Manuel Vicent
MANUEL VICENT 5 MAY 2013
Algún día se recordará cómo era antaño el paisaje de la pobreza en la ciudad. Lo formaban mendigos galdosianos o posindustriales que se acercaban con la mano tendida a la ventanilla del coche en los semáforos o permanecían arrodillados en la puerta de las iglesias con un plato limosnero en el suelo o se paseaban con un cartón en el que proclamaban su desgracia escrita con letras similares, como salidas de un mismo troquel. Puede que hubiera detrás de esos cartones una secreta organización de mendigos, pero se trataba de una miseria resignada que permitía ejercer una caridad tranquila. Los pobres entonces se limitaban a agradecer la limosna con la humildad requerida y todavía se podía pasar de largo sin dignarse siquiera mirarlos a la cara. Pero un día los pobres comenzaron a multiplicarse en la calle bajo distintas variedades, autóctonos e inmigrantes, y a este espectáculo se añadió un hecho inquietante. Gente corriente, mezclada con pordioseros del común, esperaba al anochecer en la puerta trasera de los supermercados en silencio a que un dependiente arrojara en el contenedor la comida caducada. “Papá, aquí hay una barra de pan”, se oyó gritar a un niño de cinco años desde el interior de un cubo de basura. Hubo un momento en que la pobreza visible, la de toda la vida, cruzó una línea roja, a partir de la cual la bajada hacia la miseria colectiva se produjo por inundación. El oleaje engulló al grueso de la clase media, a los que ya no podían ser ayudados por sus familias o preferían el orgullo con hambre a la caridad. ¿Cuándo sucedió la gran rebelión? Puede que fuera aquel día en que se rompió el equilibrio que existía entre el miedo y el cabreo. Estas fuerzas contradictorias se habían neutralizado mutuamente durante un tiempo. Los que temían perder el trabajo no se atrevían a protestar; los que acababan de perderlo no se decidían todavía a destruir el sistema. La visión de la pobreza en la calle fue cambiando. Sin que nadie se diera cuenta apareció un nuevo paisaje humano. Los viejos mendigos herrumbrosos fueron sustituidos en masa por ciudadanos con corbata, por señoras con collares de perlas y tacones, que pedían limosna en las esquinas con odio, sin ninguna humildad. ¿Cómo se produjo el estallido que puso al Estado patas arriba? Nadie lo sabe.
Algún día se recordará cómo era antaño el paisaje de la pobreza en la ciudad. Lo formaban mendigos galdosianos o posindustriales que se acercaban con la mano tendida a la ventanilla del coche en los semáforos o permanecían arrodillados en la puerta de las iglesias con un plato limosnero en el suelo o se paseaban con un cartón en el que proclamaban su desgracia escrita con letras similares, como salidas de un mismo troquel. Puede que hubiera detrás de esos cartones una secreta organización de mendigos, pero se trataba de una miseria resignada que permitía ejercer una caridad tranquila. Los pobres entonces se limitaban a agradecer la limosna con la humildad requerida y todavía se podía pasar de largo sin dignarse siquiera mirarlos a la cara. Pero un día los pobres comenzaron a multiplicarse en la calle bajo distintas variedades, autóctonos e inmigrantes, y a este espectáculo se añadió un hecho inquietante. Gente corriente, mezclada con pordioseros del común, esperaba al anochecer en la puerta trasera de los supermercados en silencio a que un dependiente arrojara en el contenedor la comida caducada. “Papá, aquí hay una barra de pan”, se oyó gritar a un niño de cinco años desde el interior de un cubo de basura. Hubo un momento en que la pobreza visible, la de toda la vida, cruzó una línea roja, a partir de la cual la bajada hacia la miseria colectiva se produjo por inundación. El oleaje engulló al grueso de la clase media, a los que ya no podían ser ayudados por sus familias o preferían el orgullo con hambre a la caridad. ¿Cuándo sucedió la gran rebelión? Puede que fuera aquel día en que se rompió el equilibrio que existía entre el miedo y el cabreo. Estas fuerzas contradictorias se habían neutralizado mutuamente durante un tiempo. Los que temían perder el trabajo no se atrevían a protestar; los que acababan de perderlo no se decidían todavía a destruir el sistema. La visión de la pobreza en la calle fue cambiando. Sin que nadie se diera cuenta apareció un nuevo paisaje humano. Los viejos mendigos herrumbrosos fueron sustituidos en masa por ciudadanos con corbata, por señoras con collares de perlas y tacones, que pedían limosna en las esquinas con odio, sin ninguna humildad. ¿Cómo se produjo el estallido que puso al Estado patas arriba? Nadie lo sabe.
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