¿Quién sirve a quién?
JOSÉ IGNACIO TORREBLANCA 15/07/2011
En contraposición a las dictaduras, donde es el Gobierno el que censura a la prensa, las democracias se basan en la sencilla idea de que es la prensa la que tiene el derecho de censurar al Gobierno. Aunque la frase del presidente Jefferson -"prefiero periódicos sin democracia que democracia sin periódicos"- haya sido distorsionada, pues en realidad Jefferson nunca habló de "democracia" (un término que, paradójicamente, no está en la Constitución estadounidense) sino de "Gobierno", la frase se ha consolidado en la imaginación colectiva porque captura con extraordinaria sencillez la relación entre poder y prensa que debe regir en un sistema democrático. Por esa razón, mientras que en una democracia los controles gubernamentales sobre la prensa son excepcionales y las sanciones tienen lugar a posteriori, la prensa puede censurar todos los días al Gobierno sin más límite que algunas sencillas reglas que garanticen la veracidad de la información.
Gracias a este práctico arreglo, las democracias pueden funcionar de forma efectiva y, además, hacerlo respetando las normas básicas que rigen nuestros Estados de derecho. Por eso, independientemente de si una democracia adopta el modelo parlamentario o el presidencial, opta por un sistema mayoritario o proporcional o configura el Estado de modo unitario o de acuerdo con parámetros federales, la relación entre poder y prensa no debería variar gran cosa. Por un lado, la prensa sirve a los ciudadanos para controlar retrospectivamente la acción del Gobierno y sancionar los incumplimientos de las promesas o las violaciones de las normas en los que estos hayan incurrido. Por otro lado, transmite información a los políticos sobre las preferencias de la ciudadanía, lo que les ayuda a diseñar políticas que satisfagan al mayor número de personas. De esta manera, al llegar las elecciones, los votantes, que dispondrán de una información completa sobre las acciones de los políticos, podrán elegir racionalmente a aquellos que mejor sirvan a sus intereses. Mientras, los políticos, que dispondrán ante sí de un rico y amplio mapa acerca de cuáles son las preferencias de la opinión pública, podrán hacer una oferta electoral y de políticas públicas ajustada a las demandas de los electores. Por si fuera poco, en un sistema de libre mercado que funcione correctamente es hasta posible que, gracias a la publicidad, este sistema de control prospectivo y retrospectivo que garantiza la democracia sea sumamente barato para el ciudadano.
Esto en teoría. El problema, claro está, comienza cuando uno levanta la vista del manual de ciencia política que de forma tan cándida nos ha traído hasta este párrafo y observa el mundo real, un mundo en el que, como vemos estos días con el escándalo que le ha costado el cierre a News of the World, hay sectores enteros de la prensa supuestamente libre que han dejado de cumplir su misión para pasar a convertirse en un poder autónomo que aspira a capturar el poder político mediante técnicas chantajistas y matonas para ponerlo al servicio de sus propios intereses económicos. Como se ha visto, en ese mundo los lectores de periódicos dejan de ser tratados como ciudadanos, los políticos dejan de actuar como representantes de la soberanía popular y los periodistas dejan de ser honestos intermediarios que transmiten información que ayude a las dos partes a elaborar opiniones informadas. No es casualidad que la misma polarización que se ha instalado en la política tiente también a muchos medios de comunicación. La polarización ideológica sirve a los políticos para evitar rendir cuentas. Con los medios, ocurre algo parecido. En teoría, deberían competir por ofrecer un mejor producto a un menor precio. Pero en la práctica, como ocurre con las marcas comerciales, es más fácil mantener e incrementar la clientela mediante la polarización ideológica y la apelación a los más bajos instintos que mediante la objetividad y la transparencia. Paradójicamente, como ocurre en EE UU, cuanto más libre y más amplio es el mercado y, por tanto, más dinero hay en juego, más resquicios se abren para que la polarización se imponga, en la política y en los medios. Todo ello, sin que a cambio esté muy claro que una mayor regulación sea la solución o el comienzo de otra serie de problemas. En ese mundo distópico, partidos y medios invierten su papel 180 grados y terminan por hacer exactamente lo contrario de aquello para lo que fueron fundados: en lugar de servir a los ciudadanos, buscan ciudadanos de los que servirse.
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