Jorge Zepeda Patterson
El cuarenta y cuatro
Morirse no es como lo pintan. Me gustaría decirles que vi un rayo de luz, pero la negrura sólo dejaba ver reflejos de luna sobre las pistolas de los pinches matones
Con todo respeto, a los otros 43, donde se encuentren.
Morirse no es como lo pintan. Me gustaría decirles que vi un rayo de luz o que escuché la música de los arcángeles, pero la negrura sólo dejaba ver reflejos de luna sobre las pistolas de los pinches matones y los fogonazos intermitentes cuando apretaban los gatillos. Y de oír, nada. El corazón me tronaba más fuerte que los gritos de mis compas o quizá sería el balazo que me rompió el oído un rato antes cuando tumbaron a José porque no quiso bajarse del camión. El caso es que yo ya nomás oía para adentro. Aunque adentro tampoco había mucha música: traía ya las tripas revueltas y me sacudían arcadas como las que le dan al perro del conserje de la escuela.
Pensé que andaba con suerte. Esa misma mañana Matilde me había mandado a decir que sí. O casi; es hija de los riquillos del pueblo, los Fonseca de la ferretería, y para su papá soy punto menos que el diablo. Ni siquiera me conoce, pero prefiere como yerno a cualquier pelagatos que a un normalista que nunca saldrá de pobre como yo, trabajando de maestro de escuela pública. Pero la Matilde es de buena ley, quedamos de vernos el sábado atrás del camposanto para platicarnos. Si agarro el camión de las siete, para el mediodía estoy llegando a Tarinco. Llevaré el anillo que le compré en Taxco y una cobija. Con suerte dice que sí a todo.
Así que cuando me fueron dejando de lado mientras bajaban a los otros pensé que era mi día de suerte. Tenía meses sobando las palabras que le iba a decir y estaba seguro que la vida no me iba a dejar en la puritita orilla. Seguro que el destino me estaba dejando al último porque algo iba a pasar: igual me puedo morir la semana siguiente, pero no antes de besar a Matilde, tocar sus piernas, bajarle el sol y las estrellas. Algo tendrá que impedir lo que está pasando. Llegarán los soldados y se armará la balacera o un capo de los narcos aparecerá para gritar a todo pulmón, “qué pendejada están haciendo, cabrones”. Yo mismo escuché la frase dos veces en la cabeza y la musité en voz baja.
Pero los cabrones nunca la oyeron. Uno de ellos, el que parecía el jefe, me vio y me dijo “No te hagas güey, güerito”, y movió la cabeza para que bajara. Soy más prieto que el zapote pero desde niño me dicen el Gringo por el ojo verde. Cómo será de fuerte mi querencia por Matilde que todavía en ese momento estaba convencido de que yo andaba con suerte. El tono con el que me cuchilió para que saliera del camión era cariñoso; un hombre alto con chamarra de borrego. A otros los habían movido a punta de insultos y tubazos. “Este no me va a matar”, pensé. Y no me equivoqué, pero fue lo único a lo que le atiné esa noche.
Detrás del enchamarrado apareció un tipo con las mangas arremangadas y la cara pringada de gotas rojas como si hubiera estado comiendo sandías. En cuanto apoyé el pie en la tierra el culero me dio un golpe en la pierna con una barra de metal. Escuché el crujido de la rodilla y a pesar del aullido de dolor me consolé pensando que había sido la izquierda y no la derecha; es temida por todos los porteros en el torneo de fut de la escuela.
Quedé tirado y encogido metido en la burbuja de un dolor animal; era de color amarillo. Luego volví a escuchar la voz del hombre alto: “Ya, dale de una vez”. Y de nuevo pensé que sonaba cariñoso. Luego oí un plomazo y el amarillo se hizo negro. No, la muerte no es como la pintan.
@jorgezepedap es Premio Planeta 2014. www.jorgezepeda.net
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