Adolfo Bioy Casares: el lado de la sombra
Mañana se cumple un siglo del nacimiento en Buenos Aires del gran escritor argentino, un autor que ensanchó el territorio de la imaginación y a cuya figura y obra dedicamos estas páginas
IGNACIO F. GARMENDIA | ACTUALIZADO 14.09.2014
El centenario de Adolfo Bioy Casares coincide con el de Julio Cortázar, estricto coetáneo y compatriota con quien compartió la devoción por el género fantástico, pero aunque el primero vivió para lograr la consagración del Cervantes y es reconocido como uno de los grandes narradores argentinos del siglo XX, su obra, apenas aludida en las monografías dedicadas al boom, no ha suscitado el mismo número de adhesiones. Consta que ambos, pertenecientes a mundos muy distintos, se admiraban, más allá de que profesaran ideologías difícilmente compatibles, y este reconocimiento mutuo -o el mero sentido común- debería bastar para disolver los prejuicios de los lectores con anteojeras. Nacido de una familia patricia y hombre de gustos refinados, Bioy Casares tuvo una vida agraciada con todos los dones. Era rico, inteligente y apuesto, cultivaba el hedonismo sin remordimientos y no necesitaba trabajar para salir adelante, pero el caso es que lo hizo a conciencia. Alejado de las tópicas estampas del autor bohemio o el intelectual comprometido, escribía por placer y eso se nota en sus libros, pero no había frivolidad ni diletantismo, sino un rigor extremo y una conciencia muy clara de sus propósitos e instrumentos, en su forma de entender la literatura.
Puede que sea injusto referirse siempre a Borges cuando se habla de Bioy, pero lo cierto es que los dos formaron una sociedad duradera y que el influjo, como concedía el autor de El Aleph, fue recíproco. A finales de 1931, un todavía adolescente Bioy -Adolfito- había conocido a Borges en la casa de Victoria Ocampo, que acababa de fundar la legendaria revista Sur. "Entre ambos, y pese a la diferencia de edad, comenzaría una gran amistad. La profeticé, pero no pude imaginarme que sería tan vigorosa", dejó dicho la matriarca de las letras argentinas. Esa "caudalosa amistad", basada en la admiración y en una vasta red de complicidades, fructificó en una estrecha colaboración que se remonta a la redacción de un folleto publicitario -Leche cuajada La Martona- sobre las propiedades de "un alimento más o menos búlgaro". Juntos editaron la efímera revista Destiempo y compilaron, con Silvina Ocampo, una célebre antología de la literatura fantástica. Juntos emprendieron prólogos y traducciones, selecciones de poesía o de relatos policiacos, colecciones de libros, "ficciones anotadas" y guiones de cine. Juntos redactaron las maravillosas e hilarantes páginas atribuidas a Bustos Domecq y otras muchas, concebidas en incontables sobremesas, que no pasarían del esbozo.
Cuando apareció La invención de Morel, "primera" novela de Bioy -antes había publicado otros libros, hasta seis, que él mismo consideraba fallidos: un olvidable "curso de aprendizaje"-, hubo quienes maliciaron que había sido escrita al dictado de Borges, una acusación persistente pero inverosímil, teniendo en cuenta la sobriedad del estilo. Andando el tiempo, este último expresaría en términos inequívocos lo que debía a su joven amigo y confidente: "Oponiéndose a mi gusto por lo patético, lo sentencioso y lo barroco, Bioy me hizo entender que la quietud y la mesura son más deseables (...) me llevó gradualmente hacia el clasicismo". Por su parte, el maestro había enseñado a su discípulo a desprenderse de la superstición -que él mismo había padecido en los años ultraicos- de lo nuevo: "Borges abogaba por el arte deliberado, tomaba partido con Horacio y con los profesores, contra mis héroes, los deslumbrantes poetas y pintores de vanguardia". Compartían la pasión por los libros y por las ideas, un cierto orgullo de clase y sobre todo el humor, pero sus personalidades respectivas eran bien diferentes e incluso opuestas en determinados aspectos. Borges, por ejemplo, aunque enamoradizo, era proverbialmente reticente o refractario al sexo, desdeñaba la novela como género y no apreciaba en exceso la literatura francesa. Bioy era un mujeriego compulsivo que encadenaba las conquistas, ejercía como narrador genuino y alternaba la anglofilia con el culto de Francia. La relación entre ambos está recogida en un libro monumental, el Borges de Bioy, donde este dejó minuciosa constancia de las décadas de intimidad compartida.
Fuera de los múltiples trabajos e intereses en común, sin embargo, Bioy siguió un camino propio, claramente diferenciado. Tras La invención de Morel (1940), una novela deslumbrante donde anticipaba la realidad virtual, siguió cultivando el género fantástico en obras de corte casi metafísico como la menos citada pero muy valiosa Plan de evasión (1945), inspirada por la filosofía idealista. Lo hizo asimismo en sus relatos -con La trama celeste (1948) iniciaría una serie de memorables recopilaciones que lo convirtieron en un maestro de la distancia breve-, pero a partir de la que el propio Bioy -y también Borges- consideraba su obra más lograda, El sueño de los héroes (1954), sin abandonar la predilección por las "historias desaforadas", su narrativa se hizo menos puramente especulativa y más apegada a los contextos cotidianos. Suele hablarse de una evolución hacia el costumbrismo, a menudo, como en la inquietante Diario de la guerra del cerdo (1969), en clave de sátira o parodia, pero Bioy, que gustaba de elegir personajes corrientes -"gente modesta", dice en sus Memorias (1994), como la que protagoniza Dormir al sol (1973)- para enfrentarlos a sucesos extraordinarios, nunca dejó de lado su inclinación a explorar el "lado de la sombra".
El amor perdurable, las fracturas del tiempo, la vigencia de los mitos antiguos, las realidades paralelas, los desvaríos de la percepción, son algunos de los temas que reaparecen en la obra de Bioy, pero en ella, dándole una coloración muy especial, está también la ironía, que actúa a modo de contrapunto o antídoto frente a cualquier forma de solemnidad. Como Borges y como Cortázar, igualmente tachados de extranjerizantes por sus compatriotas más obtusos, Bioy ensanchó el territorio de la imaginación sin renunciar a retratar las peculiaridades de la realidad criolla, antes bien, demostrando que era posible partir de ella para abordar asuntos universales. Algunos no le perdonaron que fuera y pareciera un hombre feliz, que en los miles de páginas de sus diarios, seleccionados por Daniel Martino en el póstumo Descanso de caminantes (2001), se muestra como un desinhibido observador, malévolo pero autocrítico, del entorno que lo rodeaba. En la última entrada del volumen, el septuagenario vividor -genio y figura- anotaba con desparpajo: "Haz mañana, Bioy / lo que puedas hoy".
Puede que sea injusto referirse siempre a Borges cuando se habla de Bioy, pero lo cierto es que los dos formaron una sociedad duradera y que el influjo, como concedía el autor de El Aleph, fue recíproco. A finales de 1931, un todavía adolescente Bioy -Adolfito- había conocido a Borges en la casa de Victoria Ocampo, que acababa de fundar la legendaria revista Sur. "Entre ambos, y pese a la diferencia de edad, comenzaría una gran amistad. La profeticé, pero no pude imaginarme que sería tan vigorosa", dejó dicho la matriarca de las letras argentinas. Esa "caudalosa amistad", basada en la admiración y en una vasta red de complicidades, fructificó en una estrecha colaboración que se remonta a la redacción de un folleto publicitario -Leche cuajada La Martona- sobre las propiedades de "un alimento más o menos búlgaro". Juntos editaron la efímera revista Destiempo y compilaron, con Silvina Ocampo, una célebre antología de la literatura fantástica. Juntos emprendieron prólogos y traducciones, selecciones de poesía o de relatos policiacos, colecciones de libros, "ficciones anotadas" y guiones de cine. Juntos redactaron las maravillosas e hilarantes páginas atribuidas a Bustos Domecq y otras muchas, concebidas en incontables sobremesas, que no pasarían del esbozo.
Cuando apareció La invención de Morel, "primera" novela de Bioy -antes había publicado otros libros, hasta seis, que él mismo consideraba fallidos: un olvidable "curso de aprendizaje"-, hubo quienes maliciaron que había sido escrita al dictado de Borges, una acusación persistente pero inverosímil, teniendo en cuenta la sobriedad del estilo. Andando el tiempo, este último expresaría en términos inequívocos lo que debía a su joven amigo y confidente: "Oponiéndose a mi gusto por lo patético, lo sentencioso y lo barroco, Bioy me hizo entender que la quietud y la mesura son más deseables (...) me llevó gradualmente hacia el clasicismo". Por su parte, el maestro había enseñado a su discípulo a desprenderse de la superstición -que él mismo había padecido en los años ultraicos- de lo nuevo: "Borges abogaba por el arte deliberado, tomaba partido con Horacio y con los profesores, contra mis héroes, los deslumbrantes poetas y pintores de vanguardia". Compartían la pasión por los libros y por las ideas, un cierto orgullo de clase y sobre todo el humor, pero sus personalidades respectivas eran bien diferentes e incluso opuestas en determinados aspectos. Borges, por ejemplo, aunque enamoradizo, era proverbialmente reticente o refractario al sexo, desdeñaba la novela como género y no apreciaba en exceso la literatura francesa. Bioy era un mujeriego compulsivo que encadenaba las conquistas, ejercía como narrador genuino y alternaba la anglofilia con el culto de Francia. La relación entre ambos está recogida en un libro monumental, el Borges de Bioy, donde este dejó minuciosa constancia de las décadas de intimidad compartida.
Fuera de los múltiples trabajos e intereses en común, sin embargo, Bioy siguió un camino propio, claramente diferenciado. Tras La invención de Morel (1940), una novela deslumbrante donde anticipaba la realidad virtual, siguió cultivando el género fantástico en obras de corte casi metafísico como la menos citada pero muy valiosa Plan de evasión (1945), inspirada por la filosofía idealista. Lo hizo asimismo en sus relatos -con La trama celeste (1948) iniciaría una serie de memorables recopilaciones que lo convirtieron en un maestro de la distancia breve-, pero a partir de la que el propio Bioy -y también Borges- consideraba su obra más lograda, El sueño de los héroes (1954), sin abandonar la predilección por las "historias desaforadas", su narrativa se hizo menos puramente especulativa y más apegada a los contextos cotidianos. Suele hablarse de una evolución hacia el costumbrismo, a menudo, como en la inquietante Diario de la guerra del cerdo (1969), en clave de sátira o parodia, pero Bioy, que gustaba de elegir personajes corrientes -"gente modesta", dice en sus Memorias (1994), como la que protagoniza Dormir al sol (1973)- para enfrentarlos a sucesos extraordinarios, nunca dejó de lado su inclinación a explorar el "lado de la sombra".
El amor perdurable, las fracturas del tiempo, la vigencia de los mitos antiguos, las realidades paralelas, los desvaríos de la percepción, son algunos de los temas que reaparecen en la obra de Bioy, pero en ella, dándole una coloración muy especial, está también la ironía, que actúa a modo de contrapunto o antídoto frente a cualquier forma de solemnidad. Como Borges y como Cortázar, igualmente tachados de extranjerizantes por sus compatriotas más obtusos, Bioy ensanchó el territorio de la imaginación sin renunciar a retratar las peculiaridades de la realidad criolla, antes bien, demostrando que era posible partir de ella para abordar asuntos universales. Algunos no le perdonaron que fuera y pareciera un hombre feliz, que en los miles de páginas de sus diarios, seleccionados por Daniel Martino en el póstumo Descanso de caminantes (2001), se muestra como un desinhibido observador, malévolo pero autocrítico, del entorno que lo rodeaba. En la última entrada del volumen, el septuagenario vividor -genio y figura- anotaba con desparpajo: "Haz mañana, Bioy / lo que puedas hoy".
No hay comentarios:
Publicar un comentario