En "blogs.publico.es":
Luis Landero reniega de la novela, pero escribe una sin saberlo
Luis Matías López
Luis Landero se declara al comienzo de El balcón en invierno (Tusquets) hastiado de escribir novelas, incluso de ser escritor. Ya “casi viejo” (nació en 1949), cuando “ya pueden verse las primeras sombras del crepúsculo al fondo del camino”, se pregunta si en realidad le gusta su oficio, si no habrá sido víctima de un “malentendido vocacional”, si la rapidez con la que cambia los cartuchos de tinta de la estilográfica no será un reflejo de cuando, de niño, soñaba con una vida de acción y aventura, con ser un pistolero del Lejano Oeste. Aunque, como como decía sin acabar de creérselo Lino, protagonista de Absolución, citando a Pascal, “todos los infortunios del hombre vienen de no saber estarse quieto en un lugar”.
Pese a todo, Landero empieza a escribir una novela: un jubilado sale a la calle con una pistola fijada con una goma al tobillo y 10 euros repartidos en monedas y un billete de cinco para repartir entre los mendigos, cuyos enigmas quiere investigar. Relee las primeras páginas y le vuelven las dudas: ¿”Es que no ves que hoy casi nadie lee novelas, o al menos novelas literarias, y que hay placeres y modos de entretenimiento, y ofertas de ocio en general, más fáciles, baratas e instantáneas”?
Y el lector, este firmante lector, como muchos otros incondicionales de Landero, se echa a temblar: ¿Acaso no es consciente de que tiene una deuda con nosotros? ¿Habrá olvidado que, cuando empezó a escribir, la literatura se convirtió en su “tabla de náufrago” y que, desde entonces, le ha salvado del “abismo de no saber qué hacer en la vida, del absurdo de vivir?” ¿Será capaz de retirarse en plena madurez creativa, dejando en el limbo un puñado de buenos libros aún no escritos?
Termina ese primer capítulo y no queda del todo claro si su propósito es firme, incluso en lo que respecta a la ficción. “Porque, si abandonas la novela”, reflexiona, “¿qué haces? Es decir, ¿qué escribes? Porque no sabes vivir sin escribir”. ¡Aleluya! La cosa no es tan grave. Si no novelas (y quién sabe lo que ocurrirá en el futuro) al menos seguirá escribiendo.
De ahí surge El balcón en invierno, una autobiografía parcial, que apenas cubre apenas sus primeros 20 años, los que sin él darse cuenta le forjaron como escritor. El tiempo en el que aprendió la técnica de contar historias en el ambiente familiar, de campesinos extremeños ni ricos ni pobres, en el que se desgranaban relato tras relato al calor de la lumbre con técnicas ancestrales que tanto podían proceder de la Edad Media como de Las mil y una noches. El tiempo en el que, emigrado con los suyos a Madrid en busca de fortuna, sufría encontronazo tras encontronazo con su padre, que proyectaba en él las esperanzas de éxito que él no pudo alcanzar, y con el que solo pudo reencontrarse, al que solo empezó a comprender, cuando llevaba varios años muerto. El tiempo, por fin, en el que pasó sin pena ni gloria por diversos oficios, incluido el de guitarrista flamenco, el primer libro que cayó en sus manos se convirtió en su mayor tesoro y un profesor de academia nocturna le descubrió la magia de la buena literatura.
Ese adolescente inquieto es el que, cuarenta y tantos años después, desafía al escritor de éxito, mimado por la crítica, profesor y conferenciante respetado, y le reta con descaro: ¿Me has traicionado? Y al que, medio en broma medio en serio, le responde algo así como: Habría preferido ser Jesse James o Billy el Niño.
En realidad, quizás sin saberlo, el autor de Juegos de la edad tardía (su extraordinario debut allá por 1989), ha escrito una gran novela, otra más. Cabe dudar, incluso contra su propia opinión, de que El balcón en invierno solo contenga fragmentos de realidad, reconstrucción de hechos y sentimientos de su infancia, adolescencia y entrada precoz en la vida adulta. De la misma forma que ningún escritor que aspire a la profundidad puede dejar de reflejar sus experiencias personales en sus novelas, es casi imposible que, cuando convierte su propia vida en material literario, no lo adorne, reconvierta y embellezca, no lo modifique con la imaginación, aunque solo sea para cubrirlo con el manto de la nostalgia. En definitiva, no lo convierta en una novela.
Así, Landero nos presenta, desde la perspectiva de la añoranza, un mundo rural como si fuese el escenario y el argumento de una película costumbrista, en la que incluso pequeñas miserias cotidianas trascienden para convertirse en material forjador de un carácter y una vocación, como podía ocurrir en la gran literatura del siglo XIX, su referente más preciso, junto a Cervantes. Igualmente, sus peripecias en un Madrid en el que, desde la Guindalera hasta Barajas, apenas si había otra cosa que descampados y humildes merenderos, tiene a veces ecos –aunque no tan dramáticos- de la lucha por la vida de Baroja.
Volviendo al primer capítulo, Landero relee las primeras páginas de la novela sobre el jubilado y se deprime porque, “allá donde esperaba encontrar el fulgor de lo ardoroso y de lo nuevo, encontré solo baratijas sentimentales, remedo de antiguas emociones, rebañaduras de viejos festines”, el reflejo de “lo que se escribe con oficio más que con devoción”. Y se dice: “Dios mío, otra novela no, otra vez no. Otra vez el hombrecillo gris y sus grandes o pequeños afanes, no”. Así que se olvidó de la novela. O eso creía él, porque lo quiera o no, El balcón en invierno es una novela, y una de las mejores que ha escrito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario