Jordi Soler
El reverso de la crisis
Los efectos de épocas oscuras como la que vivimos no suelen ser todos negativos, y la evidente desgracia económica incluye una buena contraparte de situaciones positivas que van brotando poco a poco con el tiempo
JORDI SOLER 12 MAY 2013
“De cuando en cuando y a lo lejos hay que darse un baño de tumba”, decía Pablo Neruda en uno de sus poemas. El consejo del poeta viene a cuento en esta temporada oscurecida por la crisis y por su espesa cauda de efectos secundarios. No se trata de un consuelo filosófico de corte empirista (si tu problema no afecta el ritmo del cosmos no es un problema verdaderamente importante), sino de una coordenada poética que nos invita a mirar las cosas con la debida distancia, por ejemplo, a mirar esta crisis a la luz de otra crisis más aguda, para comprobar que los efectos de estas épocas oscuras no suelen ser todos negativos, y que la evidente desgracia económica incluye una buena contraparte de situaciones positivas que van brotando con el tiempo.
Además de su vertiginosa obra de ficción, el escritor inglés George Orwell era un deslumbrante ensayista que, seguramente por el escaso interés que despierta el género, no tiene en nuestra lengua el lugar que merece. Su honestidad intelectual le costó un montón de enemigos, pues lo mismo criticaba duramente la laxitud de las milicias republicanas españolas (con las que hizo la guerra), que desmenuzaba con saña a la sociedad inglesa (dentro de la cual vivía), o evidenciaba la banalidad, la tontería y la podredumbre de los escritores (su propio gremio) de su país.
Ese baño de tumba que proponía Neruda podríamos dárnoslo en uno de los ensayos de Orwell, publicado en 1942, titulado Money & guns [Dinero y armas]. En esa época el escritor colaboraba con varias publicaciones inglesas, y con un par de revistas que se editaban solo en Estados Unidos. El viaje de sus artículos americanos parece un apéndice de su novela 1984: todos los envíos por correo que entraban o salían de Inglaterra pasaban por la censura, que era una oficina donde sobres y paquetes hacían una escala obligatoria. Un funcionario sacaba el artículo del sobre donde Orwell lo había metido y, sin más directriz que la inspiración del momento, y sin ningún empacho, recortaba las palabras, líneas o párrafos completos que consideraba peligrosos para la integridad de Reino Unido. Los Estados en guerra, ya se sabe, desarrollan paranoias disparatadas. Luego volvía a ponerlos en el sobre y los dejaba seguir su camino hacia Estados Unidos, sin hacer ver a los destinatarios, que eran los directores de las revistas en las que Orwell colaboraba, que los artículos iban mutilados. Así que el escritor nunca sabía, en realidad, qué era lo que publicaba hasta que, al cabo de unos meses, recibía los ejemplares con sus artículos.
Pero volvamos al baño de tumba. Durante ese año, 1942, la crisis económica provocada por la II Guerra Mundial condicionaba la vida cotidiana de la sociedad inglesa; se habían suprimido toda clase de lujos como los alimentos demasiado elaborados, las bebidas caras, los perfumes y los cosméticos, la ropa de marca, la servidumbre y también los viajes recreativos, porque consumían una cantidad de combustible, y de piezas de recambio, imprescindibles para los vehículos que se utilizaban en la guerra. Las naranjas aparecían de vez en cuando, y hacía dos años que nadie en Inglaterra veía un plátano. Cada gramo de metal, desde el pin de un equipo de fútbol hasta las piezas de hierro de barandales, balcones y ventanas, se utilizaba en la fabricación de armamento, y cada centímetro de seda servía para confeccionar paracaídas y dirigibles.
Esta jerarquización de la materia en tiempos de guerra afectaba hasta los pasatiempos más apacibles y aparentemente inocuos, como el sentarse a comer chocolatinas frente a la estufa de carbón, porque el azúcar y la leche eran ingredientes tan escasos que debían administrarse con buen juicio, y no en una frívola golosina, y el carbón había que extraerlo de una mina, cuyos obreros estaban peleando en el frente, y transportarlo en un tren de carga que se desplazaba gracias a un combustible que era imprescindible para el Ejército. Con este panorama los ingleses tenían que optar por las diversiones básicas como el deporte, la conversación, la música o el canto. Como las verduras, igual que todo lo demás, escaseaban, el Gobierno inglés promovía espacios urbanos para que los ciudadanos cultivaran sus propios huertos. Esta iniciativa consiguió la restructuración de las familias, porque todos los miembros tenían que trabajar codo con codo en el huerto, y también porque los hombres adultos, que por alguna razón no habían ido a la guerra, cultivaban coles y zanahorias en lugar de, como lo hubieran hecho en tiempos de paz, beber cerveza y jugar a los dardos en el pub.
La escasez de todo, y las largas horas de ociosidad durante los bombardeos produjeron, según Orwell, un despliegue cultural en la sociedad que, sin aquella crisis, quizá no hubiera existido. Resulta que en las estaciones de metro, donde los ciudadanos se refugiaban de las bombas, comenzó a gestarse un movimiento espontáneo de músicos, poetas, actores de teatro que montaban espectáculos de gran calidad para el público que tenían ahí cautivo.
Pero quizá lo más significativo de aquel periodo de guerra y crisis, haya sido el incremento en el número de lectores que hubo en Inglaterra durante esos años. Por una parte estaba la demanda de los miles de soldados que, para paliar las largas temporadas de aburrimiento que pasaban en el frente, echaban mano de los libros que les enviaban de su país y, por otra, la población civil inglesa que ante la escasez de todo lo demás, y los largos ratos que permanecían en los refugios antiaéreos, se puso a leer. En aquel contexto los libros resultaban ser una diversión muy barata, un solo ejemplar podía pasar por cientos de lectores y una vez que agotaba su vida útil iba a la trituradora de la que salía la pulpa para otro libro. Según asegura Orwell, en este artículo escrito en el centro de la II Guerra Mundial, durante esos años no solo aumentó el número de lectores en Inglaterra, también subió el nivel de las obras que leía normalmente el ciudadano promedio, y esto a su vez elevó el nivel de discusión nacional e hizo que los periódicos se esforzaran por alcanzar ese nivel, y lo mismo comenzó a pasar con la radio y con el cine. Todo un espectro de efectos positivos que era el reverso de la parte negativa de la crisis, que suele ser la más visible.
Aquella crisis de Inglaterra es distinta, mucho más grave y con una guerra de por medio, de la que atenaza hoy a España, sin embargo el panorama desolador que debe enfrentar cada día el ciudadano tiene varios puntos en común e, igual que aquella, la de aquí tiene un reverso, una contraparte positiva que empieza a aflorar. La crisis española ha conseguido, más allá de la relevancia mundial que han tenido “los indignados”, que la gente voltee a ver a su vecino, que se interese por él y que incluso intervenga, proteste y hasta evite que el banco lo eche de su casa. La crisis también ha logrado despertar la conciencia de que la organización colectiva, pacífica y apartidista, es una fuerza capaz de transformar las cosas en beneficio de la gran mayoría y, por otra parte, ha agudizado la atención de ciudadanos, medios de comunicación y funcionarios frente a los casos de corrupción que antes de la crisis eran soportados por la boyante economía.
Gracias a la crisis se han desarrollado, en varias ciudades de España, los bancos de tiempo, una organización ciudadana, inspirada en el trueque, en donde las personas intercambian servicios de acuerdo a su especialidad, por ejemplo, un electricista intercambia una hora de trabajo por una hora de clase que le da una maestra de piano, y esto es tanto, y tan crucial, como decir que las personas, en esta época incierta, han logrado ponerse por delante del dinero.
La crisis, en suma, resucita cada día valores que había sepultado la bonanza económica, valores como la solidaridad, la compasión y el espíritu de sacrificio, que convendría conservar el día en que la crisis se aleje y volvamos todos a ignorar al vecino, y a mirarnos abismados el ombligo.
Jordi Soler es escritor.
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