Fermín Herrero
Es la cellisca, su rigor de algún modo
cercano a mis despojos, contiguo al ascua que imprimieron
en la memoria los deseos, sus cicatrices.
Los perros ladran desde lejos mientras las manos
se marean al voltear las campanas, los ojos
en picado se posan sobre sus pechos imprecisos.
Es la cellisca. Nunca llevaba abrigo ni coleta,
buscaba entre los copos, sutilmente,
la razón del desorden, de su reino
cerrado a mis desvelos, todo perfil
en la mirada imperativa, en la pequeñez
de los juegos que ella despreciaba. Y luego
la vergüenza, los nervios farfullando la epístola
a los corintios, sus vaqueros ceñidos que evocaban
el cine, el resplandor de las ciudades
frente a la mezquindad beata de los cirios.
O en los veranos posteriores, en puridad su cuerpo,
aquellos libros suyos que hojeaba con devoción,
los poemas herméticos de pronto, palabras
libres como su pelo sobre la bicicleta
cuando me la pedía prestada y sonreía. Sólo
la nieve con nosotros, su cómplice caricia,
y, después del dolor, la certeza de un reino semejante
que nunca compartimos a manos llenas
porque era demasiado tarde cuando quisimos
desarmarnos de una vez por todas.
—Los perros ladran al atardecer—
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