Novecientos: la salida de los intelectuales
En un contexto de crisis aguda, española e internacional, surge un grupo de personalidades que escriben artículos, intervienen en la prensa y hacen suya la construcción de la opinión pública
A comienzos del siglo XX, el Ochocientos aún no ha acabado. Parecen regir los mismos valores y parecen vivirse las mismas querencias y existencias. El largo siglo XIX se prolonga durante esos primeros años del Novecientos… Pero para los observadores más agudos el mundo va a la deriva. Las masas han irrumpido con fuerza. Se hacen presentes en el escenario social y político. Años atrás, aún en el Ochocientos, Francia ha padecido La Comuna (1871) y su fin-de-siècle, una melancolía cultural, una decadencia o, mejor, un decadentismo que se da en las artes, en el pensamiento, en la estética. Pero Francia también ha padecido la presencia creciente de unos obreros que cobran protagonismo. Gran Bretaña, en 1901, acaba de perder a la reina Victoria. Con su fallecimiento se cierra el máximo período de prosperidad material de un Imperio que ha hecho del dominio marítimo su poder, su hegemonía. También muchos sienten o perciben el fin de los viejos buenos tiempos. O no tanto: el Imperio que ha creado Gran Bretaña sigue afirmándose sobre grandes espacios coloniales. Por su parte, España se ha desgarrado con el Desastre, con su particular fin de siglo. Con la pérdida de los últimos enclaves coloniales, los naturales constatan lo que es su patria: un país de segundo orden, falto de recursos, con una demografía extrema de alta mortalidad y con una geografía abrupta que interrumpe o dificulta las comunicaciones.
En Europa, la salud y la salubridad son preocupación corriente en ciudades atestadas, con contagios frecuentes, con carencias que conviven al lado de la riqueza más ostentosa. En España y en otros países, el higienismo médico se desarrolla entre los galenos más esmerados y el higienismo social se impone entre numerosos observadores que examinan el estado de cosas. La cuestión social, el pauperismo, las clases peligrosas: todo ello alarma. Es preciso someter a control la ciudad del anonimato y de la uniformidad; es preciso mejorar los servicios de policía, de gendarmería. Hay delitos contra la propiedad y hay atentados horrorosos que la prensa sensacionalista difunde.
La del 14 es la primera generación intelectual que batalla con el artículo periodístico. O con el ensayo, fórmula literaria que va ser decisiva en esas décadasLa civilización europea, y española en particular, parece estar en crisis aguda. Por un lado, perviven los valores liberales, distinguidos y respetables de los viejos burgueses, de los grandes propietarios, de aquellos manufactureros e industriales que se convirtieron en magnates en un par de generaciones. Viven con el confort y el bienestar que traen los adelantos del siglo, pero viven también con prevención y con temor el progreso material de un mundo desbocado: los ferrocarriles, los buques a vapor, el maquinismo, el obrerismo, los ocios masivos y las culturas degradadas. Las primeras vanguardias artísticas aparecen atacando blasfemamente lo cursi, lo domado, las preferencias burguesas y el juicio conservador, otro estado de cosas asimismo anacrónico. Y los gustos populares, con lo chabacano, con lo sicalíptico, con lo obsceno, etcétera, siembran el pánico entre la gente distinguida, entre las élites refinadas y entre los voluntariosos reformadores de la cultura.
Por otro lado, una masa creciente de obreros se hace visible: antiguos menestrales, numerosos inmigrantes pueblan las ciudades, hacinados como clases menesterosas, como clases levantiscas, imbuidas en muchos casos de ideas, de ideologías revolucionarias que alientan la subversión. Urbes atestadas por factorías, por manufacturas, por talleres; poblaciones a las que asfixian chimeneas humeantes. El mundo ha dado literalmente un giro y Manchester es aún ese Infierno del siglo XIX al que los trabajadores parecen abocados. La violencia urbana, el delito contra la propiedad y contra las personas y el pistolerismo son datos cotidianos, las explosiones de cada día. Pero las tensiones no son solo sociales o culturales. Hay, además, una contienda latente, una guerra europea que no ha estallado y cuyo objetivo es el dominio territorial.
La intelectualidad española observa con prevención y con admiración la Europa que se enfrenta dialécticamente… y después bélicamente. A los del 98 les sorprende ya mayores, ya talludos, el cambio de siglo, el contexto internacional de una España de la que lamentan su retraso, la falta de avances, el arraigo del atavismo. Una nueva gente, una nueva intelectualidad aparece en 1914. Proclaman la modernidad urbana, la cultura o el progreso. Defienden ideas de renovación que en parte vienen de Joaquín Costa (y de su crítica de la oligarquía y el caciquismo), y en parte son su superación. Escriben artículos, intervienen en la prensa y hacen suya la construcción de la opinión pública. Están presentes, visibles, ocupando los medios cuando no creando diarios, prensa. Es la primera generación intelectual que batalla con el artículo periodístico. O con el ensayo, fórmula literaria que va ser decisiva en esas décadas. El artículo es la reacción, la puesta en escena, la brevedad de respuesta, la intervención inmediata. Domina la actualidad: todos los días pasan cosas que es preciso conocer y que los articulistas han de glosar. ¿Y el ensayo? Es el tanteo reflexivo, una derivación de las ciencias sociales, entonces incipientes, una cavilación sobre temas urgentes o remotos tratados con rigor, con el mayor rigor posible en asuntos para los que no se cuenta con toda la información.
¿Qué es un intelectual? ¿Acaso un experto, un académico, un universitario? ¿Alguien que profesa las letras y las artes? Hace falta una vocación añadida, la de intervenir en esa esfera pública como crítico, como educador de los lectores, como opositor de los desmanes, como alguien que reflexivamente examina y diagnostica los males de la patria. La generación de Ortega se afirma como una corriente de progreso, de racionalización de la vida, de intelectualismo, de elitismo, de clasicismo, de urbanismo, de europeísmo, de activismo. De intervención política.
La generación de 1914 también queda afectada por la contradicción social que domina la Europa de ese primer Novecientos y que Ortega ha sabido diagnosticar pronto: el elitismo frente a las multitudes. No es solo la guerra. Es asimismo la guerra social, la emergencia de las muchedumbres y el encauzamiento o dique con que las élites pretendan frenarlas, contenerlas. Unos profesarán el anarquismo, otros el reformismo, la intervención, y otros adoptarán posturas aristocratizantes. Forman lo que se ha llamado una nueva clase media profesional, gentes que no se diferencian gran cosa de quienes los leen, y gentes que habrán sido becados, que habrán viajado por Europa con destinos universitarios de gran prestigio. Tienen cultura cosmopolita, refinamientos continentales y tiene planes, proyectos para sacar a España de esa crisis que arrastra. Es preciso valorar el empuje de la juventud y destapar los ímpetus sofocados. Son palabras que resumen la retórica de esa generación que ve en el Novecientos la gran oportunidad de sobresalir y hacer salir. España será por fin un país moderno y europeo, con recursos humanos, con capital humano, con inteligencia universitaria. No hay que temer el porvenir.
Vista la historia del primer Novecientos desde hoy todo su proceso parece obvio y su curso, inevitable. Sin embargo, nada había garantizado de antemano y cualquier cosa alcanzada, cualquier bien por modesto que fuera o cualquier ventaja tenazmente conquistada podía extinguirse, malograrse, como esa esperanza de entonces con que España festejaba a sus nuevos intelectuales, una esperanza que luego acabaría en doble amargura. Qué impresión da acercarse a ese primer Novecientos, qué expectativas se perdieron, qué inconsciencia, qué azar.
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