En "El País":
La delgada línea
García Márquez sintetizaba un trayecto que une a Miguel de Cervantes, el barroco y el modernismo de Rubén Darío, y también la ulterior aplicación de las vanguardias
La grandeza de Gabriel García Márquez debe ubicarse a partir de la magnitud de la literatura en lengua española. Al reinventar los usos de ésta y al renovarlos mediante su poder imaginativo, García Márquez sintetizaba un trayecto que une a Miguel de Cervantes, el barroco y el modernismo de Rubén Darío, y desde luego la ulterior aplicación de las vanguardias.
Cuando comienza a escribir a partir de la segunda posguerra, el escritor colombiano pudo agregar a su impulso creativo la novelística de Faulkner o Hemingway, y el ejemplo del periodismo en lengua inglesa, sus lecciones en torno de la exactitud informativa y el esmero estilístico donde el drama humano concentra la atención de quien escribe y quien lee.
Con aquellas influencias u otras, por ejemplo, El doble de Dostoievski o El gran Meaulnes de Fournier (que gustaba citar por sus connotaciones de aventura, libertad y deseo en pugna entre el sujeto y el mundo), García Márquez fundó no sólo una obra magistral, sino que consolidó un programa personal de escribir que ayudó a transformar por completo el modo como debía observarse la realidad latinoamericana, su historia, su cultura, su cotidianidad, sus adaptaciones lingüísticas: lo que Arturo Uslar Pietri llamó “realismo mágico” y Alejo Carpentier “realismo maravilloso”.
Para lograr una adecuada completitud de tal gesta sintética, García Márquez explayó su personalidad para encarnar un modelo de escritor que supo fundir el valor de la literatura con el del periodismo, en un momento comunicativo que, bajo la inercia anglosajona, se insistía en la especialización técnica y el distanciamiento entre ambas disciplinas. Desde el triunfo de su gesta, se supo que todo texto de buen periodismo constituye una pieza de la mejor literatura.
Cosmopolita, viajante, proclive a la experiencia vital y al gusto del reportero que dialoga con los demás para ahondar en su propia supervivencia, García Márquez careció del patetismo provinciano y la sensiblería localista, que vinculaba con el mal gusto. Por el contrario, supo convertir en relumbre universal su inmediatez cultural y el ámbito familiar de su natal Colombia.
Dada la asimetría histórica del continente americano desde su descubrimiento, conquista y coloniaje respecto de la evolución del Occidente europeo, América Latina fue vista como parte del exotismo, la promesa, la imaginación desbordada, el territorio de lo fantástico y lo imposible, de las contradicciones y los expolios de sus pobladores y recursos naturales.
García Márquez quiso devolverle a esa cosmovisión la dignidad de ser reescrita desde el punto de vista de este lado, en un juego imaginativo que ironizaba en torno de la prodigalidad y el dispendio. Sus libros registran el vaivén entre lo fáctico, las transformaciones ficticias y el pensar que se diluye en la risa o el sarcasmo, la ternura o la desolación. Consagrado por el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura en 1982, el triunfo de su programa literario que crece desde la espontaneidad y lo tentativo, donde los cuentos son cada uno novela en miniatura y las novelas cuentos expandidos, le llevó a la autocrítica de su escritura, y a una tarea que reformulara sus artificios imaginativos y su retórica (esas formas expresivas que atraen la adhesión del público) que había empleado hasta entonces en busca de un clasicismo ascendente. Fue un proceso de cuatro estancias novelísticas: Cien años de soledad (1967), El otoño del patriarca (1975), El amor en los tiempos del cólera (1985) y El general en su laberinto (1989). Alrededor de tal constelación, se acomodaron sus cuentos, crónicas, reportajes y guiones.
En 1991 renegó de Cien años de soledad, dijo algo más: la odiaba. La sentía una novela llena de trucos, y lamentaba que los críticos fueran incapaces de advertirlo, que solemnizaran y pusieran en sus lecturas más de lo que la novela decía. Juzgaba El otoño del patriarca como muy superior a Cien años de soledad, algo que a los críticos también se les había escapado, dijo.
El influjo de tal suspicacia obedecía menos a su voluntad de sacarse de encima las etiquetas académicas que disecaban su literatura y la reducían al producto de una especie de nuevo buen salvaje de las letras universales (algunas expresadas de buena fe, otras como diatribas), que a una admiración secreta en torno de la literatura verdadera: el efecto de conmoción en los lectores. Un distingo que identificó en La metamorfosis de Kafka y en Pedro Páramo de Rulfo. El deslumbramiento. Al final de su vida, García Márquez insistía en que sólo deseaba escribir libros para que lo amaran más sus amigos: quería compartir un fulgor, que consta en Noticia de un secuestro (1996), o Vivir para contarla (2002).
Como pocos escritores de la literatura universal que han sido clásicos en vida, García Márquez fue consciente de su grandeza y perdurabilidad, pero también de sus límites. Eso que alguna vez él llamó su enfermizo perfeccionismo. El anhelo de alcanzar en sus obras lo que leyó en Pedro Páramo: la tarea imposible de establecer de modo definitivo dónde está la línea de demarcación entre los vivos y los muertos. Hoy sabemos que logró esa síntesis suprema: el ser y estar más allá del tiempo.
Sergio González Rodríguez es ensayista y periodista. Ganó el premio Anagrama de Ensayo 2014 con su libro Campo de guerra.
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