Don Quijote, don Juan y la Celestina
En la literatura española de los siglos XVI y XVII echan raíces algunos de
los mitos que devendrán más tarde el símbolo y, a veces, la máscara de los
españoles: don Quijote, don Juan, la Celestina. Junto a la literatura
representativa de la opinión cristiano-vieja (romancero, novela de caballería,
drama de honor, auto sacramental), una minoría de disconformes (ordinariamente
conversos o descendientes de ellos) produce una serie de obras cuyo común
denominador pudiera cifrarse en la voluntad (más o menos abierta) de trastornar
los valores establecidos y ofrecer la imagen de un mundo desquiciado en el que
el margen existente entre el «ser» y el «deber ser», la realidad y el deseo
constituye un abismo infranqueable. Una literatura, pues, menos armoniosa que
conflictiva, y cuyo poder de provocación se disimula mediante la elaboración de
un universo autónomo e imaginario (como en El Quijote) o de un mundo unidimensional, embebido de humor
negro y de pesimismo. En el momento en que el ideal castellano del héroe
religioso y guerrero que lucha por Dios y por la patria se convierte en una
realidad exaltante y grandiosa, la novela picaresca crea la imagen invertida de
él: el negativo fotográfico del antihéroe. Al linaje limpio e hidalgo de los
cristianos de cepa vieja, el pícaro opone, con insolente orgullo, su antilinaje
de ladrones, criminales, verdugos, brujas y prostitutas. Al heroísmo del
soldado español, que combate por la fe contra turcos y protestantes y somete al
dominio del rey de España inmensas extensiones de tierra desde California al
estrecho de Magallanes, Estebanillo responde con la frase de «y así no me daba
tres pitos que bajase el turco, ni un clavo que subiese el persiano, ni que
cayese la torre de Valladolid. Echaba mi barriga al sol…, y me reía de los
puntos de honra y de los embelecos del pundonor». Alistado en los ejércitos
españoles, el mismo Estebanillo confiesa: «Yo iba a esta guerra tan neutral que
no me metía en dibujos ni trataba de otra cosa sino de henchir mi barriga»; y,
frente a la impaciencia de eternidad del «muero porque no muero», mantiene, con
crudo cinismo, su empeño de vivir «aquí y ahora»: condenado a muerte por
deserción e indultado al último momento, escribirá burlonamente más tarde: «Los
amigos me consolaban diciéndome que me animara, que aquel era camino que lo
habíamos de hacer todos, que sólo les llevaba la delantera; y en lo último se
engañaron, porque yo me he quedado de retaguardia y ellos han llevado la
delantera, perdonando verdugos, pidiendo misas y haciendo alzar dedos». En la
picaresca nos movemos, pues, en un mundo de antivalores (cobardía, robo,
mentira, etc.) que contrasta cruelmente con la imagen sublimada que el español
se esfuerza en dar de sí mismo y, en algunos casos extremos, como en
Estebanillo González, asistimos, de hecho, a una tentativa de reivindicación de
sentimientos y acciones generalmente tenidos por viles y abyectos: el pícaro
vive y actúa en el no man’s land que media entre la realidad y el
ideal, acampando en un presente mudable y problemático, al margen de la
sociedad y de sus principios.
El Quijote refleja
igualmente la dualidad de la picaresca: don Quijote toma sus deseos por
realidades y confunde el «ser» con el «deber ser»; pero allí está, junto a él,
Sancho Panza, para restablecer la verdad y mostrar la distancia que separa lo
vivo de lo pintado. Desde hace tiempo, los estudiosos de Cervantes han
interpretado su héroe como una parodia de los protagonistas de los libros de
caballería en una época en que las armas españolas empezaban a decaer y el país
se arruinaba y los españoles perdían la confianza en sí mismos. Esto es
probablemente cierto, pero la riqueza de la obra cervantina no se agota, ni
mucho menos, en una sola interpretación. Cervantes maneja con mano maestra una
ironía polifacética y su libro admite infinidad de interpretaciones. Don Quijote
y Sancho son, sin duda, cara y cruz de una misma moneda, los elementos
complementarios y opuestos que integran la moderna personalidad española
(idealismo y materialismo, fe e incredulidad, etc.); pero muy pocos
comentaristas han observado que las relaciones que se crean entre los dos
personajes provocan una serie de influencias mutuas e interferencias. Ni don
Quijote ni Sancho Panza son los mismos el día que el segundo decide servir al
primero, o el día en que, vencido don Quijote por el Caballero de la Blanca
Luna, regresa a morir a su aldea, escoltado de su fiel Sancho. Durante el
período que media entre los dos episodios, Sancho se «quijotiza» y don Quijote
se contamina a veces del realismo un tanto cínico de Sancho Panza. Así,
mientras que, por seguir a su amo, el materialista Sancho renuncia al gobierno
de su ínsula («Vuesas mercedes se queden con Dios y digan al Duque mi señor que
desnudo nací, desnudo me hallo: no pierdo ni gano; quiero decir que sin blanca
entré en este gobierno y sin ella salgo, bien al revés de como suelen salir los
gobernadores de otras ínsulas»), don Quijote, consciente de los embustes de
Sancho respecto de la imaginaria y burlesca excursión aérea a lomos de
Clavileño, le responde: «Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis
visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de
Montesinos. Y no os digo más». Como escribe el poeta Luis Cernuda: «Es quizá la
única ocasión en que sorprendemos a don Quijote en una actitud semejante, como
si él mismo dudara de la realidad de sus aventuras. Pero no deja de ser
significativo». Españoles hasta la médula de los huesos, los personajes de
Cervantes no emiten juicios lógicos, sino que se expresan, por lo común,
mediante una terminología de valores. Para ellos, la razón o sinrazón está en
las personas, no en la realidad objetiva de sus pensamientos —rasgo nacional
este que, todavía hoy, lleva a confundir autores y obras, a negar conceptos y
abstracciones legales para buscar el «yo real» que se supone escondido tras
ellos y a caer muy a menudo en el culto a la fobia, la adoración supersticiosa
de las «figuras» o los estériles y vanos procesos de intenciones.
En La Celestina encontramos, por primera vez, una inversión de la
jerarquía de valores que influirá luego, decisivamente, en la creación de la
picaresca. Hasta entonces, en las novelas u obras dramáticas el amor entre los
personajes se desenvolvía en un doble plano: amor ideal y sublimado, a lo
Petrarca, entre los señores; amor carnal, «bajo», entre los servidores y
personajes humildes. Américo Castro ha subrayado con acierto que en la obra de
Rojas, mientras prostitutas como Elicia y Areusa se hacen cortejar como grandes
damas, el amor de Calixto por Melibea es de un orden claramente sexual, teñido
incluso de ciertos ribetes de sadismo: «No me destroces ni me maltrates como
sueles —suplica Melibea—, ¿qué provecho te trae dañar mis vestiduras?». Las
cortesanas se burlan alegremente de la elevada condición de la heroína y,
expresando el sentir común de los conversos, condenados por la opinión
cristiano-vieja, Areusa proclama: «Ninguna cosa es más lejos de la verdad que
la vulgar opinión… Ruin sea quien por ruin se tiene; las obras hacen linaje,
que al fin todos somos hijos de Adán y de Eva».
Si Fernando de Rojas se sirve de dos meretrices para
exponer el punto de vista de los cristianos nuevos (él mismo era ex illis), Melibea y, sobre todo, Calixto
encarnan, a su manera, el agudo conflicto que opone el antierotismo cristiano y
la sensualidad musulmana. El personaje de Celestina, la vieja alcahueta,
entronca con la literatura arábiga de Al-Andalus: morisca sin duda, como todas
las hechiceras de la época, Celestina será el instrumento necesario para
satisfacer la imperiosa y brutal pasión de Calixto. Este, aunque noble y
caballero, es ya, como los españoles futuros, una víctima de la lucha entre dos
civilizaciones opuestas: la mahometana y la cristiana. Calixto tiene la
sensualidad desbordante del musulmán y la conciencia atormentada del cristiano,
o, si se quiere, un alma de cristiano y un cuerpo árabe. Desde la época de los
Reyes Católicos, los escritores españoles suelen atribuir todos los desvíos,
errores y herejías al sexo (Menéndez Pelayo es un ejemplo típico) y, en 1555,
fray Felipe de Meneses no vacilaba en escribir: «Esta inclinación a la
sensualidad, a mi juicio, no es natural de la nación española»; pero la
realidad era muy otra, y los españoles de entonces, como los de ahora, viven en
su carne y espíritu el insoluble conflicto. El pecado inherente al placer
sexual encuentra un símbolo en la figura físicamente odiosa y repugnante de
Celestina: en Calixto hallamos, en germen, el mito futuro de don Juan, que,
desde Tirso a Zorrilla, fluye a lo largo de la literatura española y alcanza, a
partir del sigloXVIII, dimensiones universales. Don Juan
no es un homosexual que se ignora, como pretendía Marañón: es el resultado de
la dualidad cristiano-musulmana y, por tanto, un personaje esencialmente
español a quien la nostalgia del harén lleva a buscar su presa en la comunidad
femenina que exteriormente más se le asemeja: el convento. Calixto y don Juan
no podían surgir sino en España y, como don Quijote y los antihéroes de la
picaresca, son una expresión literaria de la convivencia secular de españoles
cristianos, musulmanes y judíos, convivencia cuya supresión ha marcado de modo
profundo el carácter español y cuyas huellas advertimos aún en nuestros días.
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