miércoles, 22 de octubre de 2014

PRENSA CULTURAL. "Octubre Modiano". Antonio Muñoz Molina

   En "Babelia":

Octubre Modiano

Empieza uno a leer un libro del francés y cuando sale a la calle va entre absorto y atento


Madrid no es París, pero la percepción interior de la ciudad puede parecerse mucho, sobre todo si uno está leyendo a Modiano. / BERNARDO PÉREZ
Patrick Modiano es un escritor contagioso. No es posible leerlo sin transfigurarse un poco en un personaje suyo. Empieza uno a leer una novela de Patrick Modiano y cuando sale a la calle ya nota que va entre muy absorto y muy atento, percibiéndolo todo a su alrededor y al mismo tiempo echando en falta lo que ya no existe, fijándose en los desconocidos y en las desconocidas que pasan y en los nombres de las tiendas, en todo eso que uno de sus personajes llama “puntos fijos”, elementos de referencia que le permitan a uno mantenerse orientado en el plano de la ciudad y en los otros planos simultáneos o sucesivos del tiempo. Uno va por la calle, en este octubre atlántico de Madrid, con una novela de Modiano en el bolsillo, y se parece al muy probable narrador de esa misma novela, que quizá llevará un libro de título raro comprado en un puesto de segunda mano o un cuaderno en el que vaya apuntándolo todo: nombres de calles de París que muchas veces aluden a ciudades o a países extranjeros, direcciones de personas o de negocios tomadas de los anuncios por palabras, nombres de cines, de cafés, de tiendas, de librerías, números de teléfono.

El París de Patrick Modiano, como el Dublín de Joyce, es una ciudad literal y la metáfora de un estado de espíritu
Los libros de Patrick Modiano son tan breves que pueden llevarse sin dificultad en el bolsillo de la chaqueta. Son novelas en las que sumergirse y guías exactas para caminar por una gran ciudad en la que llegar en línea recta al punto de destino es mucho menos interesante que tomar atajos inesperados o dar grandes rodeos que pueden terminar en parajes desconocidos, calles que parecerán de una capital de provincias o de una ciudad en otro continente, o lugares del pasado. En las novelas de Modiano las caminatas siempre tienen lugar en París, pero eso no impide que le sirvan también a uno como guías prácticas para sus itinerarios por la ciudad donde vive. El París de Modiano, como el Dublín de Joyce, es una ciudad literal y la metáfora de un estado de espíritu. Voy en el metro leyendo En el café de la juventud perdida. Un narrador dice que el otoño le parece la estación de las promesas, no el anuncio del invierno, sino el limpio principio de algo, de una vida nueva, como esos días de principio de curso en los que se mezcla el olor de la lluvia con el de los cuadernos y los lápices recién adquiridos. Llego a mi estación, cierro el libro, lo guardo en el bolsillo, y al emerger de las escaleras salgo a una mañana que es de Madrid y al mismo tiempo del París de la novela: las gabardinas, el frío húmedo, las rachas de lluvia, las grandes nubes viajeras atravesando el cielo. Madrid no es París, pero la percepción interior de la ciudad puede parecerse mucho, sobre todo si se lleva unos días leyendo a Modiano, y si uno, inevitablemente, ha empezado a parecerse a uno cualquiera de sus narradores, tan semejantes todos entre sí, y de manera sutil tan distintos, como esas voces que se suceden en En el café de la juventud perdida, voces de hombres y mujeres, de vivos y de muertos, unidas por el hilo de una música muy semejante y sin embargo dotadas cada una de su inflexión singular, dueñas de una parte limitada, un fragmento de historia que solo existe completa en la imaginación del lector: completa porque tiene un principio y tiene un fin, pero llena de espacios en blanco, de zonas de incertidumbre y oscuridad. En un libro de Modiano, sea de ficción, de recuerdo explícito o de indagación sobre hechos reales, no hay presencia que no sea insegura y fragmentaria, y el contorno de cada una de ellas está definido por el contraste con el número siempre mayor y siempre creciente de las ausencias. Los aparecidos y los desaparecidos pueblan su literatura, y la ciudad por la que se mueven está igualmente hecha de lugares reales y visibles y de otros que ya no existen.
Ha dicho Modiano que si hubiera vivido en el siglo XIX, sus novelas habrían tratado de personajes y de cosas más sólidas. Pero el tiempo de su vida, ya desde antes de su nacimiento, ha sido el de las desapariciones y las demoliciones, una época en la que la palabra desaparecido dejó de ser un adjetivo para convertirse en sustantivo; en la que las guerras adquirieron la suficiente fuerza destructiva para que ciudades enteras pudieran desaparecer de la noche a la mañana. Para mí la cima y la síntesis de la literatura de Patrick Modiano es Dora Bruder: no una novela, sino el relato de una búsqueda real, condenada a no concluirse nunca, porque es una tentativa de restituir la biografía de alguien que es poco más que un nombre en el catálogo inmenso de los perseguidos, los desaparecidos, los eliminados sin rastro. El narrador, Modiano mismo, busca una vez más algo, sigue el rastro inseguro de alguien, recorre calles, comprueba direcciones, indaga en viejas guías de teléfonos y en archivos de periódicos, se deja llevar por sus pasos hacia lugares periféricos de París en los que el recuerdo de su niñez linda como una frontera junto al gran vacío del tiempo anterior a los primeros recuerdos y a la propia vida.
La ficción nos permite seleccionar rasgos significativos o rellenar los espacios en blanco con invenciones plausibles: en Dora Bruder, que trata de la persona real que llevó ese nombre en París, en los peores años de la Ocupación, una adolescente judía de cuya existencia Modiano se enteró por azar, los límites de lo que se cuenta coinciden exactamente con los de lo que se sabe, y lo irreparable del desconocimiento y la velocidad del olvido son injurias casi tan tristes como el crimen en sí, uno entre millones, rescatado del anonimato por el deseo de conocimiento y restitución que es el impulso más noble de la literatura.
Tenía en una pila de libros pendientes La hierba de las noches y lo he leído en dos días. Pero las novelas de Modiano se leen tan rápido y son tan adictivas que he vuelto de inmediato a En el café de la juventud perdida. Tienen una longitud muy parecida a las de Simenon: una inmersión rápida y poderosa, un suspenso demorado pero con límites muy estrictos, un final al que uno va acercándose con una sensación a la vez de alarma y de deslumbramiento. El formato de los libros de bolsillo franceses es tan ideal para la lectura de Modiano como para la de Simenon. Van contigo, livianos y flexibles, dóciles y sin peso para las grandes caminatas, para el asiento del metro o del café, o para la holgazanería lectora en el sofá. Lee uno a Modiano y por contagio de su escritura se le acentúan las resonancias del pasado y se vuelve más atento a la percepción del presente. Esa voz interior de cada novela suena muy familiar porque se parece a la de otras novelas anteriores de Modiano, pero sobre todo se parece a la tuya. Eres tú quien va por la ciudad, quien observa, quien extraña, quien imagina, quien vive en varios tiempos a la vez, quien nunca se cansa de andar.

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