tamizadas por años de repetir la historia para no olvidarla. Pero de a poco, con todos los viajes que hice en estos meses, encontré anécdotas y fui construyendo una imagen de Laura y de Walmir, que se conocieron en la clandestinidad. Me mostraron por ejemplo una postal que mi papá le mandó a mi abuela Hortensia, que hoy tiene 92 años. Está llena de horrores de ortografía. Y en una época yo era así, un asco escribiendo. Así junto pedacitos, un rompecabezas de cositas lindas. Eso es mío y ahí sí los puedo ver como papá y mamá. Si no, es muy difícil: no los conociste, no tenés registro”.
Lo que más le ha costado es defender su espacio y su intimidad de la invasión que supone convertirse en alguien público. Ahora que han llovido posibilidades “de tocar acá y allá, de vivir en otra parte”, volvió a elegir Olavarría, donde está haciéndose una casa y donde Celeste y él quieren tener un hijo (“estamos en eso”).
A sus dudas de antes las llama “ruidos”. “Yo tuve y tengo una vida feliz. Pero había ciertas cuestiones básicas: los parecidos físicos, por ejemplo. No nos parecíamos. Y la música, porque nosotros vivíamos en el campo, a 45 kilómetros de acá, en un sitio donde no hubo luz eléctrica hasta el año pasado. Ni radio había. Y cuando un día fuimos a una localidad cercana, yo tendría ocho o nueve años, escuché una orquesta típica que tocaba un poquito de todo –pasodoble, rock, pop…–, fue un flash, no pude creer lo que escuchaba”, recuerda. Y empezó a estudiar.
Esa música, lo sabe ahora, corría en la familia. Walmir Montoya, su papá, era baterista: militante montonero secuestrado en 1977 y acribillado en un presunto enfrentamiento, sus restos enterrados como NN en una fosa común, fueron hallados en 2006 por el Equipo Argentino de Antropología Forense. Su abuelo paterno era saxofonista, y su abuelo materno, Guido, un melómano, amante del jazz. “La sangre no es agua”, dice Ignacio. Saborea ese refrán que tiene equivalencias en varias lenguas, mientras toca en el piano Los niños que soñaban en colores, “un valsesito jazzeado”, lánguido y bello, que es lo primero que compuso después de saber quién es.

Tatiana Sfiligoy 
Hija de Mirta Graciela Britos Acevedo y Óscar Ruarte, que continúan desaparecidos.
Habíamos visto en la esquina de casa el operativo, una patota armada. Y mi mamá atinó a ir a la plaza. Nos siguieron y no tuvo alternativa. Comenzó a besarnos y a despedirse. No recuerdo haber tenido miedo. Sí, desconcierto. Esa es la última vez que vi a mi mamá”, cuenta Tatiana volviendo a ese día infernal de 1977.
Tenía tres años y medio. Seis meses después, ella y su media hermana Laura (hija de Alberto Jotar, también desaparecido, pareja de Mirta Britos en ese momento) fueron dadas en guarda a un matrimonio de buena fe, Inés y Carlos Sfiligoy, quienes las adoptaron, cuyo apellido decidió conservar y a quienes llama mamá y papá. “Cuando en 1980 nos citaron al juzgado porque mis abuelas nos localizaron y se produce el encuentro de ambas familias, hubo un entendimiento. ‘Arréglense las partes’, dijo el juez, y lo hicieron. Se estableció un régimen de visitas para mis abuelas, que vivían en Córdoba. Eso me permitió crecer y sostenerme en otros papás sin cortar lazos con ellas ni con mis primos y tíos y sin ocultar la historia de mis padres biológicos. Eso fue atípico”, resume Tatiana. Casos como el suyo –donde no hubo robo de niños ni apropiación de quienes criaron a los chicos– son contados con los dedos.


Tatiana Sfiligoy tenía tres años y medio cuando su madre la abandonó en una plaza junto a su hermanita bebé mientras los perseguían los paramilitares. / MARIANA ELIANO
Hasta los 18 años, Tatiana no preguntó mucho. Un día encontró en un diario un remitido de la Asociación Argentina de Actores que incluía el nombre de sus padres. “Me impactó muchísimo y tardé casi un año en buscar más datos”. Pero lo hizo. Viajó a Córdoba, donde Mirta y Óscar militaban en las organizaciones guerrilleras FAL 22 y el PRT-ERP. “Fue muy fuerte para mí y para sus compañeros. Me miraban como si fuera un fantasma, porque me parezco a mis papás”.
Comenzó entonces para ella una época de activismo por los derechos humanos. Estudió Psicología y participó de los primeros escraches organizados contra represores por la agrupación H.I.J.O.S., creada en 1995 para luchar contra la impunidad. “Los escraches estaban muy mal vistos. Eran momentos muy álgidos para los hijos de desaparecidos. Llevó mucho tiempo, incluso en democracia, que la memoria fuera una política de Estado”, recuerda.
H.I.J.O.S. acaba de poner de manifiesto las divisiones que existen entre los militantes por los derechos humanos en relación con el kirchnerismo, al quemar en La Plata –el último 24 de marzo, a 39 años del golpe de Estado– dos muñecos abrazados de Hebe de Bonafini, líder de las Madres de Plaza de Mayo, y César Milani, actual jefe del Estado Mayor del Ejército argentino. La quema repudió las contradicciones del Gobierno de Cristina Kirchner, que auspicia activamente una política por la memoria, pero nombró en 2013 y aún sostiene a ese militar sospechoso de crímenes de lesa humanidad.
La historia se lleva en la piel. “No juzgo a mis padres. Su generación pensó que era posible un cambio. Era grande el compromiso y poca la conciencia de lo siniestro que se gestaba. Nunca pensaron que los iban a matar”, reflexiona Tatiana. Tras la muerte de sus abuelas, hace cinco años, los contactos con la familia biológica se espaciaron (“casi todo es por Internet”). Con Laura, su hermana, pasa algo similar. “Ella hizo un proceso diferente. Vive en EE UU. Es paradójico porque no conoció a nuestros padres, no los recuerda, pero los padece. No los perdona. Allí es donde se produce el mayor desencuentro. Estamos hablando otro código. Tengo dos sobrinos allá y es complicado”.

Matías Reggiardo Tolosa
Hijo de María Rosa Ana Tolosa y Juan Enrique Reggiardo, desaparecidos en febrero de 1977.
"Yo les preguntaba a las chicas con las que salía: ‘¿Vos sabés quién soy?”, lanza Matías mientras conversamos rodeados de la sillita de comer y los juguetes de Benjamín. “Ahora lo tomo a risa, pero ante esa pregunta, pensaban: a) es un asesino en serie; b) está casado; c) es gay”. En 2009 conoció a María, que no temió explorar la respuesta; se casaron tres años después y nació el chiquilín cuyas fotos tapizan las paredes.
Se considera un hombre feliz e incluso rei­rá varias veces a lo largo de la conversación. Pero nunca pudo acostumbrarse a festejar su cumpleaños el 27 de abril, cuando se presume que nació, durante el cautiverio de María Rosa Tolosa, su mamá, quien continúa desaparecida. Sigue haciéndolo el 16 de mayo, día en que él y su hermano mellizo, Gonzalo, llegaron a la casa del exsubcomisario Samuel Miara, condenado en 2013 a prisión perpetua por delitos de lesa humanidad cometidos en los centros clandestinos de detención Club Atlético, El Banco y Olimpo. Miara y su mujer, Beatriz Castillo, los registraron en 1977 como hijos propios. Hasta 1985 los chicos no sospecharon nada. Ese año huyeron a Paraguay: Abuelas de Plaza de Mayo los descubrió pensando que eran otros mellizos hijos de desaparecidos, los Rossetti Ross.
Los extraditaron en 1989, pero verificar su identidad llevó años (“pensá que no había ADN aún, sino estudios de histocompatibilidad”), durante los cuales siguieron viviendo por decisión judicial con los Miara. Ese tiempo fue muy difícil: “Ellos nos dijeron que habían cometido un delito y que iban a ir presos. La justicia estableció un seguimiento muy cercano. Durante toda mi adolescencia y hasta que cumplí los 18 años, tuve que ir cada 15 días a ver a un psicólogo forense. Nos sentimos como conejillos de Indias y sé que nuestro caso se trata aún hoy en distintas cátedras de psicología”.


Matías Reggiardo Tolosa desapareció en 1977. Supo de adolescente que fue arrebatado de sus padres siendo un bebé. / MARIANA ELIANO
No es lo mismo restituir a un menor de edad que descubrir quién eres de adulto. El caso Miara aún duele. En 1994, los mellizos llegaron a las pantallas de la televisión argentina; tenían 16 años y acababan de mudarse con su tío materno, Eduardo Tolosa. Pedían volver con sus apropiadores, a quienes por entonces sentían y querían como padres. ¿Por qué? “Nos obligaron a cortar todo lazo con nuestra vida anterior: la ciudad, los amigos, el colegio, los Miara. Al principio tratábamos de hablar en forma clandestina con ellos, nos escapábamos. Llegaron a poner policías para seguirnos. Estábamos presionados por ambos lados. Lo que generó todo eso fue un retraso muy significativo en nuestra voluntad de recobrar nuestros orígenes”, recuerda ahora Matías.
Después del escándalo mediático (“todavía me parece una locura que nos hayan dado aire, hoy sacás a un menor sin autorización en la tele y te cierran la emisora”), Eduardo, que no quería negociar un régimen de visitas con los apropiadores, renunció a la guarda de sus sobrinos y los chicos vivieron con una familia sustituta hasta su mayoría de edad. A los 21 años, Matías y Gonzalo decidieron volver a vivir con Beatriz Castillo. “Sentía que no tenía otro lugar a donde ir”, explica Matías. “A ella le decía mamá, pero siempre era consciente de lo que habían hecho. Samuel estaba preso por nuestra apropiación. La distancia se empieza a profundizar a mis 28 años, porque empecé a caer”.
En junio de 2005, la Corte Suprema declara la inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que junto con los indultos del menemismo garantizaban impunidad. Así, militares cuyo enjuiciamiento se había suspendido vuelven a los tribunales. Miara regresa a prisión para ser juzgado por delitos de lesa humanidad. El proceso fue muy lento y los mellizos lo visitaban. “Lo vimos varias veces en la cárcel. Hablábamos de todo, pero hubo momentos en que mi hermano y yo lo acorralamos un poco y esas charlas me hicieron sentir que yo no tenía por qué pasar por eso: estar con una persona que es un psicópata y te lo demuestra, que dice cosas que te hacen daño y que está en la cárcel, además, con otros represores. La última vez que vi a Miara fue en 2007, y a Beatriz, en 2011. Cuando vine a vivir a Rosario, le pedí incluso que no me hablara más. Pero siguió haciéndolo por un tiempo”.
Sabe por relatos que Quique, su papá, tenía un hablar susurrado como el suyo y que amaba como él la literatura. “Cuando te los quitan a sus 24 años no podés pelearte con nada. No podés llegar a esa distancia natural que hay en la adolescencia respecto de los padres. Aunque siempre te preguntás si hubieran podido actuar de otro modo para salvarse”.
Compleja y dolorosa para los hermanos Reggiardo Tolosa, su experiencia supuso un antes y un después en los casos de restitución. Diana Kordon, psicoanalista que trabajó con las Madres de Plaza de Mayo hasta 1990 y que hoy coordina el Equipo Argentino de Trabajo e Investigación Psicosocial, especializado en el apoyo a víctimas de traumatismos sociales, recuerda que el consenso en aquel momento era otro: “No solo los medios debatían si había que restituirlos o no. Discutíamos entre profesionales. Era muy fuerte la presión en el sentido de que estábamos estimulando un nuevo trauma en los chicos. Ahora es distinto: hubo una legitimación acerca de que la apropiación existió y es un crimen condenable en términos sociales, pero también en relación con las personas que la sufrieron y sus familias”.
Ese cambio de mirada se evidencia también en la cantidad de consultas anuales que recibe Abuelas, que crecieron más del 600% entre 2001 (109 consultas) y 2014 (678), con un pico de 117 presentaciones el pasado septiembre a raíz del efecto Guido, tras la restitución del nieto de Estela de Carlotto, presidenta de la institución. “La apropiación es una situación traumática porque rompe la cadena genealógica y su transmisión cultural, que va mucho más allá de la sangre. La restitución, en cambio, es un momento de crisis grande, pero también la posibilidad de un gran encuentro con la verdad”, define Kordon. Reconstruir lazos con sus familias de origen llevó años para Matías. El tiempo saneó su relación con Eduardo, su tío materno, a quien reencontró en las audiencias del juicio a Miara, condenado finalmente en 2013.
Aunque con demora, volvió a relacionarse con la familia de su padre: atesora un álbum fotográfico de tapas azules que prepararon en 2009 para él sus tías paternas. En la primera página de ese documento se lee “Memorias de tu papi, Quique, Juan Enrique Reggiardo” y se ve un árbol genealógico dibujado a mano, que pone nombres a los rostros de las fotos.

Victoria Analía Donda Pérez
Hija de María Hilda Pérez y José María Laureano Donda, que continúan desaparecidos.
Su vida cambió para siempre el 24 de julio de 2003, cuando Juan Antonio Azic, a quien llamaba papá, intentó suicidarse volándose la cabeza con su arma reglamentaria. Quedó en coma tres meses. La razón llegó por la prensa: Azic figuraba entre los represores cuya extradición pedía el juez español Baltasar Garzón para juzgarlos por delitos de lesa humanidad fuera de Argentina, donde aún regían las leyes de Punto Final y Obediencia Debida.
Analía (ese era su nombre entonces) sintió que su vida se derrumbaba y llamó a Abuelas de Plaza de Mayo para disculparse por su padre. Pocos días después, la contactó un grupo de H.I.J.O.S. para decirle que sospechaban que había sido apropiada por Azic y su mujer, Esther, y que solo un análisis de ADN podía confirmarlo. “Recuerdo la sensación de estar ante un abismo, que todo se caía. Veía todo negro y temblaba mucho. Supongo que de miedo. Fueron días en los que no paré de temblar”, cuenta ahora Victoria Donda con un hilo de voz, mientras prepara el biberón de Trilce, su beba.


Detalle del mural de los desaparecidos en la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA), el centro de detención y tortura de la dictadura militar argentina. / MARIANA ELIANO
“Tardé ocho meses en decidirme a hacer el análisis porque sentía que era dar una prueba para que metieran preso a Juan, un hombre al que yo quería mucho. Al que quiero mucho. A pesar de lo que hizo y de las responsabilidades que le caben por ello, porque es un represor y por eso está preso, yo lo quiero”. Aún lo visita en el penal. ¿Cómo son esos encuentros? “Más tranquilos, ya no hay nada que ocultar. De algunas cosas elegimos no hablar, pero es una linda relación”.
Ese análisis demostró que era hija de María Hilda Pérez, Cori, y José María Donda, a quien llamaban Pato, integrantes de Montoneros, secuestrados en 1977. Y también, que su tío no es otro que el marino Adolfo Donda Tigel, hoy preso, responsable de inteligencia de la ESMA, por donde pasaron más de 4.200 detenidos desaparecidos. Allí nació Victoria, separada de su madre con 15 días de vida: fueCori quien le puso el nombre y también quien, ayudada por una compañera a parir, perforó sus orejitas con una aguja quirúrgica y pasó hilitos celestes por ellas, según relatos de algunos sobrevivientes. Esas voces señalan a su tío como el delator de sus padres. Él fue también quien arrebató a Eva Daniela, su hermana mayor, nacida en 1974, que estaba al cuidado de su abuela, Leontina, una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo.
Adolfo Donda logró quitarle la guarda de la niña y la crio como hija propia, ahondando una tragedia familiar que representa la de todo un país. Eva siente afecto de hija por ese tío-padre-apropiador que estaba al tanto del secuestro de su cuñada y de su hermano y que la educó a ella, pero permitió –en el colmo de la crueldad o de la contradicción– la entrega de su otra sobrina, Victoria, a quien incluso se negó a conocer.
La relación entre ambas hermanas fue muy difícil durante años. La mayor de las Donda llegó incluso a participar en 2009 en un acto de la asociación de Familiares y Amigos de las Víctimas del Terrorismo en la Argentina, que cuenta los asesinatos de militares a manos de la guerrilla. Recién ahora el vínculo está recomponiéndose, alentado en parte por el deseo de dejarles a sus propios hijos otra realidad afectiva. “Estamos en eso”, dice Victoria. “Nos visitamos, nos vemos. Salimos juntas. Está bueno. Hay cosas que mejor no hablamos. Ella está en un proceso personal también”, define.
La política fue la mejor terapia de Victoria. “Belicosa”, como le gusta definirse, es un rostro de las ideas de izquierdas que brega por la legalización de la droga (“es el único modo de luchar contra el narcotráfico”) y por los derechos de las mujeres. Asegura que cuando Trilce, su beba, pueda entenderlo, le contará todo, con Disney como aliado (mal que le pese a sus compañeros de partido, Libres del Sur). “Tengo pensado ver con ella Enredados. La película habla de una apropiación porque a Rapunzel la alejan de sus padres y le mienten sobre su origen”.
Viki tuvo dos madres. O así lo siente. “Esther, la mujer de Juan, fue mi mamá y va a ser la abuela de Trilce, no importa que haya muerto hace cuatro años. Pero mi mamá biológica, Cori, también me hizo falta: la extrañé mucho durante mi embarazo. Nunca la vi, cierto, pero la necesitaba cerca”.
Y hay cicatrices. Desde 2003 sueña que la secuestran hombres sin cara y falta un sitio donde honrar a sus mayores. “Lo que más duele es la ausencia de la ausencia; no saber dónde están mis padres. Que cuando quiero ir a llevarles una flor tengo que ir a un río”, señala, aludiendo a la muerte de Cori, que fue “trasladada”, eufemismo que usaban los militares para aludir a los prisioneros que eran drogados y tirados al Río de la Plata en los llamados “vuelos de la muerte”.
Mientras la beba sonríe, contentísima con el despliegue de grabadoras y cámaras, Victoria habla del nombre que junto con Pablo, su marido, eligieron para ella: “La canción de Trilce”, de Daniel Viglietti, una de sus favoritas; el sonido, casi un caramelo, que no quiere decir nada y sin embargo “suena a una mezcla de triste y dulce”. Quizás un verso del poema homónimo de César Vallejo encierre otra clave de la elección cuando repite testarudo: “Ya no tengamos pena”.

¿ADN obligatorio?

¿Se puede obligar a alguien a lidiar con una verdad que no quiere conocer? La hermana de crianza de Victoria Donda nació en 1980, también apropiada y llamada Carla por el matrimonio Azic. Su caso se resolvió en 2008 cuando, ante su negativa a hacerse los análisis inmunogenéticos, la justicia ordenó obtener muestras de ADN a través de objetos personales de la joven. El 27 de mayo de ese año se confirmó que se trataba de Laura, tercera hija del matrimonio formado por Silvia Beatriz María Dameri y Orlando Antonio Ruiz, aún desaparecidos. Existen precedentes de la Corte Suprema argentina que declaran inconstitucional la extracción forzosa de sangre. Pero dada la existencia de métodos no invasivos (análisis de muestras de pelo o saliva), la justicia ha fallado priorizando el valor social que tiene restituir la identidad de una persona y la posibilidad de investigar el delito de su apropiación.
Un caso muy controvertido fue el de Marcela y Felipe Noble Herrera, hijos adoptivos de Ernestina Herrera de Noble, directora del periódico Clarín, medio al que el kirchnerismo considera opositor. Ante el reclamo de dos familias querellantes (Lanuscou-Miranda y Gualdero-García) que alegaban la presunta condición de hijos de desaparecidos de los jóvenes, se inició un periplo judicial, que incluyó en 2010 el secuestro de la prendas íntimas que los hermanos vestían en ese momento. Para poner fin a lo que vivían como una “inédita persecución política”, los jóvenes solicitaron en 2011 el cotejo de su ADN con todas las muestras existentes en el Banco Nacional de Datos Genéticos. Todos los análisis dieron negativos.
El 10 de marzo de 2014, la jueza federal Sandra Arroyo Salgado dio por terminadas las pericias en la causa. En marzo de este año, Javier Gonzalo Penino Viñas, quien había sido adoptado ilegalmente por el represor Jorge Vildoza y recuperó su identidad en 1999, declaró como testigo de la defensa en el juicio contra su apropiadora, Ana María Grimaldos, esposa de Vildoza, alegando su derecho a mantener ese lazo. La justicia condenó el pasado 14 de abril a la apropiadora a seis años de prisión. El 12 de abril, Abuelas de Plaza de Mayo confirmó el suicidio de Pablo Germán Athanasiu Laschan, quien había recuperado su identidad a los 37 años en agosto de 2013, tras someterse voluntariamente a los análisis. Pablo había sido anotado como hijo propio por un matrimonio con estrecha vinculación con la dictadura. Su apropiador está detenido en el marco de una causa por crímenes de lesa humanidad.

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