Justo Navarro
El único hombre desnudo
Los pocos varones que se ven en las obras del pintor tienen un peso monumental
JUSTO NAVARRO 9 MAY 2013
Cuando murió, en mayo de 1930, Julio Romero de Torres disfrutaba de toda la fama que puede alcanzar un artista. Hace tres días fui a Málaga y entré a ver la breve exposición que le dedica el Museo Carmen Thyssen. Había mucha gente. Romero sigue gustando y atrayendo, causando efecto en el público. Popular y selecto, fue retratista de buenas familias españolas y americanas. Pintó en 1905 al joven Alfonso XIII en uniforme militar y no sé si esa figura es menos terrible que la del médico de Córdoba Torrellas y Gallego, en un cuadro de diez años antes, con la mano en el pecho de un cadáver desnudo, verdoso y con bigote. Pintó una galería de mujeres, aunque no pintaba mujeres: pintaba a la Mujer, santa o pecadora, siempre la misma, pague o cobre por posar para el gran Romero de Torres. Sus mujeres son un estereotipo, es decir, “una imagen o idea simplificada, estable y ritualizada, de amplia aceptación social”, según la definición de Luis Gasca y Román Gubern en El discurso del cómic. Son mujeres decorativas, envueltas en los tonos bituminosos de los retratos oficiales que adornaban en aquel tiempo las paredes de los ministerios.
Viviendo por casualidad en Roma, descubrí dos libros italianos con pinturas de Romero de Torres en la portada. 1912+1, de Leonardo Sciascia, había elegido Viva el pelo, óleo y temple sobre lienzo, de 20 por 25 centímetros. No está en la exposición de Málaga; hay que ir a Córdoba a verlo. Sciascia reconstruye un caso judicial histórico: el crimen de la condesa Tiepolo, en San Remo, el mismo año, 1913, en que liberales y católicos italianos firmaban el Pacto Gentilani, comprometiéndose a mantener la enseñanza católica en los colegios del Estado, defender la unidad familiar y oponerse absolutamente al divorcio. Pero la condesa cometió su crimen al calor de la familia: mató al asistente de su marido, capitán del ejército, acusándolo de haber querido violentarla, y todo sugería que la víctima era amante de la homicida. En España el mismo cuadro ilustró en 1965 un sello de correos de diez pesetas.
Specchio delle mie brame (Espejo de mis ansias), un relato de Alberto Arbasino, de 1995, sitúa en la Belle Epoque y en un verano siciliano las andanzas de una baronesa, madre libertina en un mundo de sexo y honor: “imaginaciones bestiales, simbolismos rurales, visiones catequísticas y fantasías paleolíticas” según palabras del propio Arbasino. En la portada aparece el óleo San Rafael, encargado al pintor en 1925 por el alcalde de Córdoba.
Romero de Torres pintaba mujeres parecidas a estampas publicitarias. Alguna vez se ofrecen como las frutas de un bodegón, y son al mismo tiempo los limones y la fuente para las naranjas, lo que se come y lo que se usa. Los pocos hombres que se ven en las obras de Romero tienen un peso monumental: un rey, señores cordobeses (incluido el propio pintor), cabezas de familia, sacerdotes, caballistas como lejanas esculturas ecuestres vivientes, guitarristas de traje negro, toreros, estatuas del Gran Capitán, de Góngora, de Maimónides, de Séneca, de Cristo, de Lagartijo, del Guerra. Las mujeres pueden ser monjas o enlutadas de mantilla, doncellas o madres, pero se desnudan. Los hombres van muy vestidos, uniformados, aunque sea de burgués o de matador. El uniforme de la mujer es la carne, tapada o desnuda. El único desnudo masculino que he visto en una obra de Romero de Torres es el cadáver verde del cuadro del doctor Torrellas, un hombre reducido a cuerpo, sólo cuerpo, cuerpo-cosa.
Romero de Torres fue un buen ilustrador, un buen cartelista publicitario para bodegas y fábricas de municiones. Hizo, al inicio de su etapa triunfal, varios carteles para las ferias cordobesas, empezando por el cartel para la feria de ganado de 1897. Especialista en mujeres, fue jurado de premios de belleza. Lily Litvak cuenta que en 1925 las mujeres bilbaínas lo homenajearon regalándole una almohada rellena de rizos de sus cabelleras. Pero, amante de la fiesta, sus pinturas tienen un aura religiosa: sus desnudos yacentes pueden presentarse como resucitadas en un altar del Santo Sepulcro. En los cuadros de Romero de Torres las mujeres interpretan el papel de Mujer, monjas, amas de casa o prostitutas, y los hombres el de Hombre. Son hombres y mujeres que alguna vez abren la navaja, pero sus crímenes pasionales se nublan en un aire de sacrificio religioso que los vuelve aún más repelentes. En el mundo del espectáculo que pintaba Romero, la religión forma parte del entretenimiento de masas.
Justo Navarro es escritor.
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