Darío Villanueva
De la génesis a la creación
Lo trascendente de 'Don Quijote' es que Miguel de Cervantes contrapone realidad y ficción para fundirlas en la mente
En los últimos meses han sido noticia nuevos datos sobre la vida de Cervantes gracias a las pesquisas del archivero José Cabello Núñez, que vinieron a iluminar sus correrías por Andalucía entre 1587 y 1597 como recaudador de abastecimientos e impuestos.
Pasando de la biografía a la creación, no cabe ninguna duda de que Cervantes supo de muchas historias locales manchegas, de El Toboso, de Quintanar, de Esquivias o de Argamasilla. Entre ellas estarían los pleitos entre familias, algunos de cuyos apellidos (por ejemplo, los Villaseñor) el novelista menciona expresamente en El Quijote, o el caso del regidor Rodrigo Quijada, odiado por sus corruptelas y fechorías.
En El Quijote Cervantes se aprovecha de innumerables materiales, biográficos, vitales, librescos, eruditos o populares, históricos y legendarios, que hacen de su obra una summa de saberes, informaciones, aventuras y episodios hasta el extremo de convertir su novela en una de las cumbres de la literatura sapiencial, equiparada por Harold Bloom, a estos efectos, con Shakespeare.
Pero sería reduccionista conceder demasiada importancia a estos datos de la realidad manchega contemporánea del escritor para entender la génesis de su novela y la originalidad de su protagonista. Lo fundamental en su traza es la mediación de la lectura de unas obras que sustentaron el fenómeno de los primeros best sellers de la galaxia Gutenberg, y que condujeron a don Quijote a la insania de confundir realidad con ficción.
Cervantes abogaba ya por un efecto mimético o realista engendrado como vivencia intencional del que lee, y no por esa otra identificación ingenua, o incluso patológica, con el mundo que supuestamente está detrás del texto, fenómeno del que conservamos numerosos testimonios históricos a partir de la popularización de la literatura caballeresca.
Alonso de Fuentes conoció a un obseso que se sabía de memoria el Palmerín de Oliva. Francisco de Portugal cuenta cómo todas las mujeres de la casa de un caballero lo recibieron un día desconsoladas porque había muerto Amadís. El conde de Guimerán supo de un escolar que se puso a defender con un montante al paladín que estaba siendo acorralado por unos villanos en la novela que leía. Finalmente, Melchor Cano recordaba a un cura que creía cierto todo lo narrado en los amadises y floriseles porque si no lo fuese las autoridades no permitirían su divulgación por escrito, argumento que en El Quijote contrapone el propio protagonista al canónigo toledano y el ventero al cura.
Al igual que resulta imposible casar congruentemente las rutas de don Quijote, todas ellas jalonadas de topónimos rigurosamente verídicos, y el mapa de La Mancha, Sierra Morena, Aragón o Cataluña, las extrapolaciones al calendario del plan cronológico de los viajes de don Quijote que realizó en 1780 Vicente de los Ríos no se compadecen con la temporalidad interna de la novela.
Por lo tanto, documentar las excentricidades de Acuñas y Villaseñores o recordar apellidos como el del corrupto regidor Rodrigo Quijada tienen un valor apreciable aunque anecdótico si lo comparamos con lo realmente trascendente: la creación genial de un personaje en el que, mediante una práctica relativamente nueva como era todavía en el XVII la lectura febril y prolija de libros de caballerías, se contrapone realidad y ficción para fundirlas en el único lugar en que tal cosa puede hacerse, la mente de una persona.
Darío Villanueva es director electo de la Real Academia Española (RAE).
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