El mundo árabe y el nuevo desorden mundial
Santiago Alba Rico *
El número de septiembre de la prestigiosa revista francesa Esprit aborda el detallado análisis de lo que llama de manera elocuente “nuevo desorden mundial”. Se podrán compartir o no acercamientos concretos a algunos conflictos regionales, pero es difícil negar los dos presupuestos que, a juicio de los colaboradores de la publicación, explican este “desorden” cuya expresión más evidente son la situación de Ukrania y la del Próximo Oriente. Esos dos presupuestos son 1) la decadencia rapidísima de la hegemonía estadounidense (y, desde luego, europea), que habría durado apenas una generación (1989-2003) y que no habría sobrevivido al aventurerismo criminal de Bush en Iraq, y 2) la incapacidad de las llamadas potencias emergentes (en torno al grupo BRICS) para ofrecer alternativas, tanto en el plano -digamos- civilizatorio como en el puramente pragmático de la resolución global de conflictos. La globalización económica, cuyas “crisis” muy destructivas para las poblaciones han obligado, en todo caso, a acuerdos y negociaciones entre Estados capitalistas, no ha ido acompañada de una globalización política capaz de evitar o amortiguar los conflictos, ni siquiera de manera ‘injusta’, como ocurría bajo el fenecido sistema de bloques en el siglo pasado.
Entre la “decadencia” estadounidense y la falta de alternativas, ningún acontecimiento ha acelerado y revelado mejor ambos procesos que las fracasadas revoluciones árabes y el surgimiento desde su seno -el de su fracaso- del Estado Islámico, una “organización militar” y no sólo “terrorista” -por recordar las declaraciones recientes de un responsable del Pentágono- que no cuenta con el patrocinio o apoyo de ningún Estado, que básicamente se autofinancia y que se ha hecho fuerte justamente allí donde la ausencia de Estado (resultado de invasiones extranjeras o dictaduras criminales) acelera la fermentación de sangrientos impulsos de inmediatez comunitaria.
En todo caso, la aceptación de estos dos presupuestos muy ajustados -a mi juicio- a la realidad excluye de cualquier análisis geopolítico sensato tanto a los que, desde la derecha, siguen justificando y alentando el papel “humanitario” y “estabilizador” de los EEUU contra los “Estados canallas” como a los que, desde la izquierda, siguen leyendo ‘cada’ situación como el resultado de un plan de los EEUU, y frente a ese plan siempre victorioso, ven en Rusia, China o Irán (¡o en la Siria de Bachar Al-Asad!) un potencial más desinteresado o más emancipatorio.
Como digo, las revoluciones árabes que comenzaron en Túnez en 2011 han revelado y acelerado la decadencia imperial de EEUU y nada lo prueba mejor que los casos de Libia y de Iraq-Siria.
Hace unos días el eurodiputado de Podemos Pablo Iglesias hacía una valiente, imponente y casi refrescante denuncia en el parlamento de Bruselas para recordar con razón que, desde el año 2000 y hasta marzo de 2011, Gadafi fue “nuestro hijo de puta” en la región (contratos petroleros, política migratoria, venta de armas) y que, si luego se aprobó en el Consejo de Seguridad de la ONU la resolución 1973 que abrió paso a los bombardeos de la OTAN, no fue, desde luego, para proteger a una población hasta ese momento abandonada a su suerte. Pero habría que añadir enseguida que la participación de EEUU en esa aventura fue más bien distante y rezongona, que el papel más activo lo asumió Francia y que allí, junto al pragmatismo petrolero, había razones políticas ‘nacionales’ relacionadas sin duda con el financiamiento electoral del expresidente Sarkozy. También hay que recordar que Rusia y China, al igual que la UE y EEUU, tenían contratos petroleros con Gadafi y que no se opusieron a la resolución 1973: su asbtención, cuando podían haber utilizado el veto, era una forma de autorizar la intervención desmarcándose cautelosamente de sus inciertos efectos. Nadie, pues, defendió a Gadafi, pero nadie defendió tampoco al pueblo que se había rebelado contra él (ni al que presuntamente apoyaba al dictador). La intervención precipitada de la OTAN, espoleada por Francia, tenía como objetivo -aparte de la liquidación física de Gadafi- la evitación de que fueran los propios rebeldes los que derrocaran la dictadura (como explica el gran historiador anti-imperialista Vijay Prashad). De hecho, el plan occidental consistía en dar continuidad al régimen a través de un Consejo Nacional Libio, compuesto sobre todo de desertores ‘liberales’, que mantuviese los acuerdos energéticos y migratorios con la UE.
Ese plan ha fracasado, y no sólo porque Libia ha visto reducida su produccion de petróleo en un 90%, sino porque la llamada “somalización” del país deja poco margen de intervención a los EEUU (y de la UE). Hoy casi nadie se ocupa de Libia, pero cuando se hace es para zanjar sumariamente el “caos” reinante como resultado de un conflicto entre “liberales” e “islamistas”. La realidad es mucho más rica y, si se quiere, más inquietante. Como sabemos ahora mismo hay dos gobiernos en Libia. Uno con sede en Toubrouk, a 1.600 km al este de la capital, encabezado por Abdala Athani, que atribuye su legitimidad electoral a las elecciones del mes de junio y que en realidad se apoya en el oscuro coronel Haftar que, el pasado mes de mayo, dio un golpe de Estado -en la linea de Sisi en Egipto- contra los Hermanos Musulmanes. Haftar, desertor del ejército de Gadafi en los años 70, se formó luego en EEUU, pero su retórica “nacionalista” y “anti-islamista” ha atraído asimismo a partidarios del antiguo régimen. Este gobierno, el llamado “liberal”, es apoyado por Arabia Saudí, Egipto y los Emiratos (que, según denunció la administración Obama, bombardearon territorio libio en agosto).
El gobierno instalado en Trípoli, el denominado “islamista”, presidido por Omar Al Hasi, nace en realidad de la operación ‘Amanecer de Libia’ que, en nombre de la ‘revolución’, desencadenó contra Haftar la milicia de Misrata, la más poderosa sin duda de todas las que se combaten en el país. Esta operación, que tácticamente apoyó en Benghasi a los islamistas radicales de Ansar Acharia, se alejó luego de ellos para formar un gobierno que, por razones comerciales e históricas, está claramente dominado por los Hermanos Musulmanes y su partido Justicia y Construcción, cuyo líder, Mohamed Sawan, es natural de Misrata. Tercera ciudad del país, Misrata no sólo cuenta con el prestigio de sus “mártires” sino con su actividad comercial -en torno al puerto- y sus lazos económicos y políticos con Qatar y Turquía, países que apoyan al Congreso General Nacional de Trípoli (ver, por ejemplo, este enlace).
Libia, por tanto, se ha convertido en otro campo de batalla de la guerra regional entre la alianza Arabia Saudí/Egipto y los Hermanos Musulmanes (apoyados por Turquía y Qatar). EEUU (y la UE) han ido siempre a remolque sobre el terreno y tienen dificultades incluso para tomar partido. Lejos de ser dueños de la situación, puede decirse que el concretísimo caos libio, con sus relaciones de fuerza internas, es la prueba evidente de que los que bombardearon y mataron a Gadafi han quedado -por el momento- bastante fuera de juego.
En el caso de Siria e Iraq, sucede lo mismo, salvo porque allí el juego -un juego que ya no dominan- les obliga a intervenir militarmente de nuevo. La calculada timidez del apoyo estadounidense a la revolución siria contra Bachar Al-Asad, incluso tras el uso de armas químicas en Ghouta (casus belli ideal para una intervención que nunca se quiso), contrasta sin duda con la celeridad con que la administración Obama aprueba hoy el envío de armamento a los kurdos y a los rebeldes que antes ignoró y que combaten también contra el EI. Y, por supuesto, contrasta con la diligencia de los nuevos bombardeos de Iraq, pactados con todas las potencias de la zona, incluidos Siria e Irán (con la excepción de la renuente Turquía). EEUU no apoyó a los sirios que protestaban contra la dictadura, pues trataba de debilitar el régimen de Damasco sin derribarlo, y el resultado es el EI y el apocalipsis regional. Su complicidad en la “gran conspiración” contra las revoluciones árabes no sólo le obliga hoy a negociar con sus enemigos en condiciones menos favorables sino a involucrarse militarmente en una aventura que acelerará su pérdida de protagonismo e influencia en la región.
Si en Siria el responsable directo de la irrupción del EI es Bachar Al-Asad (y Obama el responsable indirecto), el responsable directo de todo lo que ocurre en Iraq es sin duda EEUU: los cientos de miles de muertos, la destrucción del Estado y sus infraestructuras básicas, la guerra sectaria, la entrada en el país de Al-Qaeda y después del EI. En cuanto al responsable indirecto es sin duda Irán. Pero nada va a solucionar Obama con bombardeos sobre posiciones yihadistas. Todo lo contrario. Como he escrito otras veces, a falta de democracia (que nadie quiere para la zona), las intervenciones imperialistas y las dictaduras alimentan y legitiman los movimientos islamistas radicales. Imperialismos, dictaduras y yihadismos son las fuerzas del pasado contra las que se levantaron hace tres años los pueblos de la región. El mundo árabe vuelve a estar gobernado por fuerzas que en realidad están muertas; es decir, por zombis que se apoyan entre sí, mientras se alimentan de los vivos, y que, por muy muertos que estén, pueden seguir gobernando durante años o incluso siglos toda la zona -si no triunfa la revolución de los pueblos que todos, a derecha e izquierda, abandonaron en 2011-.
Entre tanto, no estaría mal que saliésemos a las calles a manifestarnos al mismo tiempo en favor de los sirios e iraquíes que quieren democracia, dignidad y justicia social y en contra de los bombardeos estadounidenses. Frente al EI -da la impresión- la beligerancia anti-imperialista de los que apoyaban a Gadafi y hoy apoyan a Damasco, Teherán y Moscú ha bajado muchos grados. En cuanto a los que atizan la islamofobia y la confrontación de culturas y reclaman más y más bombardeos, más OTAN y más guerra anti-terrorista, son en realidad los padrinos de los yihadistas que dicen combatir.
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