Cuesta transmitir el insólito placer que suscita la lectura de este libro. Insólito en primer lugar porque dicho placer no procede de un intento de resultar “divertido” o “humorístico” ni siquiera “entretenido” (aspiración suprema de tantos colegas), sino del esfuerzo sostenido de su autor por abordar de manera íntegra y coherente los asuntos estéticos y sociales que más le preocupan incardinándolos en una interpretación de la historia reciente y del mundo actual.
El principal beneficiado de esta manera tan coherente de intervenir en público es el propio libro. Rompiendo algo no es un ensayo escrito para la ocasión, sino un compendio de textos que van desde el prólogo a la conferencia, pasando por el coloquio o el artículo. Si tenemos en cuenta el azaroso rumbo de esta clase de solicitudes (por no hablar de los peregrinos temas que suelen proponerse) el riesgo de que a fin de cuentas las “pedradas” no encontrasen ninguna ventana que romper eran elevadas. Este peligro queda conjugado (además de la hábil selección y montaje de las piezas) por la resolución con la que Gopegui consigue mantener todas las piezas en la amplia órbita de los temas que le preocupan.
Si bien “rompiendo algo” no llega a constituirse en una “poética” (algo que posiblemente tampoco le interese a la autora), funciona como una caja de herramientas que aclara y desactiva las reticencias que sigue despertando la obra de Gopegui en un clima literario predispuesto a refunfuñar cuando el trato con una “novela política” le impone abandonar la mandorla de la exquisitez “estética” (pese a que: “Toda literatura es, se sabe, política; preguntarse sobre si la literatura es política en las actuales condiciones significa preguntarse si la literatura, como la política, puede hacer hoy algo distinto de traducir, acatar o reflejar el sistema hegemónico).
¿No son las novelas políticas ideológicas, no tuercen la vida para defender una tesis previamente establecida? ¿Qué mal hay en escribir bien?¿Pero cómo vamos a “cambiar el mundo” en España cuando sólo hay cinco mil “lectores literarios” y posiblemente ninguno es político? ¿No tiene una novela sobre Cuba que es una dictadura y metía a los homosexuales en los campos de concentración? ¿No “mancha” ya la política bastante el mundo como para invitarla ahora a que invada también el campo de la imaginación?
Libros que modifican la piel de una sociedad
Corresponde al lector localizar aquellas respuestas que más le intriguen pero hay dos que me parecen especialmente útiles. La primera se refiere a las dudas de que una novela pueda “transformar el mundo”. Aunque se podrían citar casos de libros que han modificado sustancialmente la piel de una sociedad, lo que persigue la novela es denunciar falsas e interesadas visiones del mundo, mantener vivas historias y maneras de pensar y sentir posibles, preservar activo el sentido crítico y una esperanza combativa. Cuando le entre el desánimo al lector le bastaría con interrogar a sus propia experiencia sobre cómo la literatura alteró su mirada y sus expectativas vitales.
John Ashbery aseguraba que no estaba interesado en leer poesía política porque le hablaba de cosas que ya sabía y con las que, además, estaba de acuerdo. Una manera de animar a Ashbery pasaría por defender que la dimensión política de una novela no se limita a recitar cosas ya sabidas o a reiterar una tesis, sino que se impone la responsabilidad de contar por primera vez la historia de cómo la política y la sociedad presente “rozan” nuestras vidas, y a visualizar posibilidades futuras, “a fundar visiones de mundo”.
La otra herramienta que parece de utilidad inmediata es la que discute el dogma según el cual el novelista apenas es un hombre que se hace multitud de preguntas, que trata de ofrecer desde su sensible estupor una visión lo más compleja posible de la realidad, repartiendo las culpas y tratando de ampliar al máximo el campo de una comprensión, la suya, colonizada por la compasión. Si dejamos de lado el deseo de ser “complejo”, el resto supone exigirle al novelista que se esfuerce en negar su capacidad de juicio y en atrofiar su sensibilidad moral, en sustituir sus propia mirada sobre el mundo por una suerte de cofoïsme universal: una absolución de toda responsabilidad humana en tanto que humana; en otras palabras: que se esfuerce en alelarse.
Ninguno de los escritores que pasan por ser “estilistas supremos” hubiese tolerado una reducción de esta clase (con toda la complejidad y sutileza de la que son capaces ni Proust con el “caso Dreyfus”, ni Flaubert con “la idiotez de la burguesía” ni Joyce “con el nacionalismo y el catolicismo irlandés” ni Kafka “con la exclusión racial” tuvieron la más mínima intención de ser moralmente compasivos ni tampoco de ofrecerle al lector una “mirada” neutra). Esta actitud beatífica encuentra su correlato en las novelas dedicadas a escandalizarse por la persistencia del mal radical en la tierra, en rasgarse las vestiduras por lo malos que somos “por naturaleza”. Son dos caras de la misma moneda, y suponen una renuncia al discernimiento intolerable en un novelista a menos que se dedique (iba a escribir que se “entregue”) exclusivamente al “entretenimiento”.
Romper convicciones
Como el lector habrá comprendido ya las cosas que aquí se rompen no son escaparates, lunas de autobuses o containeres, sino convicciones sin airear, prejuicios, ideas atascadas y miradas impuestas sobre alguna zona de la realidad. Y se hace a sabiendas de que se “está rompiendo algo. Algo que no podrá pegarse otra vez. Y querría ser cuidadoso y obrar con dulzura, pero hay en el acto de romper una dureza seca, inevitable, necesaria”.
Hace mucho tiempo que los lectores de Belén Gopegui admiramos (incluso cuando discutimos con personajes, ideas y pasajes de sus libros) sus numerosos talentos estrictamente literarios: el suave encaje del pensamiento en la acción, la laboriosa dedicación a los aspectos materiales de la trama, la polifonía afebril de voces o la capacidad de modular líricamente los temas principales…
Y este libro puede ser una oportunidad para que el lector que desconoce sus novelas empiece a convencerse de que la preocupación por el nervio político de un libro no supone renunciar a competir en otros registros. Como se dice en algún momento los novelistas ambiciosos “lo queremos todo”. La propuesta y el despliegue de esta ambición es la otra fuente del placer insólito que suscita este libro.
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