Estado Islámico, crónica del horror
El Estado Islámico controla un territorio más grande que Reino Unido al que desde 2014 llegan miles de yihadistas de todo el mundo para enrolarse en sus filas
Poco a poco expanden su control con el genocidio como bandera, pero sus integrantes no son una mera colección de psicópatas
Constituyen un grupo religioso con creencias arraigadas. Esta es una investigación sobre su estrategia y los errores de Occidente a la hora de combatirlos.
¿Qué es el Estado Islámico? ¿Cuáles son sus orígenes? ¿Y sus intenciones? La simplicidad de estas preguntas es engañosa. Pocos líderes occidentales parecen conocer las repuestas. “Ni siquiera entendemos el concepto”, reconocía el general Michael K. Nagata, jefe de operaciones especiales de Estados Unidos en Oriente Próximo, en unos comentarios confidenciales publicados por The New York Times en diciembre. En el último año, Barack Obama ha dicho del Estado Islámico que “no es islámico” y, en otras ocasiones, que es una filial de Al Qaeda, unas declaraciones que reflejan la confusión existente y que, tal vez, han llevado a cometer importantes errores estratégicos.
El Estado Islámico (EI) tomó la ciudad de Mosul (Irak) en junio de 2014 y ya controla un territorio más grande que Reino Unido. Abubaker al Bagdadi es su líder desde 2010, pero su imagen más reciente, hasta el pasado verano, era una fotografía borrosa de la época que estuvo preso en Camp Bucca, durante la ocupación norteamericana de Irak. Cuando el 5 de julio de 2014 subió al púlpito de la Gran Mezquita de Al Nuri, en Mosul, para autoproclamarse el primer califa en varias generaciones, pasó de la imagen borrosa a la alta resolución, y de guerrillero en busca y captura a jefe supremo de todos los musulmanes. Desde entonces no ha cesado el flujo de yihadistas de todo el mundo hacia el territorio controlado por el Estado Islámico.
Nuestra ignorancia sobre este movimiento es, en parte, comprensible: es un reino ermitaño y pocos de los que han ido hasta allí han vuelto. Al Bagdadi solo ha hablado ante las cámaras en una ocasión. Pero sus palabras, como todos los demás vídeos y encíclicas de propaganda del Estado Islámico, están en la Red, y los seguidores del califato han hecho enormes esfuerzos para que su proyecto se conozca: rechazan la paz por principio; tienen hambre de genocidio; su visión religiosa es totalmente incompatible con cierto tipo de cambios, que incluso podrían garantizar su supervivencia, y se considera a sí mismo un heraldo –y jugador fundamental– del inminente fin del mundo.
El Estado Islámico, también denominado Estado Islámico de Irak y al Sham (Daesh en árabe, ISIS en inglés), se guía por una corriente del islam con una peculiar concepción del camino hacia el Día del Juicio Final. Esta creencia condiciona su estrategia y puede ayudar a Occidente a conocer a su enemigo y predecir su comportamiento. Su ascenso al poder, más que parecerse al triunfo en Egipto de los Hermanos Musulmanes –a quienes el Estado Islámico considera apóstatas–, se asemeja a la materialización de una realidad alternativa y distópica, como si David Koresh o Jim Jones [líderes de dos de las sectas suicidas más conocidas del mundo] hubieran sobrevivido para dominar no a unos pocos cientos de adeptos, sino a ocho millones de personas.
Hemos malinterpretado la naturaleza del Estado Islámico en dos aspectos. En primer lugar, tendemos a pensar que el yihadismo es monolítico y aplicamos la lógica de Al Qaeda a una organización que la ha eclipsado de manera decisiva. Los partidarios del Estado Islámico entrevistados para este artículo todavía se refieren a Osama bin Laden como sheik Osama, “el jeque Osama”, un título honorífico. Pero el yihadismo ha evolucionado desde los tiempos del apogeo de Al Qaeda, entre 1998 y 2003, y muchos combatientes desprecian a sus líderes actuales y sus prioridades.
Bin Laden consideraba su actividad terrorista como el preludio de un califato que no esperaba ver en vida. Su organización era flexible y funcionaba como una red de células autónomas dispersas geográficamente. El Estado Islámico, por el contrario, necesita controlar un territorio para tener legitimidad, y una estructura vertical para gobernarlo.
También nos ha llevado a error una campaña bien intencionada, pero deshonesta, para negar la naturaleza religiosa medieval del Estado Islámico. Peter Bergen, que publicó la primera entrevista con Bin Laden en 1997, tituló su libro Guerra Santa, S. A., en parte porque consideraba al líder yihadista como un producto del mundo laico y moderno. Bin Laden convirtió el terrorismo en una empresa y creó franquicias. Exigía concesiones políticas concretas, como la retirada de las fuerzas estadounidenses de Arabia Saudí. Su infantería se movía a sus anchas por el mundo moderno: en su último día de vida, Mohamed Atta hizo compras en Walmart y comió en Pizza Hut.
Es tentador encajar al Estado Islámico en esta percepción y considerar a los yihadistas como personajes laicos y modernos, con preocupaciones políticas modernas y con un disfraz religioso. Pero lo cierto es que muchas de las cosas que hace la organización parecen absurdas salvo si se analizan desde la óptica de un compromiso sincero y meditado para hacer retroceder a la civilización actual al siglo VII y culminar con la llegada del Apocalipsis.
Los portavoces más elocuentes de esta postura son los responsables y seguidores del Estado Islámico. Cuando se habla con ellos, se burlan de la modernidad e insisten en que no quieren –no pueden– apartarse de los preceptos del profeta Mahoma y sus colaboradores. Suelen utilizar códigos y alusiones que suenan extraños o anticuados a los no musulmanes y que remiten a tradiciones y textos concretos del primer islam.
La realidad es que el Estado Islámico es islámico. Muy islámico. Es innegable que ha atraído a psicópatas y aventureros, reclutados sobre todo entre las poblaciones desafectas de Oriente Próximo y Europa. Pero la religión que predican sus seguidores más fervientes deriva de unas interpretaciones coherentes e incluso eruditas del islam. Prácticamente todas las decisiones importantes y las leyes promulgadas por el Estado Islámico se atienen de forma puntillosa a lo que en sus comunicados, pronunciamientos, carteles, membretes y monedas se denomina “la metodología profética”, es decir, la profecía y el ejemplo de Mahoma. Puede que los musulmanes rechacen el Estado Islámico; la mayoría lo hace. Pero el empeño en decir que no es un grupo religioso y milenarista, con una teología que debemos comprender para poder combatirla, ha llevado ya a Estados Unidos a infravalorarlo y respaldar planes insensatos para intentar acabar con su poder. Es necesario conocer la genealogía intelectual del Estado Islámico para que nuestra reacción no le fortalezca, sino que le empuje a inmolarse en su propio celo.
I. Devoción
El Estado Islámico hizo público en noviembre un vídeo que establecía sus orígenes en Bin Laden. Mencionaba como predecesor inmediato a Abu Musab al Zarqawi, el brutal jefe de Al Qaeda en Irak desde 2003 hasta su muerte en 2006, seguido de dos dirigentes antes de Al Bagdadi, el califa. Llamaba la atención la omisión de Aiman al Zawahiri, el cirujano egipcio que dirige hoy Al Qaeda. Al Zawahiri no ha jurado lealtad a Al Bagdadi y despierta un odio creciente entre los demás yihadistas. La división entre Al Qaeda y el Estado Islámico viene de muy atrás y ayuda a explicar, al menos en parte, la desmesura sanguinaria de este último grupo. Del lado de Al Zawahiri está un clérigo jordano, Abu Mohamed al Maqdisi, que se declara con cierta razón arquitecto intelectual de Al Qaeda y es el menos conocido de los jefes yihadistas. Al Maqdisi coincide con el Estado Islámico en la mayoría de los aspectos doctrinales. Ambos se identifican con el ala yihadista de una rama del sunismo llamada salafismo, de al salaf al salih, que en árabe quiere decir “devotos antepasados”. Esos antepasados son el Profeta y sus primeros seguidores, a los que los salafistas veneran e imitan porque los consideran modelos de comportamiento en la guerra, el vestir y la familia.
Al Maqdisi formó a Al Zarqawi, que fue a la guerra en Irak teniendo presentes los consejos del anciano. Sin embargo, con el tiempo, Al Zarqawi superó a su mentor en fanatismo y acabó recibiendo una reprimenda de él. Los motivos fueron la afición de Al Zarqawi a los espectáculos sanguinarios y, desde el punto de vista de la doctrina, su odio a otros musulmanes, hasta el punto de excomulgarlos y matarlos. Al Maqdisi escribió a su antiguo pupilo para decirle que debía tener cautela con el exceso de excomuniones (takfir) y que no debía “declarar que las personas son apóstatas porque han pecado”. La distinción entre apóstata y pecador puede parecer sutil, pero es un punto especialmente controvertido entre Al Qaeda y el Estado Islámico. Negar la santidad del Corán o las profecías de Mahoma es apostasía. Pero Al Zarqawi y el Estado engendrado por él opinan que hay muchos otros actos que pueden hacer que se expulse a un musulmán del islam.
Entre ellos, vender alcohol o drogas, llevar vestimenta occidental, afeitarse la barba, votar en unas elecciones –incluso por un candidato musulmán– y evitar calificar a otros de apóstatas. Ser chií, como lo son la mayoría de los árabes de Irak, también es un motivo, porque el Estado Islámico considera que el chiísmo es una innovación, e innovar aspectos del Corán es negar su perfección original. Eso significa condenar a muerte a alrededor de 200 millones de chiíes [rama del islam que supone entre el 10% y el 15% de los musulmanes de todo el mundo; el resto son prácticamente todos suníes]. Y también a los jefes de Estado de todos los países musulmanes, porque han situado las leyes hechas por el ser humano por encima de la sharía (ley islámica) al presentarse a unas elecciones o al hacer cumplir leyes no escritas por Dios.
Al seguir esta doctrina takfiri, el Estado Islámico asume el compromiso de purificar el mundo mediante el asesinato de un inmenso número de personas. La falta de informaciones objetivas impide conocer la verdadera dimensión de las matanzas que se están llevando a cabo en su territorio. Pero los comentarios en las redes sociales indican que las ejecuciones individuales son más o menos continuas, y cada pocas semanas las hay masivas. Las víctimas suelen ser sobre todo musulmanes “apóstatas”. Al parecer, los cristianos que no se resisten al nuevo Gobierno quedan exonerados de la ejecución automática. Al Bagdadi les permite vivir siempre que paguen un impuesto especial, llamado jizya, y reconozcan su sometimiento.
Hace siglos que terminaron las guerras de religión en Europa y que la gente dejó de morir en masa por arcanas disputas teológicas. Quizás eso explica la incredulidad de los occidentales ante las informaciones sobre las bases teológicas y las prácticas del Estado Islámico. Muchos se niegan a creer que esta organización sea tan devota como dice ser, o tan retrógrada o apocalíptica como sugieren sus acciones y declaraciones.
Su escepticismo es comprensible. Hasta hace no mucho, los occidentales que acusaban a los musulmanes de seguir ciegamente preceptos antiguos se granjeaban las críticas de algunos intelectuales –en particular, del difunto Edward Said– que señalaban que llamar “antiguos” a los musulmanes era, simplemente, otra forma de denigrarlos. En lugar de eso, nos decían estos académicos, debíamos fijarnos en el contexto en el que surgían esas ideas: países mal gobernados, costumbres sociales cambiantes, la humillación de vivir en unas tierras que solo se valoraban por el petróleo…
Sin estos factores es imposible tener una visión completa del ascenso del Estado Islámico. Pero centrarse solo en ellos y excluir la ideología es un reflejo de otro tipo de sesgo propio de Occidente: considerar que si la religión no tiene importancia en Washington o Berlín, debe de ser igualmente irrelevante en Raqqa o Mosul. Pues bien, cuando un hombre enmascarado grita “Allahu Akbar” [Alá es el más grande] mientras decapita con un cuchillo a un apóstata, a veces lo hace por motivos religiosos.
Muchas organizaciones musulmanas afirman que las prácticas del Estado Islámico son antiislámicas. Es tranquilizador saber que la mayoría de los musulmanes no tiene el más mínimo interés en sustituir las películas de Hollywood por vídeos de ejecuciones públicas para pasar un rato entretenido después de la cena. Ahora bien, los musulmanes que llaman antiislámico al Estado Islámico, explica el profesor de Princeton Bernard Haykel, el mayor experto en la teología de esa organización, “están avergonzados y son políticamente correctos, y tienen una visión edulcorada de su propia religión” que olvida “las exigencias históricas y legales de su fe”. Según Haykel, las filas del Estado Islámico están impregnadas de fuerza religiosa. Las citas del Corán son constantes. “Hasta los soldados rasos las sueltan sin parar”, asegura. “Posan delante de las cámaras y repiten las doctrinas como fórmulas”. En su opinión, las afirmaciones de que el Estado Islámico ha tergiversado los textos del islam son absurdas. “La gente quiere absolver al islam”, dice. “Es ese mantra de que el islam es una religión de paz. ¡Como si existiera una cosa llamada islam! El islam es lo que hacen los musulmanes, cómo interpretan los textos”. Todos los suníes comparten esos textos, no solo el Estado Islámico. “Y estos individuos tienen tanta legitimidad como cualquier otro” para desentrañarlos.
Todos los musulmanes reconocen que las primeras conquistas de Mahoma no fueron un asunto aseado. Las leyes de la guerra transmitidas tanto al Corán como a otras narraciones sobre el Profeta eran la respuesta a una época turbulenta y violenta. En opinión de Haykel, los combatientes del Estado Islámico han retrocedido al primer islam y reproducen al pie de la letra sus normas bélicas. Entre ellas se incluyen varias prácticas que los musulmanes contemporáneos prefieren no reconocer como parte de sus textos sagrados. “No son unos [yihadistas] enloquecidos que manipulan la tradición medieval para justificar la esclavitud, la crucifixión y las decapitaciones”, dice Haykel. Son soldados que “se sitúan en el corazón de la tradición medieval y la aplican sin fisuras en el presente”.
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Los líderes del Estado Islámico creen que emular a Mahoma es su deber y han revivido tradiciones que llevaban cientos de años olvidadas. “Lo asombroso no es solo que las apliquen de forma tan literal, sino la seriedad con la que leen los textos”, explica Haykel. “Muestran una minuciosidad y una obsesión poco habituales entre los musulmanes”.
Al Qaeda nunca habló de recuperar la esclavitud. ¿Por qué lo iba a hacer? Quizá no planteó la cuestión por razones estratégicas, para evitar perder apoyo entre la opinión pública. Cuando el Estado Islámico empezó a esclavizar a gente, se escandalizaron incluso algunos de sus seguidores. Aun así, el califato sigue utilizando la esclavitud y la crucifixión sin inmutarse. “Conquistaremos vuestra Roma, romperemos vuestras cruces y esclavizaremos a vuestras mujeres”, prometió Abu Mohamed al Adnani, su portavoz principal, en uno de sus mensajes de amor a Occidente.
II. Territorio
Se cree que al califato han llegado decenas de miles de musulmanes. Los reclutas proceden de Francia, Reino Unido, Bélgica, Alemania, Holanda, Australia, Indonesia y Estados Unidos, entre otros países. Muchos van a luchar; muchos tienen la intención de morir. Internet se ha convertido en un instrumento esencial para difundir su propaganda y asegurarse de que los neófitos saben qué deben creer, según explica Peter R. Neumann, catedrático del King’s College de Londres. Además, el reclutamiento en la Red ha ampliado las estadísticas demográficas de la comunidad yihadista, al permitir que mujeres musulmanas conservadoras, aisladas físicamente en sus hogares, entren en contacto con los captadores, se radicalicen y se organicen para llegar a Siria. Con su capacidad de atraer tanto a hombres como a mujeres, el Estado Islámico confía en construir una sociedad completa.
En Australia vive una de las “nuevas autoridades espirituales” más importantes que guían a los extranjeros que se incorporan al Estado Islámico. Se trata de Musa Cerantonio, un hombre de 30 años que durante tres años fue telepredicador en Iqraa TV, en El Cairo, pero se marchó cuando la cadena se opuso a sus constantes llamamientos a establecer un califato. Hoy predica en Facebook y Twitter. Las autoridades le han retirado el pasaporte y no puede moverse de Melbourne. Cerantonio procede de una familia mitad italiana, mitad irlandesa, y es un hombre amigable y educado. Dice que palidece al ver los vídeos de decapitaciones. Odia la violencia, pese a que los partidarios del Estado Islámico tienen la obligación de apoyarla.
El califato, según Cerantonio, no es una mera entidad política, sino también un vehículo de salvación. La propaganda del Estado Islámico informa periódicamente de las promesas de baya’a (lealtad) que llegan de grupos yihadistas de todo el mundo musulmán. El musulmán que reconoce a un solo dios omnipotente y reza, pero muere sin haber jurado lealtad a un califa legítimo ni haber cumplido las obligaciones de dicho juramento, no ha vivido una vida plenamente islámica. ¿No es ese el caso de la mayoría de los musulmanes de la historia? Cerantonio asiente: “Yo digo incluso que el islam ha sido reestablecido” con Al Bagdadi.
Cerantonio, como muchos seguidores del Estado Islámico, no reconoce la legitimidad del anterior califato: el Imperio Otomano, que alcanzó su apogeo en el siglo XVI y luego experimentó un largo declive, hasta que el fundador de la República de Turquía, Mustafá Kemal Atatürk, lo remató en 1924. Lo rechazan por dos motivos: no hacía respetar plenamente la ley islámica y sus califas no eran descendientes de la tribu del Profeta, los quraish. Para ser califa, según los requisitos del código suní, hay que ser hombre, adulto, musulmán, de linaje quraish; dar muestras de honradez moral e integridad física y mental, y poseer autoridad (amr). Este último criterio es el más difícil de cumplir: requiere que el califa disponga de un territorio en el que imponer la ley islámica.
En teoría, todos los musulmanes tienen la obligación de emigrar al califato. Después del sermón de Al Bagdadi en julio, empezó a llegar a Siria una avalancha diaria de yihadistas. Estaban más motivados que nunca. Como Anjem Choudary, Abu Baraa y Abdul Muhid. Viven en Londres y están deseando emigrar al Estado Islámico. Pero las autoridades han confiscado sus pasaportes.
III. El Apocalipsis
El Estado Islámico se distingue del resto de los grupos yihadistas porque se considera un personaje central del guion de Dios. Tiene sus preocupaciones mundanas (incluidos la recogida de basuras y el suministro de agua potable en las zonas que controla), pero su razón de ser es, por encima de todo, el Fin de los Tiempos. Bin Laden no solía mencionar el Apocalipsis y, cuando lo hacía, parecía contar con que ese glorioso momento de ajuste de cuentas divino llegaría mucho después de su muerte. En cambio, los fundadores del Estado Islámico ven signos claros del fin del mundo desde los últimos años de la ocupación estadounidense de Irak.
Rodeada de cultivos, la ciudad siria de Dabiq, cerca de Alepo, es clave. Según el Profeta, allí es donde se librará la gran batalla entre los ejércitos de Roma y las fuerzas del islam. Dabiq será el Waterloo de Roma. Tras apoderarse de la ciudad, el Estado Islámico aguarda la llegada del ejército enemigo, cuya derrota iniciará la cuenta atrás hacia el Apocalipsis. En los vídeos del Estado Islámico, los medios occidentales suelen pasar por alto las referencias a Dabiq, mientras que dedican toda su atención a las horripilantes escenas de decapitaciones.
La narración del Profeta que predice la batalla de Dabiq identifica al enemigo con Roma. Quién es Roma es materia de debate. Cerantonio dice que Roma representa el Imperio Romano de Oriente, que tenía su capital en lo que hoy es Estambul. Otras voces del Estado Islámico sugieren que Roma puede ser cualquier ejército infiel, y Estados Unidos sirve perfectamente.
IV. La lucha
La pureza ideológica del Estado Islámico tiene una virtud: nos permite predecir algunas de sus acciones. Bin Laden era poco predecible. En cambio, el Estado Islámico presume abiertamente de sus planes; no de todos, pero sí los suficientes como para deducir cómo quiere gobernar y expandirse.
En Londres, Choudary y sus alumnos explican con detalle cómo debe ser la política exterior del califato. Ha emprendido ya la llamada yihad ofensiva, la expansión por la fuerza a países gobernados por no musulmanes. “Hasta ahora nos limitábamos a defendernos”, según Choudary; sin un califato, la yihad ofensiva es un concepto imposible de aplicar. En cambio, librar una guerra para expandir el territorio es un deber esencial del califa.
La ley islámica solo autoriza tratados de paz provisionales, que no estén en vigor más de 10 años, según Abu Baraa, el colega de Choudary. Del mismo modo, las fronteras son anatema, tal como declaró el Profeta y repiten los vídeos del Estado Islámico. El califa debe hacer la yihad al menos una vez al año.
El sistema internacional moderno, nacido en 1648 del Tratado de Paz de Westfalia, se basa en que cada Estado reconozca las fronteras, aun a regañadientes. Para el Estado Islámico, ese reconocimiento es un suicidio ideológico. Otros grupos islamistas, como los Hermanos Musulmanes y Hamás, han sucumbido a los halagos de la democracia y la posibilidad de una invitación a formar parte de la comunidad de naciones, incluso con un sitio en la ONU. La negociación y las concesiones también les han sido útiles en ocasiones a los talibanes.
Las ambiciones del Estado Islámico y sus planes estratégicos eran evidentes en sus declaraciones y en las redes sociales ya en 2011, cuando no era más que uno de tantos grupos terroristas en Siria e Irak y todavía no había cometido atrocidades en masa. Si hubiéramos identificado desde el principio sus intenciones, y comprendido que el vacío de poder en Siria e Irak les daría un amplio margen de actuación, habríamos podido, por lo menos, presionar a Irak para que llegara a acuerdos con la minoría suní y reforzara su frontera con Siria. Eso al menos habría evitado el efecto multiplicador y propagandístico de la declaración del califato. Sin embargo, hace poco más de un año, Obama declaró a The New Yorker que, en su opinión, el EI era el socio débil de Al Qaeda. “Si un equipo filial se pone la camiseta de los Lakers, eso no les convierte en Kobe Bryant”, dijo. El no haber detectado la división entre el Estado Islámico y Al Qaeda ni sus divergencias ha llevado a decisiones peligrosas. Por ejemplo, los intentos por parte de Washington de que Al Maqdisi, líder de Al Qaeda, intercediera ante Turki al Binali, antiguo discípulo suyo y hoy ideólogo del Estado Islámico, para salvar la vida de Peter Kassig. El cooperante fue decapitado en noviembre. Su muerte fue una tragedia, pero más trágico habría sido el éxito del plan. Una reconciliación entre Al Maqdisi y Al Binali habría empezado a acercar a las dos principales organizaciones yihadistas del mundo.
Occidente se enfrenta ahora al Estado Islámico a través de los kurdos y los iraquíes en el campo de batalla y mediante ataques aéreos. Estas estrategias no han desplazado al EI de todas sus posesiones territoriales, aunque sí han impedido el ataque a Bagdad y Erbil y las matanzas de chiíes y kurdos en las dos ciudades. Algunos observadores han pedido una intervención directa, con el despliegue de decenas de miles de soldados estadounidenses. No conviene desechar estos llamamientos demasiado deprisa: se trata de una organización declaradamente genocida que comete atrocidades diarias en el territorio bajo su control.
Una forma de deshacer el embrujo que el Estado Islámico ejerce sobre sus seguidores sería dominarlo militarmente y ocupar los territorios de Siria e Irak que hoy se encuentran bajo su poder. Al Qaeda es imposible de erradicar porque puede sobrevivir como las cucarachas, bajo tierra. El Estado Islámico, no. Si pierde el territorio, dejará de ser un califato. Los califatos no pueden existir como movimientos clandestinos, porque la autoridad territorial es un requisito indispensable: si se les arrebata, los juramentos de lealtad dejarán de ser vinculantes. Los antiguos fieles podrían seguir atacando a Occidente y decapitando a los enemigos por su cuenta, desde luego. Pero el valor propagandístico del califato desaparecería, y con él, el supuesto deber religioso de viajar allí para ponerse a su servicio.
Sin embargo, los peligros que supone una escalada del conflicto son inmensos. El mayor partidario de una invasión estadounidense es el propio Estado Islámico. Es evidente que los vídeos en los que un verdugo encapuchado se dirige a Obama por su nombre pretenden arrastrar a Estados Unidos a la lucha. Una invasión sería una gran victoria propagandística para los yihadistas de todo el mundo y ayudaría a reclutar más gente. Además, Washington se resiste porque es consciente de los malos resultados que ha cosechado en campañas anteriores. Al fin y al cabo, el ascenso del Estado Islámico se produjo porque la ocupación norteamericana creó un espacio para Al Zarqawi y sus seguidores. ¿Quién sabe qué consecuencias tendría otro fracaso?
Dado todo lo que se sabe del Estado Islámico, seguir desangrándolo poco a poco, con ataques aéreos y guerras con terceros, parece la menos mala de las opciones militares. Ni los kurdos ni los chiíes van a poder controlar todo el territorio suní en Siria e Irak; allí les odian, y en cualquier caso no tienen ganas de una aventura de ese tipo. Pero lo que sí pueden hacer es impedir que el Estado Islámico cumpla su deber de expandirse. Sin conseguir ese objetivo, el califato no será el Estado conquistador del profeta Mahoma, sino otro Gobierno más de Oriente Próximo incapaz de llevar la prosperidad a su pueblo.
El coste humano de la existencia del Estado Islámico es terrible. Pero la amenaza que representa para Estados Unidos es menor que Al Qaeda. El núcleo de este último grupo está obsesionado con el “enemigo lejano” (Occidente). Pero en general lo que interesa a los yihadistas es su entorno. El Estado Islámico ve enemigos en todas partes y, aunque sus dirigentes aborrecen a Estados Unidos, la aplicación de la sharía en el califato y la expansión a las regiones vecinas son sus prioridades.
Los combatientes extranjeros (con sus esposas e hijos) viajan al califato con billetes de ida: quieren vivir bajo la auténtica sharía, y muchos desean ser mártires. Algunos lobos solitarios que apoyan el Estado Islámico han atacado objetivos occidentales, y habrá más atentados. Pero los terroristas, en su mayoría, son aficionados frustrados, que no han podido viajar al califato porque les han confiscado el pasaporte. Aunque el Estado Islámico celebre estos atentados, todavía no ha planeado ni financiado ninguno. (El ataque contra Charlie Hebdo, en enero en París, fue fundamentalmente una operación de Al Qaeda).
Contenido de forma adecuada, lo más probable es que el Estado Islámico se busque su propia ruina. Ningún país es aliado suyo. El territorio que controla, aunque vasto, está deshabitado en su mayor parte y es muy pobre. A medida que deje de expandirse o incluso se reduzca, su afirmación de que es el instrumento de la voluntad divina y el agente del Apocalipsis perderá fuerza y llegarán menos creyentes. Y cuando se filtren cada vez más informaciones sobre la mísera situación interna, otros movimientos islamistas radicales sufrirán el descrédito: nadie se ha esforzado tanto en implantar estrictamente la sharía por medios violentos. Y este es el resultado. No obstante, es poco probable que la muerte del Estado Islámico sea rápida.
V. Disuasión
Sería fácil, incluso exculpatorio, decir que el problema del Estado Islámico es “un problema con el islam”. Sin embargo, limitarse a acusar al califato de antiislámico puede ser contraproducente, sobre todo si quienes reciben el mensaje han leído los textos sagrados y han visto que muchas de las prácticas del califato quedan refrendadas en ellos.
Los musulmanes pueden alegar que ni la esclavitud ni la crucifixión son hoy legítimas. Muchos lo dicen. Pero no pueden condenar la esclavitud ni la crucifixión sin contradecir al Corán y el ejemplo del Profeta.
La ideología del Estado Islámico ejerce una poderosa influencia sobre cierto sector de la población. Musa Cerantonio y los salafistas de Londres son inasequibles al desaliento: ninguna pregunta les hace titubear. Hasta es posible pasarlo bien con ellos, y eso es lo que da más miedo. Al reseñar Mein Kampf en marzo de 1940, George Orwell confesó que no había podido “nunca sentir antipatía por Hitler”; algo en él que despertaba la compasión por el perdedor, incluso aunque sus objetivos fueran cobardes u odiosos. “Si estuviera matando un ratón, sabría hacer creer que era un dragón”.
Con los partidarios del Estado Islámico sucede algo parecido. Creen que están involucrados en unas luchas que rebasan con mucho sus propias vidas, y que el mero hecho de participar en ese drama, y en el bando de los justos, es un privilegio y un placer.
Que el Estado Islámico considere como dogma el cumplimiento de profecías define el ánimo de nuestro rival. No hay que menospreciar su atractivo intelectual y religioso. Se puede recurrir a herramientas ideológicas para hacer ver a los conversos potenciales que el mensaje del grupo es falso. Y las herramientas militares pueden limitar sus horrores. Poco más puede hacerse ante una organización tan inmune a la persuasión como esta. Y la guerra posiblemente será larga, aunque no dure hasta el fin de los tiempos.
© 2015 ‘The Atlantic’. Publicado en ‘The Atlantic’. Distributed by Tribune Content Agency, LLC. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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