Fernando Savater
FERNANDO SAVATER 17 DIC 2012
Algunos popularísimos personajes de ficción han sufrido significativas mutaciones al pasar de la novela al cine. Especialmente notables fueron las de Sherlock Holmes, convertido ya desde un comienzo en personaje de acción y no de reflexión: el inolvidable Basil Rathbone acuñó el físico ideal del gran detective pero sus aventuras son las de un agente secreto, no las de un investigador cerebral. Hubo que esperar hasta la serie de Granada TV protagonizada por Jeremy Brett para encontrar un trasunto razonablemente fiel de los relatos de Conan Doyle. Las últimas versiones en cine y televisión del gran sabueso son ya puro manierismo, a veces divertidas pero estrafalarias respecto al original.
Por cierto, ahora se cumplen los primeros ciento venticinco años de la publicación de Estudio en escarlata, que no es lo mejor de la saga inmortal —aunque el título es insuperable— pero sí la excelente pieza inaugural. Debolsillo acaba de conmemorarlo sacando una buena edición en pasta dura (traducción de Esther Tusquets), con la portada original e ilustraciones de la época para ambientar el texto.
En cambio, la serie cinematográfica de James Bond es mucho más fiel a los relatos originales de Ian Fleming, pese a que últimamente parece seguir el camino inverso a las adaptaciones de Holmes: en Skyfall el héroe de acción, sin dejar de serlo, se hace menos vertiginoso y más agónico. El director Sam Mendes es consciente de que Bond, James Bond, no envejece y sin embargo los fans de sus aventuras sí y ensombrece al personaje para que sigan pudiendo disfrutarlo sin puerilidad, lo cual es de agradecer…aunque en el fondo sea un poco humillante.
James Bond nunca había sido antes reflexivo en la pantalla ni apenas en los libros: héroe profesionalmente intranquilo y acelerado, sin sosiego, rapidísimo por tierra mar y aire, apenas tiene tiempo para degustar el champán que elige con erudición de suplemento gastronómico y ya debe volver a salir corriendo. Hablando de correr, a la chica a veces se la liquidan en la cama, sin tiempo de pasar por el bidé. Abroquelado tras su licencia para matar, es desde luego un ejecutor —-un verdugo— pero también un ejecutivo, alguien que tiene prisa.
En su origen fílmico, a comienzos de los años sesenta del pasado siglo, James Bond supuso una notable revolución moral entre los protagonistas aventureros: es obediente con los superiores y cínico con todos los demás, brutal bajo su refinamiento, promiscuo y sin perplejidades éticas. Un héroe envidiable pero antirromántico, despreocupadamente inmoral y con todo simpático. Su única cualidad positiva es la eficacia y su capacidad de sobreponerse a las dificultades más angustiosas, gracias a su entrenamiento físico y a la ayuda que le prestan artilugios tecnológicos exclusivos (hoy cualquiera de nosotros los puede comprar mejores en la tienda de la esquina). Los espectadores que le admiran se identifican con él por sus ventajas (fuerza, seducción, dinero, paisajes, máquinas…) pero no por sus virtudes, salvo que sea virtud arreglárselas siempre y como sea para triunfar. En el fondo le envidiamos de una manera más desvergonzada y menos hipócrita que a otros santos redentores de la pantalla…
La galería de malvados contra los que se emplea James Bond es sin duda uno de los mayores atractivos de la serie. Ni siquiera en su primera época (con la excepción de Desde Rusia con amor) esos adversarios pintorescos respondieron nunca ortodoxamente a los estereotipos de la guerra fría. Siempre han tendido más bien a representar la extravagancia contemporánea del poder, que se hace tanto más dudoso cuanto más se personaliza.
El mal como estructura es evidente pero cuando se convierte en individuo tiende al ridículo: la omnipotencia no puede dedicarse fructuosamente a desordenar, para eso ya estamos todos los demás. Lo que rinde buenos dividendos es inocular pequeñas alteraciones sabiamente dosificadas en el orden como coartada para reforzarlo luego mejor… Pero eso es demasiado complicado para James Bond, al que siempre vemos agitado y sacudido como un martini mezclado por un barman torpe. Ahora parece que se va volviendo más introspectivo, de modo que se acerca la hora de su indeseable jubilación…
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