Juan Goytisolo
Amazonia verbal
Navegar por el río de palabra de 'La Casa Verde', de Vargas Llosa, es una incitante aventura
JUAN GOYTISOLO 2 MAR 2013
Durante la pasada década de los sesenta, la asombrosa creatividad juvenil de Mario Vargas Llosa nos deslumbró con tres obras maestras —La ciudad y los perros, La Casa Verde y Conversación en la Catedral—, cuyo impulso seminal hallamos ya en su anterior libro de relatos, Los jefes. Desde la fecha de su publicación no había vuelto a ellas y en un reciente repaso a mi biblioteca, al sostenerlas entre las manos, comprobé que mientras el argumento y personajes de la primera y tercera permanecían en mi memoria, los de La Casa Verde, debido sin duda a una precipitada y resbaladiza lectura, se habían desdibujado y apenas subsistía de ellos un puñado de imágenes. Dicho olvido me indujo a volcarme en sus páginas y, gracias a mi vocación de relector, he permanecido aferrado a ellas, con dosis de dos horas diarias, por espacio de tres semanas. Mi curiosidad retrospectiva se transformó en adicción.
Sería interesante repasar las reseñas de la novela aparecidas en la prensa en 1965 dejando de lado la magnífica carta de Cortázar tras su lectura del manuscrito. ¿Cómo despachar una obra de tal envergadura y exigencia en un par de cuartillas apresuradas, a sobrevuelo del libro? El universo mundo de La Casa Verde exige un sondeo profundo de su estructura concéntrica, organizada en torno a un conjunto de motivos circulares, llenos de antelaciones y saltos atrás. Como una piedra arrojada a la lumbre del agua, sus ondas se amplían y extienden en un radio cada vez mayor. El lector convertido en relector debe permanecer con los ojos bien abiertos: una ocasional distracción puede hacerle perder el enmarañado hilo narrativo. Tiempos y lugares se mezclan, y retrazar el argumento —un verdadero ovillo— requiere el incentivo y voluntad de, evocando a Borges, aunar el laberinto y el círculo. Con astucia sagaz, el autor pasa del presente de la acción al comentario posterior de lo acaecido interpolando diálogos correspondientes a tiempos distintos. Cambios de tiempo no de un capítulo a otro ni en las secuencias internas de un mismo capítulo, sino entre línea y línea. ¿Quién habla en el presente y quién lo rememora y apostilla? Si, como dijo Genet, la dificultad es la cortesía del autor con el lector, Vargas Llosa invita cortésmente a este a volver sobre sus pasos a fin de seguir la historia y recuperar el hilo perdido.
A los incesantes cambios de plano y enfoque que nos desestabilizan, La Casa Verde añade un reto aún mayor: el exótico festín de palabras, un auténtico torrente verbal que desborda y se expande como la voraz vegetación circundante del territorio descrito. La Amazonia de Vargas Llosa enfrenta al lector a docenas de voces y términos de las comunidades indígenas avasalladas por el progreso y fe religiosa del hombre blanco y cuyo significado deberá buscar, a menudo sin éxito, en un diccionario de americanismos. Los guardianes de la pureza castiza se verán desbordados por dicha exuberancia. A la lengua “cristiana” impuesta a los no bautizados de Santa María la Nieva y de los márgenes del río Marañón da cumplida réplica la riqueza expresiva de vocablos aguarunas denominativos de plantas, animales, objetos... De golpe, nos sentimos desamparados e indigentes ante el rico venero idiomático que fluye del libro y, melancólicamente, nos escurre entre los dedos.
La trama argumental de La Casa Verde oscila entre dos polos: el ya mencionado de Santa María de Nieva, y Piura. Entre el territorio selvático de la Misión y la ciudad polvorienta al pie de la cordillera andina en la que durante su adolescencia vivió el autor. Entre monjas, soldados y toda una gama de aventureros imantados por el comercio lucrativo del caucho, y los músicos, asiduos y “habitantas” del prostíbulo que da el título al libro. Si la novela se abre con la llegada de un grupo de niñas indígenas arrancadas de sus aldeas para ser catequizadas por las Madres, se cerrará con el regreso del sargento a Piura y su reencuentro con su ex mujer y sus camaradas, los inconquistables, en una serie de secuencias fragmentadas cuya clave debemos descifrar.
El lector-relector tiene que recomponer por su cuenta las vicisitudes de la construcción, al otro lado del río piurano, de la mítica Casa Verde, con su bar, gran salón de baile y torre con las habitaciones destinadas a las pupilas, y las de su controvertido incendio purificador tras las soflamas del Padre García contra aquel antro de perdición, mil veces merecedor del castigo divino. Los personajes —el arpista, el trío azotacalles de los inconquistables, la Chunga o Chunguita— aparecen, se esfuman y reaparecen conforme a una bien calculada acronía. Lituma, don Anselmo, Lalita, Fushía, don Aquilino, no nos son descritos como en las novelas convencionales (el vendaval de Faulkner ha pasado por allí). Descubrimos cómo y quiénes son de forma indirecta, por boca de sus pares. El prostíbulo, ya sea el anterior o posterior a la quema, es su punto de anclaje, y su silueta, desdibujada por el polvo, presidirá como un símbolo sus destinos a lo largo de las apretadas páginas del libro.
Bonifacia, la chiquilla aguaruna catequizada por las Madres, es la figura más bella y conmovedora de la novela. Su amarga historia cifra la pérdida de la inocencia, desde su salida de la Misión por haber devuelto a la libertad a las “paganitas” apriscadas en ella a su boda amañada con el sargento Lituma, al traslado con éste a Piura, su separación forzada por el encarcelamiento del marido, la violación por el trío de los inconquistables y su reaparición en el burdel con el apodo de la Selvática. Sin ninguna moraleja ni didactismo, Vargas Llosa pone al desnudo la misoginia y brutalidad de la violencia machista en un universo sin ley, sometido a la voluntad del más canalla o más fuerte.
Navegar por el río de palabra de La Casa Verde es una incitante aventura. El relector va de sorpresa en sorpresa, arrimándose a sus orillas para tomar aliento y recapitular acerca de lo leído antes de emprender una nueva etapa de su periplo. La ambición creadora del autor, difícilmente aprehensible en una somera lectura, se nos desvela entonces con nitidez. La reconstrucción del rompecabezas es tarea ardua pero cuya recompensa aguarda a quienes no se arredran ante la dificultad y apuestan por el triunfo final de la literatura.
Juan Goytisolo es escritor
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