Tower Bridge, el puente de las torres de Londres, en un dickensiano día de niebla y polución. / BARRY LEWIS
("el país")
La niebla como personaje
Tras el año de Dickens, las huellas del escritor que fijó la imagen de Londres siguen atrayendo a sus incondicionales
EUGENIA RICO 1 FEB 2013
Para aquellos que creen que la literatura no tiene el poder de transformar la realidad, les recomiendo visitar Londres, cuyo rostro no puede entenderse sin la obra de su más grande novelista. El año 2012 pasará a la historia como el de los Juegos Olímpicos, pero también como el año de Dickens. El novelista que mejor amó y odió el Londres victoriano y que acabó transformándolo con su pluma.
Igual que es difícil imaginarse unas Navidades sin Mister Scrooge y su inolvidable Cuento de Navidad, es difícil reconocer Londres sin Dickens. Y tampoco es posible imaginar mejor guía para cualquier escapada a la capital británica. Ya en vida de Dickens, sus contemporáneos afirmaban que era posible encontrarle en cualquier rincón de la ciudad, que es la verdadera protagonista de todas sus novelas, la ciudad a la que logró cambiarle el rostro de la miseria. Pues Dickens luchó contra el Londres de su infancia toda su vida.
Sin embargo, el autor de Grandes esperanzas ni siquiera nació aquí, sino en la vecina Portsmouth un 7 de febrero de 1812. Con dos años llegó a Londres, y la ciudad se convirtió en el escenario de su vida y su obra. Una ciudad maloliente donde los niños de la calle, como Oliver Twist, se jugaban la vida. Dickens, que en su infancia vivió en la cárcel con su padre, que estaba preso por deudas, fue toda su vida un campeón de los pobres, y con la escritura y el éxito de Oliver Twist consiguió que la Inglaterra victoriana se volcase en encontrar una solución para los niños abandonados y huérfanos que no tenían la suerte de ser personajes de un autor benevolente como él.
Nuestra visita comienza tomándonos una pinta en la Charles Dickens Coffee House, cerca del Covent Garden, en el 26 de Wellington Street, en la esquina con Tavistock Street. En este lugar estuvieron las oficinas de All the Year Round, la revista que Dickens fundó en 1859 y en la que trabajaría hasta su muerte en 1870. Charles incluso vivió aquí en un apartamento en 1860 tras separarse de su esposa, Catherine, hecho que fue un escándalo en su tiempo.
Mientras imaginamos la atmósfera del lugar en la época en la que la revista publicaba por entregas Historia de dos ciudades, podemos dejarnos invadir por los deliciosos olores de los buenos restaurantes de la zona, que contrastan con los del Londres victoriano donde cualquier desplazamiento era un atentado para el olfato, como describe Dickens en su irónico artículo Omnibuses, escrito para el Morning Chronicle y publicado el 26 de septiembre de 1834.
Por fortuna, nosotros podemos abordar uno de los famosos autobuses rojos de dos pisos, modernos dinosaurios que alegran el paisaje de Londres y que nos conducen al literario barrio de Bloomsbury, donde el Museo Dickens atesora cientos de objetos del escritor en una preciosa casa victoriana cercana al Museo Británico. Dickens vivió aquí entre 1837 y 1839 y aquí escribió algunas de sus obras. Los fantasmas de la pequeña Dorrit y de David Copperfield nos llevan de la mano mientras atravesamos las calles que huelen de pronto a cerveza fermentada. La propia niebla de Londres es un personaje dickensiano: adjetivo que rinde tributo al autor más famoso del siglo XIX. Se me ocurre que el mejor elogio que puede dar la posteridad a un escritor es que su nombre se convierta en un adjetivo. Dickensiana es la niebla en la que transitan física y moralmente los personajes de Charles Dickens mientras esperan obrar con rectitud y merecer el cielo del autor omnisciente. Dickensianos son los muelles del Támesis en los que los pilluelos luchan por un mendrugo de pan como lo hizo Oliver Twist y como no estuvo muy lejos de hacer el niño Charles.
La vida de Dickens podría llevarnos a través de todo Londres, pero nos lleva al Strand, escenario de algunas de sus novelas y el lugar donde todo comenzó. Aquí está la iglesia donde se casaron sus padres, y en el cercano Támesis encontramos el puente de Hungerford, cerca del cual estaba la fábrica en la que Dickens trabajó con 12 años, una experiencia que marcaría su vida y obra. Quizá nunca hubiera llegado a ser escritor si no fuera porque su penoso trabajo se desarrollaba, para su gran vergüenza, cerca de la ventana; la historia de la literatura tuvo la fortuna de que el padre de Dickens pasase por allí y viese a su hijo trabajando. Conmovido, decidió continuar con su educación. También cerca están los magníficos edificios de los Tribunales cuyo trabajo Charles satirizó en Casa desolada, una de sus mejores (aunque no de sus más populares) novelas.
Y todo terminó para él y termina para nosotros en la abadía de Westminster, donde no solo se han prodigado bodas reales, sino entierros de genios. Las volutas góticas son renglones que tratan de alcanzar el gris del cielo. Y Londres rinde tributo a las palabras de sus grandes hombres con el silencio de su claustro más ilustre. En el Poet’s Corner reposan los restos de Dickens y de otros eminentes hombres de letras como Geoffrey Chaucher, Thomas Hardy y Rudyard Kipling. Una muestra del respeto de los ingleses por su literatura. Al fin y al cabo, Pérez Galdós no hizo menos por Madrid que Dickens por Londres y su nombre y su obra han sido olvidados por los madrileños. Una nación que defiende su literatura es una nación que se reivindica a sí misma.
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