Edith Wharton
La mujer que soñaba
Edith Wharton, que usó hasta la muerte el apellido de su marido, fue una de las escritoras más libres de su época. Con el parapeto de su estado civil y la seguridad que proporcionan el dinero y el éxito, vivió como quiso y donde quiso.
MARTA RIVERA DE LA CRUZ
La vida de Edith Wharton, también sus novelas, está marcada por una traición: nacida en el seno de una adinerada familia neoyorquina, Edith tenía veinte años cuando su rico prometido la abandonó inesperadamente, después que se hubiera oficializado el noviazgo y fijado la fecha de la boda. Aquella ruptura provocó no solo una tormenta social en las mansiones de la Quinta Avenida: también supuso un severo revés para la futura escritora. Ya no era la joven heredera de los distinguidos Jones-Stevens Rhinelander, sino una muchacha abandonada por un buen partido. Su cotización en la escala social había bajado varios enteros.
El Nueva York de 1882 era una urbe distinta al actual Manhattan. No había rascacielos, aunque algunos edificios empezaban a elevarse por encima de los otros, y en los más privilegiados enclaves de la ciudad —de Gramercy Park a Washington Square— se alzaban hermosas mansiones neoclásicas. Ese era el mundo de Edith. De niña había recibido una educación muy particular: de los cuatro a los diez años vivió con sus padres en Europa, saltando de una ciudad a otra, de un palazzo en Venecia a un castillo en el Loira, de un cortijo en el campo andaluz a la mansión de un lord inglés. Como ella misma recordó en sus memorias, estaba rodeada constantemente de cosas hermosas. Aquella infancia nómada le sirvió sobre todo para aprender idiomas y buenos modales. En teoría, era cuanto necesitaba para sobrevivir en su mundo. Fue al volver a Nueva York cuando se aficionó a la lectura, y también cuando empezó a escribir cuentos y poemas que su familia celebraba como una gracia de la querida Edith. Unas chicas tocaban el piano, otras cantaban… Edith escribía.
Precisamente en la lectura y la escritura se refugió Edith tras sufrir la humillación del abandono. Cuando, en 1885, se casó con Edward Teddy Wharton —un muchacho perteneciente a una familia bostoniana con tanta tradición como escasos recursos— ya había decidido que la literatura era para ella una forma de vida. Edith era rica. Emprendió largos viajes y entró en contacto con los círculos culturales europeos. Sus textos empezaron a publicarse. Vio la luz su primer libro —un curioso volumen sobre decoración de interiores— y en 1889 publicó una colección de cuentos, a la que seguiría una novela —The Touchstone— y su primer gran éxito, The Valley of Decision.
Cuando tuvieron que admitir que Edith era una escritora, los miembros de su familia se escandalizaron: no la habían educado para que acabase siendo una vulgar chupatintas, y pensaron que su esposo debía tomar cartas en el asunto. Pero Teddy Wharton no estaba en condiciones de intervenir, ni en la vocación de Edith ni en nada. Sufría severos problemas mentales que le apartaban del mundo. Estaba claro que el suyo había sido un matrimonio de conveniencia: él había obtenido una fortuna; ella, la libertad que se le negaba a las mujeres solteras de buena cuna. Para Edith, un matrimonio infeliz fue el precio que tuvo que pagar para ser la escritora que quería y la mujer que soñaba.
Edith Wharton, que usó hasta la muerte el apellido de su marido, fue una de las escritoras más libres de su época. Con el parapeto de su estado civil y la seguridad que proporcionan el dinero y el éxito, vivió como quiso y donde quiso. Fue autora superventas, amiga de hombres, amante de quien quiso y hasta heroína declarada durante la Primera Guerra Mundial. Murió asegurando que había sido feliz. En sus memorias ni siquiera dedica una línea a la dolorosa ruptura que le dio la gran oportunidad de su vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario