José Antonio Ramírez Lozano
AVELLANAS
El viejo
que les daba a las ardillas
de comer en Hyde Park
bajaba cada día
con la misericordia del pan duro
y sus bolsillos llenos de avellanas.
Llegaba de Bushey, donde vivía
con una hija muda y su mujer,
bordadora de oficio que soñaba
cada noche de luna
con la resurrección horrible de la carne.
No
infundía sospecha.
Los viajeros del tren no suponían
su claro ministerio,
la deuda de la vida con su oficio,
su bienaventuranza.
Andaba sin
la urgencia
de la ambición. Se santiguaba
al entrar en el parque y sacudía
su bolsillo repleto de avellanas
lo mismo que una esquila,
ese ancestral reclamo con que el fruto
ese ancestral reclamo con que el fruto
convoca los impulsos
de las parvas criaturas.
Las
ardillas, solícitas,
acudían voraces a su encuentro
como un relente, un signo
de extraña confianza
con que la tierra le pagara así
su dulce mansedumbre.
Se sentaba
en el césped.
Se dejaba
registrar los bolsillos
en un gesto de entrega
y así pasaba la mañana, hecho
naturaleza viva, repartiendo
sus dones a las viejas
ardillas de Hyde Park sin nada a cambio.
La orfandad del asfalto,
la oscura deserción de las raíces,
hizo virtud de un gesto
tan tierno y cotidiano.
Dios
guarde a las ardillas muchos años
y nos conceda el fruto
con que ejercer nuestra misericordia.
Dios guarde un hombre puro entre los hombres
que baje cada día a Hyde Park
y sólo con un simple
puñado de avellanas salve al mundo
de su negro destino.
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