Hace unas semanas se hacían públicos los resultados de un informe realizado por el Instituto Andaluz de la Mujer en el que se vuelve a poner de manifiesto la pervivencia de convicciones machistas entre nuestros jóvenes. Por ejemplo, se revela que uno de cada cuatro adolescentes andaluces entienden que la mujer debe permanecer en su casa, o que un 10% estima que es el hombre el que debe tomar las decisiones importantes en la pareja. A estos datos podríamos sumar todos los que demuestran como está creciendo la violencia de género entre adolescentes o como las nuevas tecnologías se están convirtiendo en un escenario tremendamente cruel en el que se alimentan las desiguales relaciones de poder entre chicos y chicas.
Este conjunto de evidencias, junto a las más explícitas y terribles que no son otras que las cifras de mujeres asesinadas año tras año, deberían alarmarnos a todas y a todos, ciudadanía y poderes públicos, y deberían obligarnos a una urgente reflexión sobre la tenaz persistencia de uno de los mayores dramas de cualquier sociedad de nuestro tiempo, incluidas las que pertenecen al mundo democrático y desarrollado. En el caso de nuestro país, diez años después de la entrada en vigor de la necesaria y pionera Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de protección integral contra la violencia de género, la realidad continúa empeñada en demostrar que no bastan las leyes para cambiar unas estructuras políticas y culturales en las que continúan agarrándose las raíces de la violencia.
La más que necesaria LO 1/2004 tuvo el mérito de definir con precisión que debe entenderse por violencia de género, además de articular toda una serie de medidas, no solo penales, para luchar contra ella. Por primera vez nuestro ordenamiento dejaba claro que la violencia machista no es un asunto privado y que la misma es el resultado de la desigualdad persistente entre hombres y mujeres. Gracias a esta norma no solo se han articulado en esta década una serie de instrumentos policiales, judiciales y asistenciales, sino que también se ha ido consolidando una conciencia social cada vez más firme contra los maltratadores. En este sentido, es muy significativa la cada vez mayor implicación y presencia pública de grupos de hombres concienciados sobre el tema. Sin embargo, son varias las debilidades que la ley ha tenido y tiene en su aplicación práctica.
Por ejemplo, el recorrido de ley a lo largo de esta década ha demostrado la necesidad de reformar determinados aspectos procesales que dificultan la adecuada protección de la víctimas, todo ello al tiempo que es necesario mejorar, en cantidad y en calidad, los recursos preventivos y asistenciales que deberían enfocarse desde la consideración de las mujeres no solo como víctimas sino muy especialmente como titulares de derechos. En este sentido, creo que todavía no ha llegado a asumirse por todos los operadores, jurídicos o no, implicados en la lucha contra la violencia de género, que ésta no solo es física sino que también se proyecta en lo psicológico y moral, incluso con frecuencia de manera más grave y rotunda aunque sea menos evidente que la ejercida sobre la integridad física.
Desde mi punto de vista los mayores déficit de la ley tienen que ver con el adecuado desarrollo de los capítulos dedicados a la prevención y sensibilización. Es decir, continúa siendo urgente y necesario invertir más y mejores recursos en los instrumentos educativos y socializadores con el objetivo de eliminar los comportamientos sexistas que en gran medida siguen dominando las relaciones entre hombres y mujeres.
Continúa faltando una adecuada formación y sensibilización de los operadores jurídicos y, en general, del personal de distintos ámbitos que acaba teniendo implicación en la materia. A muchos sorprendería, por ejemplo, detectar la ausencia del “género” como materia formativa en los planes de estudio que en muchas Universidades encontramos en titulaciones como Derecho, Medicina o Ciencias de la Educación.
Igualmente, continúa siendo deficiente la formación que en igualdad de mujeres y hombres detectamos en los distintos niveles educativos, normalmente diluida en la perversa “transversalidad” y fruto en el mejor de los casos del voluntarismo de docentes que, pese a la ausencia de compromiso auténtico de las autoridades educativos, se implican en la necesaria transformación de las mentalidades de su alumnado. A todo ello habría que sumar la excesiva permisividad con unos medios de comunicación que son los principales aliados en mantener estereotipos y en dar alas a un orden social, político, cultural e incluso económico que sigue amparando en gran medida al depredador patriarcal.
Porque, como bien lo subrayó además el legislador hace diez años, el origen de la violencia de género se halla en unas relaciones de poder que sustentan unas determinadas estructuras culturales. Por lo tanto, habrá que actuar sobre dichas estructuras si pretendemos acabar con la violencia y no solo poner tiritas en las heridas. Un objetivo que pasa necesariamente por incidir en las entrañas del poder -de ahí la necesidad de revolucionar paritariamente las democracias– y de revisar la construcción de unas subjetividades masculinas criadas en la “pedagogía del privilegio” (John Stuart Mill) y acostumbradas a asumir como natural el triángulo virilidad-autoridad-violencia. De ahí también, por tanto, que la ley de 2004 haya de analizarse siempre complementada con la que se aprobaría tres años después: la LO 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres.
Mientras que no actuemos políticamente sobre ese doble eje, al tiempo que apostamos de una vez por todas por una educación comprometida con la igualdad, la violencia de género seguirá sumando víctimas. O lo que es lo mismo, mientras que el objetivo no sea el reconocimiento de las mujeres como sujetos empoderados y con plena capacidad para el ejercicio de sus derechos, continuaremos prorrogando el espejismo de igualdad que a muchas mujeres ciega y que a tantos hombres tranquiliza en cuanto que pueden mantener, aunque sea de manera más sutil y hasta perversa, los privilegios que históricamente han detentado. Una reflexión que deberíamos plantearnos en un 25N en el que más que pancartas deberíamos demandar recursos y en el que en lugar de manifiestos repetidos deberíamos reclamar un compromiso efectivo contra la violencia, es decir, a favor de la igualdad.
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