Manuel Vicent
MANUEL VICENT 24 MAR 2013
A una edad este superviviente había comenzado a dividir su futuro en plazos de tres meses. Sus deseos nunca iban más allá. Concebía la vida como una letra de cambio a 90 días que había que renovar siempre con permiso de la fortuna. Había pasado el invierno sin demasiados quebrantos y habiendo llegado sano y salvo al equinoccio de primavera, este individuo levantó su propio horizonte como si fuera un gran cartel y lo colocó bien visible tres meses más allá colgado del 21 de junio, en el próximo solsticio de verano. Esta vez una parte del nuevo horizonte era azul, puesto que se veía una playa con palmeras y hamacas donde pasaría las vacaciones. Había sometido su vida a trayectos cortos para poderlos vivir con relativa intensidad. Esta primavera se propuso no agachar la cabeza ante cualquier ignominia; tampoco dejaría de protestar, de maldecir, de manifestarse frente a la villanía de políticos y banqueros; sería uno más entre los indignados que iban detrás de una pancarta; firmaría el panfleto más iconoclasta, revolucionario o nihilista que le presentara el comité de jóvenes airados, pero no estaba dispuesto a que la cólera colectiva le privara de los placeres a los que tenía derecho, porque sabía que mientras los cócteles molotov se estrellaran contra los escaparates y la ciudad ardiera, también estarían floreciendo bajo el fuego las acacias. Se enfrentaba al eterno dilema: luchar a muerte o sobrevivir. Después de sumarse con furia a la manifestación contra la corrupción y los desahucios, ¿podría tomarse un whisky sin que le atormentara la mala conciencia y ser feliz sin despreciarse? En el horizonte, a tres meses vista, se dibujaban algunas siluetas que le ofrecían motivos para no rendirse. En verano volvería a ver a aquella chica de la bicicleta de la que estaba enamorado. Llegado sano y salvo al solsticio del 21 de junio este superviviente se concedería otros tres meses de plazo. Antes de vivir con intensidad el verano agarraría el horizonte y colocaría el cartel de su vida en el equinoccio de otoño, con un paisaje de hojas amarillas. Entonces la ciudad seguiría ardiendo, pero a la injusticia se uniría la vendimia y mientras en los viejos odres fermentaba el vino nuevo, él había alcanzado el gran proyecto de estar vivo.
A una edad este superviviente había comenzado a dividir su futuro en plazos de tres meses. Sus deseos nunca iban más allá. Concebía la vida como una letra de cambio a 90 días que había que renovar siempre con permiso de la fortuna. Había pasado el invierno sin demasiados quebrantos y habiendo llegado sano y salvo al equinoccio de primavera, este individuo levantó su propio horizonte como si fuera un gran cartel y lo colocó bien visible tres meses más allá colgado del 21 de junio, en el próximo solsticio de verano. Esta vez una parte del nuevo horizonte era azul, puesto que se veía una playa con palmeras y hamacas donde pasaría las vacaciones. Había sometido su vida a trayectos cortos para poderlos vivir con relativa intensidad. Esta primavera se propuso no agachar la cabeza ante cualquier ignominia; tampoco dejaría de protestar, de maldecir, de manifestarse frente a la villanía de políticos y banqueros; sería uno más entre los indignados que iban detrás de una pancarta; firmaría el panfleto más iconoclasta, revolucionario o nihilista que le presentara el comité de jóvenes airados, pero no estaba dispuesto a que la cólera colectiva le privara de los placeres a los que tenía derecho, porque sabía que mientras los cócteles molotov se estrellaran contra los escaparates y la ciudad ardiera, también estarían floreciendo bajo el fuego las acacias. Se enfrentaba al eterno dilema: luchar a muerte o sobrevivir. Después de sumarse con furia a la manifestación contra la corrupción y los desahucios, ¿podría tomarse un whisky sin que le atormentara la mala conciencia y ser feliz sin despreciarse? En el horizonte, a tres meses vista, se dibujaban algunas siluetas que le ofrecían motivos para no rendirse. En verano volvería a ver a aquella chica de la bicicleta de la que estaba enamorado. Llegado sano y salvo al solsticio del 21 de junio este superviviente se concedería otros tres meses de plazo. Antes de vivir con intensidad el verano agarraría el horizonte y colocaría el cartel de su vida en el equinoccio de otoño, con un paisaje de hojas amarillas. Entonces la ciudad seguiría ardiendo, pero a la injusticia se uniría la vendimia y mientras en los viejos odres fermentaba el vino nuevo, él había alcanzado el gran proyecto de estar vivo.
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