Jesús Fernández Santos
Estas son sus primeras páginas:
El
caballo se detuvo ante la puerta; el más viejo de los que le montaban se apeó,
y luego de atarle entró hasta la cocina; allí no encontró a nadie, y sólo
volviendo, en el pasillo, halló a Manolo preguntándole qué deseaba.
Manolo
es el dueño de la cantina; vende género, alquila habitaciones y reparte el
suministro. Le preguntó al viejo:
—¿Qué
buscas?
—Al
médico. ¿Está?
—No,
pero vendrá en seguida.
El
viejo puso gesto de disgusto y pareció meditar. Salió a mirar al chico sobre el
caballo, inmóvil en el porche, y el chico le devolvió la mirada, interrogándole
a su vez. Manolo salió a la luz y vio la mano ensangrentada.
—¿Qué
le pasó?
—Se
cortó. Estábamos podando. Hay que curarle en seguida porque se está desangrando
—le mostró la mano del muchacho envuelta en trapos manchados de sangre.
El
chico no decía nada, pero sufría mucho, mirando constantemente el camino por
donde había de llegar el médico. Súbitamente volvió la vista hacia su mano roja
y comenzó a palidecer. El viejo dijo entonces que ya se había mareado tres
veces por el dolor y la sangre, por el miedo que le daba verla.
—¿Por
qué no le baja? Que se siente y descanse un poco.
—¿Me
quiere echar una mano? Aunque es pequeño, pesa lo suyo.
Entre
los dos le bajaron y fue a sentarse dentro. Le hicieron tomar una copa de
aguardiente y se reanimó un poco; la mano herida descansaba sobre la mesa y
Manolo tuvo que hacer un rodeo para no tocarla cuando con un paño fue limpiando
las marcas de los vasos.
Al cabo
de diez minutos llegó, con gran estrépito, el coche del correo. Trajo dos
viajeros del tren, encargos y certificados. Manolo salió de nuevo y ayudó a su
hermano Pepe a descargar, colocando los envíos sobre el mostrador en espera de
que los destinatarios se presentasen. Un cajón de botellas, sogas, lías, tres hojas
de guadaña, piedras de afilar, las raciones del tabaco y doscientas mil
unidades de penicilina fueron entregados; en tanto, su hermano, en la estafeta,
repartía la correspondencia con el mínimo interés de los que nunca han esperado
una carta.
Eran casi
las dos cuando apareció el médico. Venía luchando con la cuesta, respirando
hondamente, fatigado. Se detuvo en la ventana y preguntó:
—¿Tengo
algo?
Pepe
negó con la cabeza. Fue Manolo quien le contestó señalando al viejo y al
muchacho:
—Aquí
le esperan hace un rato.
Entró
en la cantina y lanzó una ojeada a ambos, cogió la mano que sangraba con ademán
profesional, sin evitar un ligero gesto de desagrado, y murmuró:
—Vamos,
vengan.
Los
otros le siguieron hasta su cuarto por un pasillo de paredes combas que olía
fuertemente a pino y arena del río, y el más joven preguntó al viejo, mientras
trepaban los escalones finales:
—¿Qué?
—pero el viejo no contestó; por el contrario, le hizo ademán de que callara.
Comprendió
el médico que no les inspiraba mucha confianza. Su juventud y la exigua y vieja
cartera donde ahora estaban fijas sus miradas, no debían hablarles ni de una
larga práctica, ni de su sabiduría en el oficio. Era lo de siempre desde su
llegada allí, pero no por conocido le molestó menos. El muchacho le observaba
atentamente; vio con recelo aparecer el instrumental en sus manos, miró de
nuevo al otro y, aunque mudo, su cara era tan expresiva como si el miedo
quisiera liberarse por la vista. Podía haberle hablado una palabra, un ademán
amable, pero se abstuvo de romper aquel metálico silencio de pequeños roces, de
respiraciones y suspiros, y fue desenvolviendo los trapos en tanto llegaba de
fuera el trepidar del coche de Pepe entrando en el garaje.
El dedo
no tenía remedio. Se hallaba cercenado casi por completo, mostrando entre la
carnicería el blanco hueso al aire. Había que terminarlo y se lo dijo al chico,
que de nuevo comenzó a desmayarse, y mientras el viejo traía más coñac, siguió
levantando el vendaje y lo apartó para quemarlo.
La
punta del bisturí iba haciendo surgir el dolor de la carne. El médico percibía
a través de sus manos los estremecimientos del chico, los agudos tirones del
dedo roto que pugnaba por librarse; veía su frente húmeda, brillante, en la
penumbra de la habitación, bajo la lámpara. Una mosca inició un breve vuelo en
torno a la sangre, pero el viejo la espantó en tanto el chico se agitaba
sollozando como un pequeño animal cuya voluntad fuera ajena al deseo de
curarse.
Bebió
un vaso de agua y le secaron el sudor de la frente.
—¿Acabó
ya?
—Ya.
Eran
casi las cuatro. El viejo le miraba mientras se lavaba las manos. Seguramente
pensaba cuánto iría a cobrarle; para ellos el dolor no guardaba relación alguna
con su dinero; de todos modos, el precio les iba a parecer injusto; era fácil
recordar de otras veces las acostumbradas lamentaciones. Pagaron sin decir
palabra, y mientras les acompañaba hasta la puerta, pensó el médico en el
tiempo que llevaba sin comer y sintió hambre.
En
tanto comía, el dedo descansó en un vasar de la cocina, envuelto en un papel.
—¿Le
importa que lo mire?
Manolo
lo estuvo examinando con cuidado por todos lados y hasta se le ocurrió
compararlo con uno propio. Su mujer gruñó
—¡Entiérralo
de una vez, es una porquería! —y le obligó a dejarlo donde estaba.
—¿Qué
se sentirá cuando cortan un dedo?
—No se
siente nada, sólo le duele a uno.
* * *
Alguna
vez, cuando su hermano tardaba, solía esperarle fuera, y contemplando la talla
de la piedra dejaba transcurrir el tiempo. No comprendía el significado de las
cartelas, pero admiraba el buen trabajo del que las había esculpido. La leyenda
decía: «Siempre fiel»; y él, que sabía lo que la fidelidad significaba, no
acababa de entender a quién aquella fidelidad había ido dedicada. Era un
pequeño pueblo sin iglesia, sin cura y sin riqueza.
* * *
El
médico salió al huerto tras la casa, y mientras de dos azadonazos cavaba una
pequeña sepultura para el dedo, vio a Pepe a la puerta del garaje, afanándose
en desmontar el motor del coche. Dejó la azada, y apartando el alambre de
espino de la cerca fue hacia allí.
—¿Qué
le pasa?
Pepe
alzó la cabeza, contestando que no sabía, pero que seguramente tenía el motor
lleno de carbonilla, porque llevaba unos días sonándole como si llevara a todos
los demonios dentro. El médico se prestó a ayudarle y entre ambos quitaron las
culatas, dejando al descubierto los cilindros negros.
—¡Dios,
cómo está esto!
Empezaron
a limpiarlos uno por uno, con cuidado, poblando a poco la manta, extendida en
el suelo, de las piezas que fueron desmontando. El sol caldeaba él acero hasta
hacerlo intocable. Sólo pequeñas ráfagas de brisa aliviaban el ambiente
caluroso y pesado, levantando tenues vapores de polvo que flotaban sobre los
prados o la superficie del río para desaparecer camino abajo. La grasa cubríase
de una película gris de tierra y suciedad que hacia maldecir a Pepe en voz
baja.
Antón
Gómez, representante del secretario del Ayuntamiento para el pueblo, se
incorporó en la cama, donde dormía la siesta con su mujer, y sentándose a los
pies, sobre la colcha, se frotó los ojos y respiró ruidosamente. Trató de peinarse
con los dedos y miró su escuálida cara en el espejo. Con las alpargatas en la
mano entró en la cocina, intentando encontrar entre los platos sucios, en el
cajón del pan, la lista del médico. Como no la encontró, pensó despertar a su
mujer, pero siguió buscando.
Había
llegado la orden mensual de pago al médico y era preciso cobrar aquella misma
tarde, a cada vecino, su cuota correspondiente.
Al fin
la encontró. Lanzó una ojeada a los nombres, aunque los conocía de memoria, y
ya por la carretera fue remetiéndose la camisa, según se acercaba a casa de don
Prudencio. Pasando junto a la cochera de la fonda vio al médico y pensó que el
anterior no tenía aquellas costumbres, al tiempo que preguntaba:
—¿Qué,
no marcha?
Los dos
hombres, en mangas de camisa, le contestaron:
—¡...este
calor!
Y
siguieron atornillando en el suelo.
Al otro
lado del río, entre los sauces, un pequeño borrico revolcándose en el polvo le
trajo a la memoria la imagen de su mujer sudando entre las sábanas.
Se
dijo: «Éste no suda...» y siguió andando; luego añadió «don Prudencio».
El
pequeño borrico se levantaba, corría un corto trecho circular y volvía a
revolcarse en su lecho de polvo, repitiendo la maniobra hasta tres veces antes
de que el ayudante le perdiera de vista. Se cruzó con una niña sucia y rubia,
descalza, con un botijo en la mano, que le miró un instante y se alejó
canturreando. Le vio meter las manos bajo el chorro de la fuente y refrescarse.
Siguió
caminando, como si su somnolencia le condujese a casa de don Prudencio; en el
corral apartó dos reses, tan indiferentes y dormidas como él mismo, y llamó en
la portalada:
—¡Don
Prudencio, don Prudencio!
No hubo
respuesta y sólo un silencio hueco. Volvió a llamar:
—¡Don
Prudencio!, ¿está? —y la cabeza brillante del viejo orlado de mechones grises
en las sienes apareció en el ventanillo, sobre la puerta. Se volvió hacia el
interior:
—Abre,
Socorro, es Antón.
Le
abrió Socorro, con su cara de siempre, entre grave y aburrida.
—¿Qué
querías?
—Es por
lo de la lista del médico...
Don
Prudencio le esperaba en el rellano de la escalera. Le reconoció en la
penumbra, embutido en su traje de pana de siempre, con la camisa pulcramente
abotonada en el cuello.
Socorro
les llevó a la cocina. Le estaban preguntando:
—¿Qué
tal tu mujer?
Y Antón
respondía:
—¡Vaya!
En las
ventanas entornadas un puñado de moscas revoloteó susurrando.
El
viejo continuó:
—Como
salgo tan poco tengo que enterarme de lo que pasa en el pueblo por los que
vienen a verme.
—Claro,
usted, ya, para descansar.
—Socorro,
saca un poco de ese café que trajeron ayer.
—¿Le
trajeron café?
—Sí, de
Portugal; a menudo precio: a cien pesetas kilo.
Cogió
la lista y buscó su nombre. Desapareció y vino con una pequeña caja de metal
bajo el brazo. A medida que contaba el dinero le iba preguntando por todos los
vecinos, y Antón, entre el sueño que le invadía, luchaba por contestarle.
—No
salgo nada, o casi nada, todo lo más un paseo por la tarde. Socorro me hace
todo. ¿Para qué me voy a molestar? Yo ya necesito poca cosa.
Antón
veía a Socorro calentando agua en la hornilla y se preguntaba si verdaderamente
don Prudencio necesitaría tan poco. La muchacha se volvió y encontró su mirada
fija en ella, pero no hizo el menor ademán, la más pequeña muestra de haberlo
notado; siguió inmóvil sobre la lumbre, y alguien más despierto que el
secretario hubiera hallado un agudo contraste entre la jovialidad y
complacencia un poco absurda del viejo y la monotonía de la muchacha.
—Y
Amparo, ¿cómo le va a Amparo?
—Pues
con su madre, como siempre esa, también, poca suerte tiene.
Las
últimas palabras le habían costado un gran trabajo pronunciarlas y el tono fue
casi malhumorado. El viejo respetó su silencio, consintiendo que se sumergiese
en el sueño de su cigarro recién encendido. Sólo añadió, conmiserativo, en
tanto se ajustaba la boina sobre la frente:
—Dile
de mi parte que se mejore su madre.
La
muchacha, en pie junto a la ventana entornada, parecía evaporarse a intervalos,
como si en la habitación, a ambos lados de los cigarros humeantes, sólo los dos
hombres existiesen. Cuando ella se movía, Antón la miraba; luego entornaba los
ojos y volvía a sus sueños, oyendo cómo el viejo suspiraba entre pregunta y
pregunta.
Hirvió
el café y fue servido en dos tazas nacaradas de color naranja El ayudante
sorbió hasta la última gota y tras desperezarse se despidió:
—Pues
hasta la próxima, don Prudencio.
—Hasta
cuando quieras —introdujo ambas manos en los bolsillos de la chaqueta.
Socorro
bajaba tras él para cerrar la puerta. El viejo se había justificado:
—No se
puede dejar nada abierto en este tiempo; se llena todo de polvo, sobre todo el
piso de abajo —le había dado en la espalda un golpe amistoso—. Y luego el
calor...
—Adiós,
Socorro.
Los
labios de la muchacha se habían entreabierto para responderle; la puerta se
cerró a sus espaldas y, tras ella, los pasos desaparecieron, lentos, hacia
arriba. De haber hecho menos calor, el ayudante se hubiera tomado el trabajo de
pensar sobre los acontecimientos que dejaba tras sí, acerca de don Prudencio y
la inmóvil atracción de Socorro, pero en el corral sintió el sol sobre su cara,
sobre el cuello, quemándole, y todo se le borró de su mente, excepto la idea
del sudor que pronto le correría por la espalda.
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