Emilia Pardo Bazán
No tenían más hijo que aquel los duques de Toledo, pero era un niño como unas flores; sano, apuesto, intrépido, y, en la edad tierna, de condición tan angelical y noble, que le amaban sus servidores punto menos que sus padres. Traíale su madre vestido de terciopelo que guarnecían encajes de Holanda, luciendo guantes de olorosa gamuza y brincos y joyeles de pedrería en el cintillo del birrete; y al mirarle pasar por la calle, bizarro y galán cual un caballero en miniatura, las mujeres le echaban besos con la punta de los dedos, las vejezuelas reían guiñando el ojo para significar "¡Quién te verá a los veinte!", y los graves beneficiados y los frailes austeros, sacando la cabeza de la capucha y las manos de las mangas, le enviaban al paso una bendición.
Sin embargo, el duque de Toledo, aunque muy orgulloso de su vástago, observaba con inquietud creciente una mala cualidad que tenía, y que según avanzaba en edad el niño don Sancho iba en aumento. Consistía el defecto en una especie de manía tenacísima de cantar la verdad a troche y moche, viniese a cuento o no viniese, en cualquier asunto y delante de cualquier persona. Cortesano viejo ya el duque de Toledo, ducho en saber que en la corte todo es disfraz, adivinaba con terror que su hijo, por más alentado, generoso, listo y agudo que se mostrase, jamás obtendría el alto puesto que le era debido en el mundo, si no corregía tan funesta propensión.
-Reñida está la discreción con la verdad: como que la verdad es a menudo la indiscreción misma -advertía a su hijo el duque-. Por la boca solemos morir como los simples peces, y no es muerte propia de hombre avisado, sino de animal bruto, frío y torpe -solía añadir.
Corríase y afligíase el rapaz de tales reprensiones y advertencias, y persuadido de que erraba al ser tan sincero, proponía en su corazón enmendarse; pero su natural no lo consentía: una fuerza extraña le traía la verdad a los labios, no dándole punto de reposo hasta que la soltaba por fin, con gran aflicción del duque, que se mataba en repetir:
-Hijo Sancho, mira que lo que haces... La verdad es un veneno de los más activos; pero en vez de tomarse por la boca, sale de ella. Esparcida en el aire, es cuando mata. Si tan atractiva te parece la fatal verdad, guárdala en ti y para ti; no la repartas con nadie, y a nadie envenenarás.
Acaeció, pues, que frisando en los trece años y siendo cada vez más lindo, dispuesto y gentil el hijo de los duques de Toledo, un día que la reina salió a oír misa de parida a la catedral, hubo de verle al paso, y prendada de su apostura y de la buena gracia con que le hizo una reverencia profundísima, quiso informarse de quién era, y apenas lo supo, llamó al duque y con grandes instancias le pidió a don Sancho para paje de su real persona. Más aterrado que lisonjeado, participó el duque a su hijo el honor que les dispensaba la reina.
-Aquí de mis recelos, aquí del peligro, Sancho... Tu funesto achaque de veracidad ahora es cuando va a perderte y perdernos. Si la reserva y el arte de bien callar son siempre provechosas, en la cámara de los reyes son indispensables, te lo juro.
-Antes pienso, padre -replicó el precoz don Sancho-, que al lado de los reyes, por ser ellos figura e imagen de Dios, alentará la verdad misma. No cabrá en ellos mentira ni acción que deba ser oculta o reservada.
Confuso y perplejo dejó la respuesta al duque, pues le escarabajeaban en la memoria ciertas murmuraciones cortesanas referentes a liviandades y amoríos regios; pero tomando aliento:
-No, hijo -exclamó por fin-, no es así como tú supones... Cuando seas mayor y tu razón madure, entenderás estos enigmas. Por ahora sólo te diré que si vas a la corte resuelto a decir verdades, mejor será que tomes ya mi cabeza y se la entregues al verdugo.
Cabizbajo y melancólico se quedó algún tiempo don Sancho, hasta que, como el que promete, extendió la mano con extraña gravedad, impropia de su juventud.
-Yo sé el remedio -afirmó. Mentir me es imposible, pero no así guardar silencio. Haced vos, padre, correr la voz de que un accidente me ha privado del habla, y yo os prometo, por dispensaros favor, ser mudo hasta el último día de mi vida si es preciso.
Pareció bien el arbitrio al duque y divulgó lo de la mudez; siendo lo notable del caso que la reina, sabedora de que el bello rapaz era mudo, mostró alegría suma y mayor empeño en tenerle a su servicio y órdenes. En efecto, desde aquel día asistió don Sancho como paje en la cámara de la reina, sellados los labios por el candado de la voluntad, viendo y oyendo todo cuanto ocurría, pero sin medios de propalarlo. Poco a poco la reina iba cobrándole extremado cariño. Sancho se pasaba las horas muertas echado en cojines de terciopelo al pie del sillón de su ama y recostando la cabeza en sus faldas, mientras ella con la fina mano cargada de sortijas le acariciaba maternalmente los oscuros y sedosos bucles. Las primeras veces que don Sancho fue encargado de abrir la puerta secreta a cierto magnate, y le vio penetrar furtivamente y a deshora en el camarín, y a la reina echarle al cuello los brazos, el pajecillo se dolió, se indignó, y, a poder soltar la lengua, Dios sabe la tragedia que en el palacio se arma. Por fortuna, Sancho era mudo; oía, eso sí, y las pláticas de los dos enamorados le pusieron al corriente de cosas harto graves, de secretos de Estado y familia; entre otros, de que el rey, a su vez, salía todas las noches con maravilloso recato a visitar a cierta judía muy hermosa, por quien olvidaba sus obligaciones de esposo y de monarca, y merced a cuyo influjo protegía desmedidamente a los hebreos, con perjuicio de sus reinos y mengua de sus tesoros. Envuelta en el misterio esta intriga, no la sabían más que el magnate y la reina; y don Sancho, trasladando su indignación del delito de la mujer al del marido, celebró nuevamente no haber tenido voz, porque así no se veía en riesgo de revelar verdad tan infame. Pasado algún tiempo, la confianza con que se hablaban delante del mudo pajecillo instruyó a éste de varias maldades gordas que se tramaban en la corte: supo cómo el privado, disimuladamente, hacía mangas y capirotes de la hacienda pública, y cómo el tío del rey conspiraba para destronarle, con otras infinitas tunantadas y bellaquerías que a cada momento soliviantaban y encrespaban la cólera y la virtuosa impaciencia de don Sancho, poniendo a prueba su constancia, en el mutismo absoluto a que se había comprometido.
Sucedía entretanto que le amaban todos mucho, porque aquel lindo paje silencioso, tan hidalgo y tan obediente, jamás había causado daño alguno a nadie. No hay para qué decir si le favorecían las damas, viéndole tan gentil y estando ciertas de su discreción; y desde el rey hasta el último criado, todos le deseaban bienes. Tanto aumentó su crédito y favor, que al cumplir los veinte años y tener que dejar su oficio de paje por el noble empleo de las armas, colmáronle de mercedes a porfía el rey, la reina, el privado y el infante, acrecentando los honores y preeminencias de su casa y haciéndole donación de alcaldías, fortalezas, villas y castillos. Y cuando, húmedas las mejillas de beso empapado de lágrimas con que le despidió la reina, que le quería como a otro hijo; oprimido el cuello con el peso de la cadena de oro que acababa de ceñirle el rey, salió don Sancho del alcázar y cabalgó en el fogoso andaluz de que el infante le había hecho presente; al ver cuántos males había evitado y cuántas prosperidades había traído su extraña determinación, tentóse la lengua con los dientes, y, meditabundo, dijo para sí (pues para los demás estaba bien determinado a no decir oxte ni moxte): "A la primera palabra que sueltes al aire, lengua mía, con estos dientes o con mi puñal te corto y te echo a los canes".
Hay eruditos que sostienen la opinión de que de esta historia procede la frase vulgar, sin otra explicación plausible: "Al buen callar llaman Sancho".
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