Ana María Matute
(Texto de la contracubierta)
Así comienza la novela:
Durante los primeros años de su vida, cuando aún no le habían apartado de su madre, Orso creyó oír voces. Eran voces misteriosas y no humanas, voces que se adentraban en el silencio, que revoloteaban a su alrededor y se introducían en su mente encendiendo su curiosidad. De ellas hablaban las sirvientas en las noches junto al fuego, cuando el crepitar de los leños, el rumor de las ruecas y sus conversaciones permitían a Orso desvelar algunos de sus más escondidos secretos. Él respetaba esos secretos, los buscaba y los deseaba. Pero nunca llegó a desentrañarlos del todo ni a hacerlos suyos. Eran secretos de mujeres, y él no era más que un niño que sentía cómo la sed de conocimiento crecía en su interior.
Ellas hablaban, al parecer, de un tiempo que se perdía en la memoria de los humanos. Orso, aunque fingía dormir, agazapado, de tanto en tanto aparecía inesperadamente entre ellas, que le acogían alborozadas. Y una noche oyó decir a su madre: "Son las voces que pierde el Tiempo en su tejer y destejer al derecho y al revés... ".
Años después, cuando, muy lejos de su casa, se aprestaba a ser nombrado caballero, Orso creyó olvidar esas voces. Pero, tras el anuncio de la muerte de su madre, regresaron a su memoria, y de nuevo se avivaron en él la necesidad de saber y el suave y misterioso temblor de aquellos días en que aún era un niño.
No tuvo mucho tiempo para meditar sobre estos asuntos. Porque en el mundo de los hombres, donde Orso habitaba, vivía y se entrenaba para ser como ellos, y raramente tenían cabida cavilaciones acerca de sentimientos, voces y secretos.
Orso era el único hijo del Señor de Lines. Su padre esperaba de él tantas y tan buenas cosas que, salvo en contadas ocasiones, Orso se sentía aprisionado en una mano de hierro que oprimía cada día un poco más su corazón. Aquel mundo de hombres estaba lleno de obligaciones, férreas voluntades y destinos incuestionables y, poco a poco, sin apenas darse cuenta, Orso se iba distanciando de ese otro espacio que, de niño, le cubría como un manto y le protegía. Y llegó el momento de su instrucción y tuvo que partir hacia el castillo del Conde a quien su padre rendía vasallaje. A partir de aquel momento, las voces, o su sueño, o su mentira, retornaron al silencio. Y las olvidó.
Recién cumplidos dieciséis años, cuando acabó su estancia en el castillo y, al fin, fue nombrado caballero, Orso se había convertido en un muchacho hermoso, fuerte, ducho en la espada, bastante hábil con la lanza y extraordinario jinete. Orso era ya un hombre en el mundo de los hombres, al menos eso parecía. Fue entonces cuando llegó al castillo la noticia de la grave enfermedad y agonía del Señor de Lines, su padre, y hubo de regresar a sus dominios como futuro señor.
En algún momento se detuvo a valorar su situación. No se decidía a abandonar el castillo del Conde. Excepto el breve tiempo en que vivió junto a su madre y aquellas misteriosas mujeres, tan alejadas ya de su memoria, nadie le había demostrado afecto, ni siquiera benevolencia. De su padre guardaba un recuerdo que se repartía entre la dureza, la frialdad y las exigencias desmesuradas. El resto de los habitantes de su casa mostraban hacia él indiferencia o respetuoso temor. En cambio, en el castillo del Conde había disfrutado de un trato afectuoso por parte de su señor, y por primera vez comprendió lo que podía significar la camaradería, la amistad, y aun el amor de otros jóvenes que, como él, hacían allí su aprendizaje de futuros caballeros. Cierto es que hubo alguno que no le quiso, o incluso se enemistó con él, o le envidió. Pero Orso aprendió antes el manejo de las armas, que aceptar semejantes sentimientos como parte de la vida cotidiana de todos los hombres. Y aún Orso dudaba sobre su destino: se sentía inquieto y temeroso, indeciso, por más que comenzara a saber que todas esas dudas y temores no tendrían ningún valor, ninguna utilidad en su vida.
Pero al fin, tras despedirse de su señor y de aquellos que habían sido sus amigos, camaradas y rivales, montó en su caballo Gero, regalo del propio Conde, y emprendió, en solitario, el regreso a sus dominios.
Editada por Booket (Editorial Destino), está en la BIBLIOTECA.
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NUESTRA ENHORABUENA A ANA MARÍA MATUTE POR EL 'CERVANTES'.
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