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José Luis Villacañas. 29-VIII-2014
Stephen Hawkins ha defendido que si no logramos colonizar el espacio para 2100, la humanidad corre peligro de desaparecer. Para 2050 tomaremos la Luna. Para inicios del siglo XXII conquistaremos Marte. Es como la canción de Leonard Cohen, y no deja de tener cierto aire paranoide. Luego, desde allí, deberemos arriesgarnos hacia las oscuridades estelares. ¿Hacia dónde? Nadie lo sabe. En este mensaje es mucho más explícito el peligro que la salvación. Tenemos muy claro el diagnóstico: la humanidad está en riesgo de perecer. Lo que debemos hacer para evitarlo es más confuso: ganar la Luna y Marte.
Mientras tanto, el comentario más inmediato que me viene a la cabeza es el siguiente: todo lo que sabemos de esos astros es que constituyen grandes desiertos. Si se demuestra que es verdad todo lo que suponemos sobre la desertificación de la Tierra, entonces dentro de poco no tendremos que viajar a la Luna o a Marte. Nuestro planeta ya se habrá convertido en algo tan parecido a esos astros que podríamos ahorrarnos el esfuerzo. Si al parecer no tenemos recursos ni voluntad para detener la desertificación de la Tierra, ¿cómo encontraremos recursos para hacer de esos arenales astrales vergeles habitables?
El comentario del famoso científico es un síntoma de lo que puede significar la ciencia cuando, más allá de resolver problemas de conocimiento de la realidad, se eleva a conductora de la humanidad. La retórica es la fuente de las utopías.Cuando la ciencia se autopresenta como portadora de utopías se rebaja a mala retórica. Mala, en la medida en que, parapetada tras la autoridad del científico, oculta su propia debilidad y riesgo. Pero sobre todo, esta propuesta de aventura sideral es un síntoma, porque en el fondo no acaba de revelar una plena autoconciencia de todos los aspectos de lo que dice.
El motivo por el que la humanidad colapsará, según el diagnóstico de Hawkins, es el número excesivo de personas y la imposibilidad de alimentar a tantos seres humanos. En realidad, por lo que sabemos del ser humano, no siempre ha emprendido largos viajes hacia lo desconocido por falta de comida. Otros anhelos han pesado tanto o más. Según la paleoantropología, la especie humana viaja quizá incluso desde antes de constituirse. Especie nómada, el cambio de mundo es una poderosa memoria vital. Lo que un día ya lejano fue una necesidad –quizá la de huir–, se ha convertido en una insistencia, en un modo de vida, casi en una pulsión antropológica. Para un ser con ese pasado, saber que no hay más allá adonde ir se convierte en una mala noticia. En este asunto, como en muchas otras cosas, encontramos el destino de la democratización moderna. Si plus ultra fue la divisa del emperador Carlos I, el señor del mundo, ahora es la divisa de un anhelo general de la humanidad entera.
El pronóstico del sabio astrofísico, consciente del destino de los tiempos, habla por eso de humanidad, pero en realidad, cuando lo pensamos bien, no puede sino querer decir “una minoría de la humanidad”. Esa sería en todo caso la que podría viajar al espacio estelar y la que puede soñar con esquivar los agujeros negros. No habrá energía suficiente en la Tierra –ni vehículos capaces de transportarla y propulsarse a un tiempo– para imaginar viajes de miles de millones de seres humanos hacia Marte. La utopía siempre tiene una estructura no escrita: piensa en la existencia de un mundo con pocos seres humanos. Desde que Platón elaborase su República, la clave de todo sistema utópico es que el número de los hombres se mantenga en sus límites. Por eso la matemática es tan necesaria al filósofo-rey platónico. Si este cae en la irracionalidad que atraviesa la ley de la proliferación infinita de los números, el Estado es ingobernable. Esta tensión entre la proliferación del número y la finitud que impone todo orden, atraviesa los sueños de la inteligencia humana.
Al parecer, lo que hay en el fondo de esta tensión es que el ser humano ni puede vivir sin respeto de ciertos límites ni puede vivir sintiéndose insuperablemente coaccionado por ellos. Esa tensión se resuelve en el viaje, real o imaginario. Ahí está el fondo de su pulsión a experimentar que el mundo sigue abierto. No sabemos cuál es la base antropológica concreta, pero lo cierto es que el ser humano no puede desprenderse de la idea de lo que queda más allá de lo propio, de un exceso infinito, por mucho que su soporte corporal lo condene a lo finito. Esa es la noticia que Hawkins quiere volver a darnos: que disponemos todavía de un horizonte expansivo espacial y temporal que supera los límites de la Tierra. Y no solo eso: que todavía tenemos el reto de imaginar lo hoy por hoy inimaginable: escapar de la cárcel de este sistema solar y de su tiempo finito. La autoridad de la ciencia es aquí muy fuerte porque, a fin de cuentas, es la única actividad humana que mantiene la promesa de que nuestro mundo no está cerrado, por mucho que ella avance solo a pequeños pasos.
¿De dónde surge la necesidad de esta idea de infinito, de vivir en un mundo abierto? Sin duda de la hiperactividad de un cerebro que tiene una masa neuronal excedentaria respecto de toda funcionalidad de supervivencia. De ahí proceden las actividades de la imaginación y la inclinación a la teoría, un lujo existencial respecto de las necesidades de la autoconservación. Pero también este exceso permite la capacidad reflexiva de autoobservación humana y, con ella, la conciencia de la propia contingencia.
De todo ello se deriva la tensión de una vida que, cuanto más sabe de la inmensidad del mundo, más repara en la propia insignificancia. La idea de infinito nos deja así ante el principal de los retos: superar la humillación y la pérdida de relevancia del sentido humano que produce en nosotros. Eso es lo que durante mucho tiempo hizo el mito. Todo relato mítico nos propone siempre una historia en la que se nos explica que, a pesar de nuestra insignificancia aparente, el cosmos o la creación tiene una relación especial con nosotros que nos permite dotarnos de una cierta centralidad. Eso explicaría que, a pesar de nuestra contingencia, como especie seamos dignos de reconciliarnos con lo absoluto.
La irrupción de los comentarios de Hawkins, que ponen de nuevo la investigación científica en el contexto de asegurar la supervivencia de la especie humana, preocupa desde la ciencia la vieja prestación del mito. Como en la más lejana saga, también el gran científico nos dice que el cosmos entero puede ser nuestra casa. No somos un animal de la Tierra. Más bien somos animales cósmicos y, como en el tiempo de los estoicos, podemos desplegar todavía un sentido verdadero de la anhelada cosmópolis. Nuestra historia está vinculada a la historia del cosmos y no es, como fascinaba a Pascal, la historia de una mota de polvo perdida en el espacio infinito.
Es como si viviéramos urgidos todavía por una idea: si no nos pensamos tan eternos como el universo, el minuto siguiente de nuestra existencia ya sería la antesala de la desesperación. Quizá buena parte de lo que nos pasa es que no hemos encontrado un camino intermedio entre la dificultad de imaginarnos eternos y la disolución en un presente sin otro sentido que agotarse en su propio olvido. Con una repetición que es sintomática de esta insuperable tensión, la imaginación del Apocalipsis es tan frecuentada porque en el fondo nos relaja de ella.
Como si fuera parte de un programa para darle ánimos a una humanidad que se muestra demasiado equidistante del origen, y que desde el mito no parece haber progresado mucho en la solución de sus exigencias de autocomprensión, otro científico ha seguido la senda de Hawkins, complementándola. Ha dicho que el ser humano conserva en sí la energía que desplegó el universo en el momento cercano al origen, a la explosión del Big Bang. Como tesis, encierra la más completa traducción del relato bíblico.
En el mismo comienzo de la creación, el universo ya configuró la energía que ha quedado depositada en el seno mismo del ser humano. Si podemos tener la esperanza de habitar en cualquier parte del cosmos, es porque en el fondo somos la energía originaria cósmica, una reserva de la juventud creativa del mundo. Cómo no vamos a estar en condiciones de adaptarnos a un universo que es carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. La armonía preestablecida, que de algún modo es la mecánica de todo mito, queda aquí asumida en esta renovada teología gnóstica. No meramente imagen y semejanza, sino de la propia sustancia del Padre universal, de ese Big Bang en cuya historia infinita todavía estamos y estaremos.
De este modo, los científicos no sólo construyen una retórica mitopoiética, sino que se adentran en las estructuras del pensamiento religioso, ofreciendo el consuelo de un devenir armónico entre el tiempo del cosmos y el tiempo del hombre. Al hacerlo, se presentan como la única elite que de verdad puede compensarnos por las inquietudes del presente, ofreciéndonos imaginaciones que en su boca tienen el plus de ser algo más que eso. Ignoro lo que hay detrás de este descenso descarnado a la arena del mito y del consuelo religioso. Pero sea lo que sea que haya detrás, tendrá consecuencias en la distribución de recursos.
Quizá en un futuro cercano, cuando ya nadie tenga memoria real de las antiguas construcciones míticas, filosóficas y religiosas –un proceso tan acelerado como la desertización de la Tierra, porque es la desertización misma– estas mitologías que nos ofrecen los científicos en sus ratos libres pasarán como las nuevas y autorizadas creencias. ¿Y quién tendrá entonces memoria para ironizar sobre ellas? Viviremos pendientes de lo que sucedió en el inicio del Big Bang y de lo que sucederá cuando seamos capaces de atravesar los agujeros negros. Entonces el viejo Dios de la humanidad sufriente, el que cuenta con paciencia los años uno tras otro (creo que los mejores en esto llevan contados unos 5.775 años), será una antigualla propia de aquellos tiempos extraños en los que el ser humano, consciente de su finitud, tenía como aspiración suprema garantizar la vida de la generación siguiente sobre esta bendita Tierra.
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