Un Beckett destructor
Podrán algunos aprender de sus cartas porque asistimos a la creación de una poética radical Pensamos: eso sí que en verdad es un escritor joven
En París, Gallimard ha editado el primero de los cuatro volúmenes que han de acoger una quinta parte de las más de quince mil cartas que Samuel Beckett escribiera y que inicialmente él prohibió publicar, aunque más tarde flexibilizó su decisión.
En Reino Unido, la editorial es Cambridge University Press, y ahí llevan ya dos volúmenes. El segundo, según me dijera este verano Daniel Gunn, especialista en esa correspondencia, es aún mejor que el primero, porque ahí está ya presente el Beckett que camina en una noche de tormenta hasta un último muelle y tiene una revelación que va a cambiar el curso de su escritura.
El primer tomo de Gallimard lo he ido leyendo a lo largo de estos últimos días y me ha convertido en sereno testigo alucinado de un violento y complejo proceso de extirpación de toda tiranía matriarcal, familiar, nacional, estatal, con el consiguiente abandono de la plomiza lengua nativa, también de la patria somnífera, de los grandes maestros espesos, de Irlanda misma en su totalidad, y de todo lo demás, incluida cualquier esperanza.
Ese primer tomo, que podría haberse llamado Inicio de partida, en guiño a Fin de partida (su famosa obra teatral), presenta las dudas de un artista incipiente que se va desembarazando de los dogmas más manoseados, y lo hace con su atracción por el silencio, pero también con su tendencia a ir hacia la palabra, aún sabiendo que “no hay narración, todo es falso, no hay nadie, no hay nada”.
Podrán algunos aprender de estas páginas porque asistimos a la creación de una poética radical por parte del primer Beckett. Pensamos: eso sí que en verdad es un escritor joven.
Sus destructoras cartas, que tumban con destreza todo tipo de estupideces solemnes, van revelando la formación de una voz propia. Asistimos en ellas a los sucesivos golpes que representaron los primeros rechazos editoriales de sus libros (“Estaría dispuesto a mutilar el texto, e incluso a cambiar el título”), al tiempo que nos impregnamos de su inagotable pasión por la lectura (“leo como un verdadero loco”), sus exasperadas visitas al Louvre o a la National Gallery, su amistad con los hermanos Van Velde, o con el pintor Jack B. Yeats y, esencialmente, con Thomas McGreevy (“Tom”), su principal confidente.
Leer estas cartas es ver a Beckett cruzar por diferentes escenarios culturales (Dublín, Londres, París, y hasta Kassel, donde vive su prima Maggie Sinclair, de la que se ha enamorado) y por pasajes y callejones extraños, hasta salir de ellos siempre rebotado hacia los más distintos exilios:
“Todos los grupos son horribles”.
“Que no. Que hay que huir de la provincia”
“Soy raro, no quiero a nadie”.
“No sabes cómo detesto Londres”.
En ocasiones aparece un Beckett con dudas excesivas sobre su penúltimo poema o su último amor, pero no es algo que angustie especialmente, porque le intuimos ya próximo a aquella epifanía que le alcanzó en el último muelle de una noche decisiva: aquella revelación que (continuará en el segundo tomo) transformaría radicalmente su vida.
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