¿Mantiene hoy su vigencia la tragedia griega?
Seguimos hallando en las viejas tragedias de Atenas un enorme caudal de estímulos para la reflexión cívica, ética y política
Violencia doméstica
Por Carlos García Gual
Las mejores tragedias griegas, como escribió Aristóteles, tratan de crímenes en la familia. Un joven que mata a su padre y se casa con su madre y así llega a ser rey; una madre que para vengarse del marido que la abandona asesina a sus dos hijos; un regente que condena a muerte a su sobrina porque ella quiso enterrar a su hermano, son muy buenos ejemplos. Los estragos contra ese lazo afectivo que los griegos llamaban philía y consideraban la base de una existencia digna y feliz producían siempre una conmoción profunda en el público ateniense. Los patéticos sucesos suscitaban “compasión” y “espanto” (éleos y phóbos) por empatía con la catástrofe sufrida por los protagonistas del drama. Y, de propina, cierta purificación emotiva (kátharsis).
Edipo, Antígona, Medea, nombres resonantes de figuras gloriosas de relatos míticos, en el teatro de Dioniso de la democrática Atenas cobraron un sentido renovado. La mitología provee la materia, pero el dramaturgo da una forma nueva a los arcaicos relatos, al resucitar en escena a los héroes y darles la palabra a ellos, sus anhelos y sus quejas, y no ya como figurones lejanos de la épica. Venían del pasado heroico y épico, de cuando los dioses parecían cercanos y se inmiscuían en asuntos humanos. Ahora en la escena revisten profunda humanidad, impulsados por la pasión y su noble carácter al exceso (hybris) y la perdición. El arrojo magnánimo los lleva al error y a la postre al sufrimiento. Esa es la sabiduría trágica discutida desde los románticos y Nietzsche.
Hay que destacar la originalidad que los grandes dramaturgos logran imponer sobre los temas heredados. El mito de Edipo era muy conocido y podía entenderse como un ejemplo de una fatalidad cumplida. Nada fatal hay en Sófocles, que da a su drama la estructura de un relato policiaco. En la investigación sobre el antiguo crimen, la muerte oscura del rey Layo en la encrucijada de Delfos, Edipo actúa en diversas funciones: es el investigador, el juez, el verdugo y el asesino. Todo funciona con precisión maquinal para revelar quién es él: bajo la máscara de gran rey sabio aparece su figura de criminal, y su empeño por sacar a luz la verdad lo destruye, y acaba ciego, maldito y desterrado. Víctima de su afán de verdad, ¿quién más noble que Edipo?
En Antígona, Sófocles escenifica el conflicto entre dos leyes: la de la ciudad, defendida por Creonte, y la no escrita de la sangre y el amor familiar, la de Antígona. Un conflicto paradigmático, según Hegel, porque ambos tienen razón, y el agón trágico entre tío y sobrina es inolvidable. En Medea, la princesa bárbara que salvó a Jasón, actúa como una fiera herida —en su amor propio más que por anhelo erótico— al matar a sus hijos para castigar al esposo traidor. Sus razones impresionan tanto como sus manos sangrientas. Al hacerla tan razonable como cruel, Eurípides escandalizó a los atenienses. El teatro humaniza el relato mítico y lo expone así a incesantes y modernas relecturas.
Carlos García Gual (Palma de Mallorca, 1943) es catedrático de Griego de la Universidad Complutense. Premio Nacional de Traducción, sus últimos libros son Sirenas (Turner) y El mito de Orfeo (Siglo XXI).
De Antígona al juez Garzón
Por Aurora Luque
¿Que si tiene vigencia la tragedia griega? Si consideramos candentes asuntos como la desesperación de los refugiados que se arrojan al mar, el destino de las víctimas civiles de un conflicto, la protesta ante la sepultura indigna dada a los vencidos, la soberbia ciega de los muy poderosos que les distancia de las sociedades que gobiernan o la búsqueda de una justicia civil racional frente a ajustes de cuentas tribales, entonces seguiremos hallando en las viejas tragedias de Atenas un enorme caudal de estímulos para la reflexión cívica, ética y política. Las suplicantes de Esquilo huyen en barco (“una casa cosida con cordajes”) de un matrimonio indeseado y piden asilo en Argos; la asamblea decidirá sobre la acogida. Son las primeras refugiadas políticas. En Las troyanas (Guernica de su siglo), el pacifista Eurípides pintó el horror de todas las guerras en ese hijo de Héctor arrojado de los muros de una Troya humeante. Hace bien poco asistíamos a reclamaciones semejantes a la de Antígona: los fusilados de la Guerra Civil merecen, como Polinices, un enterramiento justo, una memoria; el juez Garzón, como la heroína de Sófocles, perdió elagón, de momento. La hybris del presidente Aznar en las Azores ya nos la habían contado tanto Eurípides en su Ifigenia en Áulide, con la historia del caudillo Agamenón, que sacrificó lo más valioso a cambio de triunfar en sus expediciones, como Esquilo en Los persas,con la derrota del sobrado y altanero Jerjes. En Las Euménides asistimos a la fundación de un tribunal civil en Atenas para resolver los delitos de sangre que envenenaban a familias durante generaciones. Y en Los persas se relata la invención del amor a la libertad: no es pequeño argumento para los europeos venideros.
Los trágicos hicieron desfilar a hombres y mujeres al borde de precipicios de dolor y desgracia, bajo las tempestades del destino: los dioses los hacían caer y el poeta canta, a pesar de todo, que “nada existe más maravilloso que el ser humano”. Y estos cantos se entonaron sin hablar en necio a los necios para darles gusto, mezclando la poesía más volcánica con el diálogo más vivo y con la reflexión ponderada del coro de la colectividad, en aquella ciudad en la que andaba inventándose la filosofía por las calles como conversación y búsqueda exigente.
A lo largo del siglo, la escena ática se pobló de mujeres intrépidas: junto a Antígona, coherente y solitaria, subieron la airada Clitemnestra y la despechada Deyanira; Hécuba, reina dignísima y mater dolorosa; Casandra penetrante, Ifigenia manipulada y Helena manipuladora; Medea, colaboradora del héroe y luego loba herida que argumenta contra Sócrates, y Fedra, que batalla contra un fiero enemigo interior, su pasión amorosa. La tragedia nos sirve conflictos de amor y poder: lo personal y lo político intrincados en la escena, mujeres en los palacios abiertos a la plaza, en los nudos de la vida de la polis (de los tratados de los historiadores quedarán casi ausentes). Otro motivo refrescante para asomarse de nuevo a aquellos palcos. Y una última lección, ésta para ministros: el Estado costeaba, con dinero público, los certámenes teatrales. Aquellos griegos eran serios. Sabían lo que hacían: cuidaron en vida a sus tres Shakespeares.
Aurora Luque (Almería, 1962) es poeta y traductora de griego. Personal & político es su último libro.
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