Los restos del tiempo
James Salter vuelve a la novela con un compendio de su experiencia militar y sentimental
Cuando se presenta en el patio recoleto de la vieja casona en San Miguel de Allende donde nos citó, parecería no diferenciarse de los miles de jubilados estadounidenses que han encontrado refugio en esta pequeña ciudad del Bajío, cuna de la independencia de México y patrimonio de la humanidad desde 2008. Pero en cuanto se sienta a la mesa, los ojillos incandescentes de James Salter no dejan lugar a dudas: “Es una lástima que tantos gringos hayan descubierto este lugar maravilloso”, afirma con una dulzura que no pareciera dar paso a un reproche hacia sus compatriotas, esos gringos evasivos y atormentados a los que lleva medio siglo examinando con un escalpelo capaz de realizar incisiones tan nítidas como profundas.
Alto y bien plantado, vestido con jeans y una camisa a rayas, con el cabello blanquísimo que queda al descubierto una vez que se ha quitado su gorra de béisbol, no encarna los 88 años que sus biografías le adjudican; elige huevos rancheros para desayunar, mientras nos cuenta que lleva unas semanas en el pueblo, y que se quedará otras tantas antes de volver a los helados parajes en las vecindades de Nueva York donde vive con su esposa, con quien lleva cuatro décadas de matrimonio: una prueba de que el amor sí puede llegar a consolidarse pese a que en su autobiografía, Burning the days (1997) (Quemar los días, reeditada en español por Salamandra, como casi todos sus libros), parezca presentarse como un womenizer sentimental, un inquieto adorador de las mujeres, o que la mayor parte de sus novelas y cuentos relaten la sutil degradación de las relaciones amorosas.
Si bien durante años la veneración por Salter se mantuvo como una especie de culto secreto reservado a unos cuantos fieles, poco a poco su obra se ha convertido en un insólito fenómeno de masas, tanto en inglés como en español, auspiciado por la reedición de Light years (1975) (Años luz). Pero la publicación de All that is (Todo lo que hay), su novela más reciente, escrita después de 35 años, ha sido unánimemente elogiada por la crítica y por el público como una de las grandes novelas de la época contemporánea, una pieza que, en poco más de doscientas páginas, se muestra capaz de condensar no solo la vida entera de Bowman, su protagonista, sino de las tres últimas décadas, con un estilo de una claridad y transparencia que no dejan de ocultar una drástica melancolía por todo aquello que se lleva el paso del tiempo: otra de las obsesiones de Salter, junto con las mujeres.
Yo no invento mucho. Normalmente tomo personajes de gente que conozco e introduzco rasgos de ficción en ellos
“Yo no estuve esperando todos estos años para publicar un libro maravilloso”, nos aclara. “Escribí otras cosas entretanto [se refiere a algunos relatos, a un libro de viajes y a un libro de cocina escrito con su esposa], realicé algunos esbozos que no me convencieron, también tuve algunos lapsos de descanso, y finalmente llegué al punto, hace unos seis años, en que me di cuenta de que ciertas cosas se estaban acabando, ciertas personas estaban muriendo, y comencé este libro”.
Salter agradece gentilmente, en español, al camarero que nos atiende y que le sirve su té y sus huevos rancheros, y nos revela cómo encontró a su protagonista, un joven que, tras volver de la guerra de Corea, inicia una ascendente carrera como editor: “Philip Bowman está mayoritariamente basado en alguien que conocí, aunque no tanto como para avergonzarlo: no en su vida, sino en algunos hechos de su vida”. Más adelante nos dirá, con una humildad que no esconde cierto orgullo, que nunca tuvo demasiada imaginación y que sus personajes y sus historias derivan, en su mayor parte, de su propia vida y de quienes en un momento u otro lo rodearon.
James Salter nació el 10 de junio de 1925 en Nueva York, y muy joven, a los 17, entró en la Academia de West Point, donde se graduó en 1945. A partir de allí inició una larga carrera como piloto en la Fuerza Aérea y, como Bowman, participó en la guerra de Corea, solo que a su vuelta a Estados Unidos, en vez de convertirse en editor, publicó su primera novela, The hunters (1956) (Los cazadores), por la cual no siente ahora ningún orgullo pese a que muy pronto fuese adaptada al cine por Hollywood en una superproducción protagonizada por Robert Mitchum y un joven Robert Wagner. La guerra también será el centro de su segunda novela, The arm of flesh (1961), reescrita y publicada años más tarde como Cassada (2000).
“Más allá de que fuese el tema de mis primeras dos novelas”, insiste con esa levedad de tono que se mantendrá a lo largo de toda la charla, “no sé si se encontraría la guerra directamente en otra parte de mi obra. Pero la guerra reaparece como obsesión de Bowman, el personaje central de Todo lo que hay, y si usted lo encuentra allí, de seguro estará presente en mi escritura, aunque no me corresponde a mí analizarme para saberlo”.
—Y, como a su personaje, ¿la guerra lo sigue obsesionando?
—No diría que la recuerdo con frecuencia, pero, por supuesto, pienso en ella. Recordarla sería como aceptar una especie de estrés postraumático, y eso no lo tengo. Fue un periodo crucial de mi vida, y uno romántico. Volar es maravilloso, algo natural, pero de pronto la gente con la que volabas también empieza a desaparecer.
Cuando le preguntamos si existe alguna relación entre pilotar un avión y escribir una novela, Salter sonríe con malicia y lo niega. “Tendría que explayarme demasiado para verla”, afirma, si bien parece claro que esa engañosa facilidad para volar es la misma que uno encuentra en su escritura: siempre límpida, serena, casi traslúcida, como los cielos que navegó. Otra vez: más que la guerra, quizá sea el paso del tiempo después de la guerra lo que en verdad le fascina a Salter. Ese desolador paso del tiempo que, en Años luz, provoca la inevitable desunión de un matrimonio; ese paso del tiempo imposible de detener y que, paradójicamente, fluye en la novela como un río tranquilo.
La vida sería muy pobre si uno solo conociera a una mujer. Luego dirá tendrá que decir que solo conoce a una, pero ha de haber más
Además de The hunters, Salter pasó varios años trabajando para el cine, como guionista y director. No obstante, dice, “en algún momento perdí el entusiasmo y gradualmente me di cuenta de que era una tarea que devoraba el tiempo y no merecía tanto esfuerzo. Uno escribe un guion, espera a que lo lea mucha gente y luego la producción y el casting son interminables”. Pese a ello, no cesa de sentir un ápice de nostalgia por ese mundo. “Philip Seymour Hoffman, que murió hace poco”, recuerda de pronto, “era fantástico. Aunque la película no tuvo mucho éxito, en The master era sorprendente, sobrecogedor. Ves algo así, cuando eres joven, y por supuesto quieres hacer películas”.
—En las primeras páginas de sus memorias hay una suerte de poética sobre la forma de convertir la vida en literatura. Usted dice que es algo así como mirar una casa a través de sus ventanas.
—Yo no invento demasiado. Normalmente tomo personajes de gente que conozco e introduzco rasgos de ficción en ellos. ¿Cuánto es autobiográfico? En cierto sentido, todo lo es.
—¿Y cómo logra apresar vidas completas en una novela?
—La historia está basada en una familia que yo conocí bien. No los hechos, sino los personajes. Son muy reales en el libro. El libro es sobre la vida, el curso de la vida, el paso del tiempo. Las cosas desaparecen, pensaba en esa familia particular, a la que yo quería mucho, y me percaté de cómo era extraño pensar en ella, y en mi propia vida, y darme cuenta de que solo recuerdo ciertas cosas; el resto existió, pero no lo recuerdo. Quería escribir un libro no sobre las partes más relevantes de la vida, sino de aquellas que uno recuerda mejor.
En otras entrevistas ha dicho que sus temas principales son el paso del tiempo… y las mujeres. Salter asiente con moderada picardía. “La vida sería muy pobre si uno solo conociera a una mujer. Luego tendrá que decir que solo conoce a una, pero ha de haber más”.
—Todo lo que hay es, en buena medida, el tránsito de Bowman de una mujer a otra y de una casa a otra.
—En cierto sentido, Bowman pasa su vida buscando el amor. El sexo también, pero más el amor. Él no separa una cosa de la otra. ‘Primero la carne, luego el alma’, dijo alguien cuyo nombre no recuerdo. Esto ya no se dice, parecería que debe ser a la inversa, pero en mi novela es así. Bowman se casa; luego tiene una aventura con una inglesa, que sigue su curso y que no puede durar mucho porque viven en países distintos, hasta que se enamora de una mujer en Nueva York: esta relación es el centro del libro, y es solo la tercera mujer que se menciona.
En efecto, la plácida vida de Bowman como editor literario solo se ve alterada por estas relaciones sentimentales, sobre todo por la que mantendrá con esta mujer. De ella se enamorará completamente y juntos comprarán una casa —al fin un hogar—, que se revelará solo como un espejismo movido por la traición. Y es allí donde, inesperadamente, asistimos a un acto sorprendente y terrible: la venganza de Bowman. El hombre en apariencia apacible usará a la hija de su antiguo amor para tomarse la revancha.
La ficción restaura
tu confianza en la humanidad, te da la oportunidad de sentirte vivo e importante
“Más que una venganza es un insulto”, corrige Salter. “Muchos lectores se han quejado de este episodio. Su acto les parece criminal, inexcusable y bajo. Pero Bowman no piensa en eso, solo en insultar a la madre a través de la hija”.
—Y sin embargo Bowman parece no arrepentirse nunca.
—No, es solo una parte de su vida. No lo planeó, es algo que tuvo que hacer porque no podía olvidar la herida, y simplemente ocurre. No es el centro de su vida, solo es un episodio devastador.
—El paso del tiempo ha sido un motivo central de sus libros desde joven. ¿A sus 88 años lo ve de manera distinta?
—Por supuesto, ahora el tiempo ya pasó. Soy el último de mi generación. Te vuelves más distante de los hechos, el tiempo transcurre, pero tú no has cambiado tanto como eso. Antes estabas más o menos en el frente contra el tiempo, y el tiempo se extiende detrás de ti como una ola. Y ahora tú estás en la ola, la perspectiva es diferente.
—¿Para qué sirve la ficción?
—Una película no sirve para aprender a vivir, pero sí para aprender comportamientos. En una novela, en cambio, uno tiene la sensación de que ve lo que hay en el interior de las personas. Al final, creo que la ficción restaura tu confianza en la humanidad, te da la oportunidad de sentirte vivo e importante en el mundo. El placer que se extrae de la lectura puede ser extremadamente profundo.
Salter da un trago a su té y mueve la cabeza de un lado a otro, más sorprendido que resignado.
“Y, sin embargo”, continúa, “lo más asombroso es que la gente parece pasarla muy bien sin leer. Y quienes no leen parecen tan felices como yo”.
—Cuéntenos qué está leyendo ahora…
—No leo tanto como antes. Hay demasiados libros. Ahora me parece que hay más que nunca, pero quizá solo sea producto de la edad. Estoy leyendo a Pamuk, a Le Clézio; también A Visit from the Goon Squad, de Jennifer Egan, que ganó el National Book Award, y Los lanzallamas, de Rachel Kushner. Y leo muchas biografías.
—¿Cuál es su relación con la literatura hispano americana?
—Por supuesto, leí Cien años de soledad, y todo Borges. Admiro profundamente a Neruda. Y, desde luego, a García Lorca. He conocido a bastantes escritores latinoamericanos, a uno de Perú que es un tipo fantástico, aunque no he leído sus libros.
Sin mostrar ningún síntoma de fatiga, Salter termina su desayuno y se prepara para continuar con su anónima estancia en San Miguel. Se despide no sin preguntarnos qué autor latinoamericano debería leer. “Bolaño, tal vez”, le decimos. Salter asiente, se despide con extrema cortesía y se pierde, como tantos de sus personajes, en la distancia y en el tiempo.
Todo lo que hay. James Salter. Traducción de Eduardo Jordá. Salamandra. Barcelona, 2014. 384 páginas. 20 euros.
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