Manuel Cruz
Los mal llamados filósofos mediáticos
No es de recibo que la mera presencia de los pensadores en el espacio público provoque su descalificación. En tiempos como estos, nadie debería permanecer callado respecto a los asuntos que a todos conciernen
MANUEL CRUZ 3 ENE 2013
En principio, parece razonable suponer que alguien que no conociera los usos y costumbres de la comunidad filosófica tendería a interpretar que la atribución del rasgo de mediático a un miembro de la misma posee un carácter meramente descriptivo. El término “mediático” nombraría, de acuerdo con esta sencilla interpretación, a alguien que está presente con una cierta frecuencia en el espacio público, sin que semejante presencia presupusiera ninguna específica valoración ni del filósofo ni de su trabajo en los grandes medios de comunicación de masas. En ese sentido habría habido filósofos mediáticos desde que existen tales medios en sentido mínimamente propio (la notoriedad pública que hubieran podido alcanzar otros pensadores del pasado debería ser pensada por tanto bajo otras claves). Y aunque no haga tanto tiempo de dicha existencia, en la relación ya podríamos incluir a figuras de la filosofía tan eminentes como Bertrand Russell, Sartre, Foucault o Habermas.
Sin embargo, limitarse a esta interpretación implicaría obviar la existencia de matices absolutamente pertinentes. Qué duda cabe que, en muchas ocasiones y en determinados contextos, la consideración de mediático atribuida a un filósofo acostumbra a deslizar una nada desdeñable carga valorativa. Me apresuro a observar que el signo de la valoración varía según el contexto, pudiendo adoptar tanto un carácter positivo como negativo. En Europa, pongamos por caso, es frecuente la presencia de pensadores en los grandes medios de comunicación de masas, estando lejos de ser considerada dicha presencia como un desdoro para nadie. Así, los periódicos europeos más importantes suelen contar con su (o sus) filósofos de plantilla cuyas opiniones, además de aparecer publicadas con regularidad, son reclamadas siempre que se producen situaciones de trascendencia colectiva. Ser mediático en tales contextos equivale a considerar que el aludido influye de manera relevante en la opinión pública de la sociedad en la que vive. No ocurre lo mismo en Estados Unidos o en muchos países de América Latina, donde los pensadores (como los intelectuales en general) suelen desarrollar su actividad confinados en el ámbito académico, siendo absolutamente excepcionales los que alcanzan notoriedad entre el gran público.
Pero la diferente valoración de la condición mediática de un filósofo no depende únicamente del país. Sin salir de las fronteras de uno cualquiera, puede ocurrir que la referida valoración varíe radicalmente según el ambiente profesional del que se trate. Así, resulta frecuente que en una sociedad en la que, en términos generales, la aparición pública de los pensadores esté incluso bien vista por los usuarios de los medios de comunicación, exista un círculo —casi siempre el académico— que censura tal aparición.
¿En qué términos suele plantearse la censura? Un primer supuesto, más o menos explícito, parece ser el de que el trabajo de simplificación, de clarificación, inevitable en cualquier texto dirigido a un público amplio, comporta siempre un empobrecimiento de su contenido. La tarea de adecuar las ideas del filósofo al limitado instrumental conceptual del lector medio de, pongamos por caso, un periódico se haría, según esto, al precio de eliminar las ideas más profundas o las sugerencias discursivas de mayor calado. En parecida línea, esto es, en la de escasa valoración de los consumidores habituales de los medios de comunicación de masas, se encontraría el supuesto de que las cuestiones susceptibles de ser planteadas en tales medios son de una naturaleza distinta a las que suelen preocupar al filósofo, constituyendo una frivolidad insufrible, cuando no una inaceptable degradación de la dignidad teórica que se le atribuye, que aquél se avenga a abordar los asuntos que interesan al llamado gran público, al que, por su condición de tal, se da por descontado que se encuentra en permanente estado de intoxicación y embrutecimiento.
Qué duda cabe que ello es así en muchas ocasiones, y que los medios de comunicación dedican gran cantidad de su espacio y de su tiempo a ocuparse en cuestiones y temas que en otro momento se hubieran calificado, sin la menor duda ni discrepancia, como alienantes. Pero dicha condición, conviene apresurarse a señalarlo, proviene más del tratamiento al que se someten cuestiones y temas, que de una especie de esencia irremediablemente alienante de los mismos. Bastaría con recordar la forma, del todo reticente, en que era considerado el fútbol en este país hace no muchas décadas (concretamente, hasta que Manuel Vázquez Montalbán propuso interpretarlo como un elemento clave de lo que denominaba la subcultura) y el modo, tan desprejuiciado y desenvuelto, en que hoy se aborda incluso en los círculos más exquisitos y elitistas. Lo propio podría decirse, por no alargar demasiado la lista de ejemplos, de la moda, rescatada para el pensamiento por sociólogos y semióticos de variado pelaje en la década de los sesenta. Se sigue de esta premisa la provisional (y parcial) conclusión de que no cabe hablar de cuestiones y temas dignos de ser abordados por el filósofo, frente a otros a los que bajo ningún concepto debería aproximarse si desea evitar el riesgo de dejar de ser considerado como tal, sino de formas de abordarlos que permiten leerlos, al trasluz de las categorías adecuadas, como genuinos síntomas del propio tiempo.
Demasiados cargos, ciertamente, para la figura de ese filósofo que, recurriendo a una imagen hoy en desuso, decide abandonar el confort de su supuesta torre de marfil y descender a la calle, intentando poner sus conocimientos y destrezas al servicio de lo que importa e interesa a la mayoría. Que el filósofo mediático puede equivocarse, e incluso equivocarse severamente, nadie lo duda. Pero lo que no es de recibo es que su mera presencia en el espacio público constituya un elemento de descalificación, antes incluso de que pueda haber abierto la boca. Con lo que regresemos a la inocente consideración inicial, que se revela, a la vista de todo lo expuesto después, como la más cargada de razón.
Al filósofo mediático se le ha de criticar —como, por lo demás, al más fervorosamente académico— por lo que diga, no por el lugar en el que se instale. Lo más insostenible de la pretensión de descalificar a alguien por el hecho de que se prodigue en los medios de comunicación es que la lleva a cabo a base de igualar y aplanar sobre los mismos prejuicios (los mencionados más arriba) a filósofos absolutamente diferentes desde todos los puntos de vista. Por añadidura, no deja de resultar chocante que en muchas ocasiones el reproche displicente hacia todo lo que suene a mediático venga de parte de otros filósofos que, por su parte, constantemente repiten tópicos como el de que el filósofo no se debe encerrar en una práctica autocontemplativa, el de que la filosofía tiene inscrita en su ADN una voluntad crítica insobornable y otros lugares comunes análogos.
No hay, en ese sentido, reproche más perezoso y, por ello mismo, más inane que el de mediático. Nada sustantivo señala, nada relevante observa, de nada pertinente informa y, por ello mismo, nada de ningún orden entra a criticar. Sorprende, pues, que tanto se reitere y, sobre todo, que tan ufanos se muestren quienes formulan tamaña vaciedad. Si aceptamos, como suele hacerse, que en el mundo actual la nueva ágora son los medios de comunicación de masas, el filósofo que tuviera la menor sensibilidad en cuanto ciudadano se debería sentir obligado a dejar oír su voz ahí. No porque la suya resulte particularmente imprescindible sino porque, de manera destacada en momentos como los que nos está tocando vivir, nadie debería permanecer callado respecto a los asuntos que a todos conciernen.
Manuel Cruz es catedrático de filosofía contemporánea en la Universidad de Barcelona. Premio Jovellanos de Ensayo 2012 por su libro Adiós, historia, adiós.
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