Agota Kristof
La llegada a casa de la abuela
Venimos
de la ciudad. Hemos viajado toda la noche. Nuestra madre tiene los ojos rojos.
Lleva una caja de cartón grande, y nosotros dos una maleta pequeña cada uno con
su ropa, y además el diccionario grande de nuestro padre, que nos vamos pasando
cuando tenemos los brazos cansados.
Andamos
mucho rato. La casa de la abuela está lejos de la estación, en la otra punta
del pueblo. Aquí no hay tranvía, ni autobús, ni coches. Sólo circulan algunos camiones
militares.
Los
caminantes son poco numerosos, el pueblo está silencioso. Se oye el ruido de
nuestros pasos. Caminamos sin hablar, nuestra madre en medio, entre nosotros
dos.
Ante la
puerta del jardín de la abuela, nuestra madre dice:
—Esperadme
aquí.
Esperamos
un poco y después entramos en el jardín, rodeamos la casa, nos agachamos debajo
de una ventana, de donde vienen las voces. La voz de nuestra madre dice:
—Ya no
tenemos nada que comer en casa, ni pan, ni carne, ni verduras, ni leche. Nada.
No puedo alimentarlos.
Otra
voz dice:
—Y
claro, te has acordado de mí. Durante diez años no te has acordado. No has
venido ni has escrito.
Nuestra
madre dice:
—Sabes
muy bien por qué. Yo quería a mi padre.
La otra
voz dice:
—Sí, y
ahora te acuerdas de que también tienes una madre. Llegas y me pides que te
ayude.
Nuestra
madre dice:
—No te
pido nada para mí. Sólo me gustaría que mis hijos sobreviviesen a esta guerra.
Bombardean la ciudad día y noche, y no hay nada que comer. Evacúan a los niños
al campo, a casa de parientes o de extraños, a cualquier sitio.
La otra
voz dice:
—Sólo
tenías que enviarlos a casa de algún extraño, a cualquier sitio.
Nuestra
madre dice:
—Son
tus nietos.
—¿Mis
nietos? Ni siquiera los conozco. ¿Cuántos son?
—Dos.
Dos chicos. Unos gemelos.
La otra
voz dice:
—¿Qué
has hecho con los otros?
Nuestra
madre pregunta:
—¿Qué
otros?
—Las
perras tienen cuatro o cinco cachorros cada vez. Se guardan uno o dos y los
demás se ahogan.
La otra
voz se ríe muy fuerte. Nuestra madre no dice nada y la otra voz pregunta:
—¿Tienen
padre, al menos? No estás casada, que yo sepa. No me has invitado a tu boda.
—Sí que
estoy casada. Su padre está en el frente. No tengo noticias de él desde hace
seis meses.
—Entonces
ya puedes ponerle una cruz.
La otra
voz ríe de nuevo, nuestra madre llora. Nosotros volvemos a la puerta del
jardín.
Nuestra
madre sale de la casa con una vieja.
Nuestra
madre nos dice:
—Ésta
es vuestra abuela. Os quedaréis con ella un tiempo, hasta que acabe la guerra.
Nuestra
abuela dice:
—Puede
ser mucho tiempo. Pero yo les haré trabajar, no te preocupes. La comida no es
gratis aquí tampoco.
Nuestra
madre dice:
—Os
mandaré dinero. En las maletas tenéis vuestra ropa. Y en la caja, sábanas y
mantas. Sed buenos, pequeños. Os escribiré.
Nos
besa y se va llorando.
La
abuela se ríe muy fuerte y dice:
—¡Sábanas
y mantas! ¡Camisas blancas y zapatitos de charol! ¡Ya os enseñaré yo a vivir,
ya veréis!
Le
sacamos la lengua a nuestra abuela. Ella se ríe más fuerte aún, dándose
palmadas en los muslos.
La casa
de la abuela está a cinco minutos andando de las últimas casas del pueblo.
Después ya no queda más que la carretera polvorienta, pronto cortada por una
barrera. Está prohibido ir más lejos, un soldado monta guardia allí. Tiene una
metralleta y unos prismáticos, y cuando llueve se mete dentro de una garita.
Sabemos que más allá de la barrera, oculta entre los árboles, hay una base
militar secreta, y detrás de la base la frontera y otro país.
La casa
de la abuela está rodeada por un jardín al fondo del cual corre un río, y
después el bosque.
En el
jardín tiene plantadas todo tipo de verduras y árboles frutales. En un rincón
hay una conejera, un gallinero, una pocilga y una caseta para las cabras. Hemos
intentado subirnos al lomo del cerdo más gordo de todos, pero es imposible
permanecer encima.
La
abuela vende las verduras, las frutas, los conejos, los patos y los pollos en
el mercado, así como los huevos de las gallinas y patas y quesos de cabra. Los
cerdos los vende al carnicero, que le paga con dinero, pero también con jamones
y salchichones ahumados.
También
hay un perro para cazar a los ladrones y un gato para cazar ratas y ratones. No
hay que darle de comer, para que tenga hambre siempre.
La
abuela posee también una viña al otro lado de la carretera.
Se
entra en la casa por la cocina, que es grande y está caliente. El fuego está
encendido todo el día en el hogar de leña. Junto a la ventana hay una enorme
mesa y un banco de rincón. En ese banco dormimos nosotros.
Desde
la cocina, una puerta lleva a la habitación de la abuela, que siempre está
cerrada con llave. Sólo la abuela entra allí por las noches, a dormir.
Existe
otra habitación donde se puede entrar sin pasar por la cocina, directamente
desde el jardín. Esa habitación está ocupada por un oficial extranjero. La
puerta también está cerrada siempre con llave.
Bajo la
casa hay una bodega llena de cosas de comer y, debajo del tejado, un desván
donde la abuela ya no sube desde que le serramos la escalera y se hizo daño al
caer. La entrada del desván está justo encima de la puerta del oficial, y
nosotros subimos con la ayuda de una cuerda. Allí es donde guardamos el
cuaderno de las redacciones, el diccionario de nuestro padre y los demás
objetos que nos vemos obligados a esconder.
Pronto
nos fabricamos una llave que abre todas las puertas y hacemos unos agujeros en
el suelo del desván. Gracias a la llave podemos circular libremente por la casa
cuando no hay nadie en ella, y gracias a los agujeros, podemos observar a la
abuela y al oficial en sus habitaciones sin que ellos se den cuenta.
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