Carlos Fuentes
María del Rosario Galván a Nicolás Valdivia
Vas a pensar mal de mí. Dirás que soy una mujer caprichosa. Y tendrás razón. Pero, ¿quién iba a imaginar que de la noche a la mañana las cosas cambiarían tan radicalmente? Ayer, al conocerte, te dije que en política no hay que dejar nada por escrito. Hoy, no tengo otra manera de comunicarme contigo. Eso te dará una idea de la urgencia de la situación...
Me dirás que tu interés en mí -el interés que me mostraste tan pronto nos miramos en la antesala del secretario de Gobernación- no es político. Es amoroso, es atracción física, incluso es simpatía humana pura y simple. Debes saber cuanto antes, Nicolás querido, que para mí todo es política, incluso el sexo. Puede chocarte esta voracidad profesional. No hay remedio. Tengo cuarenta y cinco años y desde los veintidós he organizado mi vida con un solo propósito: ser política, hacer política, comer política, soñar política, gozar y sufrir política. Es mi naturaleza. Es mi vocación. No creas que por eso dejo de lado mi gusto femenino, mi placer sexual, mi deseo de acostarme con un hombre joven y bello como tú...
Simplemente, considero que la política es la actuación pública de pasiones privadas. Incluyendo, sobre todo, acaso, la pasión amorosa. Pero las pasiones son formas arbitrarias de la conducta y la política es una disciplina. Amamos con la máxima libertad que nos es concedida por un universo multitudinario, incierto, azaroso y necesario a la vez, a la caza del poder, compitiendo por una parcela de autoridad.
¿Crees que es igual en amor? Te equivocas. El amor posee una fuerza sin límites que se llama la imaginación. Encarcelado en el castillo de Ulúa, sigues teniendo la libertad del deseo, eres dueño de tu imaginación erótica. En cambio, ¡qué poco te sirve en política desear e imaginar sin poder!
El poder es mi naturaleza, te lo repito. El poder es mi vocación. Es lo primero que quiero advertirte. Tú eres un muchacho de treinta y cuatro años. En seguida me atrajo tu belleza física. Te diría, para no envanecerte, que no abundan los hombres deseables y guapos en la antesala de mi amigo el señor secretario de Gobernación don Bernal Herrera. Las bellas mujeres también brillan por su ausencia. Mi amigo el señor secretario apuesta a su fama de asceta. Las mariposas no acuden a su arboleda. Más bien, los escorpiones de la traición anidan bajo sus alfombras y las abejas de la ambición acuden a su panal.
La fama de don Bernal Herrera, ¿es merecida o inmerecida? Ya lo averiguarás. Una tarde helada de principios de enero, sin embargo, cruzan miradas en la antesala del secretario en el viejo Palacio de Cobián una mujer aún apetecible -tu mirada lo dice todo- de casi cincuenta años y un bello joven, igualmente deseable, que apenas rebasa la treintena. La chispa se enciende, querido Nicolás, las hormonas se remueven, los jugos vitales corren rápidos.
Y el placer se aplaza. Se aplaza, joven amigo.
Lo admito todo. Tienes la estatura que me gusta. Ya viste que yo misma soy alta y no me complace mirar ni hacia arriba ni hacia abajo, sino directo a los ojos de mis hombres. Los tuyos están al nivel de los míos y son tan claros -verdes, grises, mutantes- como los míos son de una negrura inmóvil, aunque mi piel es más blanca que la tuya. No creas que en un país mestizo, racista, acomplejado por el color de la piel (aunque jamás lo admita) como México, ello me ayuda. Al contrario, me atrae ese vicio nacional, el resentimiento, que es rey mezquino con su corte de enanos envidiosos. Al mismo tiempo, mi apariencia física me otorga la superioridad indecible, el homenaje implícito que le rendimos a la raza del conquistador.
Tú, mi amor, tienes la ventaja de la verdadera belleza mestiza. Esa piel dorada, canela, que tan bien le va al mexicano de facciones finas, perfil recto, labios delgados y cabellera lánguida. Observé cómo jugaban las luces en tu cabeza, dándole vida propia a una hermosura varonil que muchas veces, ay, sólo esconde un inmenso vacío mental. Me bastó hablar contigo unos minutos para darme cuenta de que eras tan bello por fuera como inteligente por dentro. Y para colmo tienes la barba partida.
Te seré franca: también estás muy verde, también eres muy ingenuo. Muy ciruelo, como dicen en mi tierra. Mírate nada más. Conoces todas las palabras-talismán. Democracia, patriotismo, régimen de derecho, separación de poderes, sociedad civil, renovación moral. Lo peligroso es que crees en ellas. Lo malo es que las dices con convicción. Mi tierno, adorable Nicolás Valdivia. Has entrado a la selva y quieres matar leones sin antes cargar la escopeta. Me lo dijo el secretario Herrera después de hablar contigo:
-Este chico es sumamente inteligente, pero piensa en voz alta. Aún no aprende a ensayar primero lo que va a decir más tarde. Dicen que escribe bien. He leído sus columnas en los periódicos. Aún no sabe que entre el periodista y el funcionario sólo puede haber un diálogo de sordos. No porque yo, Secretario de Estado, no lea al comentarista y me sienta halagado, indiferente u ofendido por sus palabras, sino porque, para el político mexicano, es regla de oro no dejar nada por escrito y mucho menos comentar las opiniones que se vierten sobre uno.
¡Deja que me ría!
Hoy, no nos queda más remedio que escribirnos cartas. Todas las demás formas de comunicación se han cortado. Claro, nos queda el recurso de la conversación privada. Para eso, hay que perder un tiempo considerable en darse citas e ir de un lugar a otro, sin saber de verdad si lo único que aún funciona es el micrófono escondido donde menos lo pienses. En todo caso, lo primero se presta a una indeseada intimidad. Lo segundo, a los más temibles accidentes de la circulación. Y no hay más triste definición de la vida que la de ser un mero accidente de la circulación.
Querido Nicolás, yo desafío al mundo. Yo voy a escribir cartas. Yo me voy a exponer al peor peligro de la política polaca: dejar constancia por escrito. ¿Estoy loca? No. Simplemente, confío tanto en mi poder de convocatoria que lo asimilo a mi poder mimético. Cuando la clase política de este país sepa que María del Rosario Galván se comunica por escrito, todos me imitarán. Nadie querrá ser menos que yo. ¡Mira nomás qué macha es María del Rosario! ¿Seré yo menos que ella?
Me estoy riendo, mi joven y bello amigo. Verás cómo mi ejemplo cunde porque mi valentía sienta jurisprudencia. ¡Qué gracia! Ayer, en Bucareli, te digo:
-No escribas nunca, Nicolás. Un político no debe dejar huella de sus indiscreciones, que eliminan la confianza, ni de su talento, que alimenta la envidia.
Pero hoy, tras la catástrofe de esta mañana, ya lo ves, tengo que desdecirme, traicionar mi pequeña filosofía de toda la vida y pedirte:
-Escríbeme, Nicolás... Estás ante una mujer apostadora. Por algo nací en Aguascalientes durante la Feria de San Marcos. Mis primeros vahídos se confundieron con relinchos de caballo, cantos de gallo, navajazos de palenque, barajar de naipes, sones de guitarrón, falsete de cantadoras, trompetas de mariachis y gritos de "¡Cierren las puertas!".
No van más apuestas. Les jeux sont faits. Ya ves, ayer le aposté toda mi confianza al silencio. Tenía presente la manera como lo escrito en secreto se vuelve públicamente contra nosotros un día. Recordaba la fascinación psicótica del Presidente Richard Nixon por dejar grabadas todas sus intrigas e infamias en el más soez lenguaje imaginable en un cuáquero. Te lo digo a boca de jarro: todo político tiene que ser hipócrita. Para ascender, todo se vale. Pero hay que ser no sólo falso, sino astuto. Todo político asciende con una cauda de desgracias amarradas, como latas de Coca-Cola a la cola de un gato a la vez rebelde y espantado... El gran político es el que llega alto despojándose de amarguras, rencores y malos ratos. El puritano como Nixon es el político más peligroso para los demás y para sí mismo. Cree que todo el mundo tiene que soportarlo porque él viene de muy abajo. Su humildad cabizbaja alimenta su insolente soberbia. Eso es lo que perdió a Nixon: la nostalgia del fango, la desesperada vocación de regresar al albañal de la nada para purgarse del mal, sin darse cuenta de que sólo volvía a bañarse en el lodo de sus orígenes, al precio de recobrar, lo admito, la ambición de salir del hoyo y ascender de nuevo.
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