Ángel Viñas
Franco, conspiración y asesinato
Con la muerte del general Balmes, víctima de un supuesto accidente, se inició la ejecución del golpe de Estado de julio de 1936. A partir de ahí se produjeron la escalada de Franco a la cúpula del poder y la cadena de tópicos con la que se ha pretendido justificar sus actos.
ÁNGEL VIÑAS 17/07/2011
No se necesita indicar año. Día y mes apuntan a la Guerra Civil, el parteaguas de nuestra historia contemporánea. Catástrofe para la inmensa mayoría. Ningún partido la reivindica hoy. Sin embargo, todavía hay políticos, comentaristas y algún que otro historiador que la justifican como inevitable.
Tal justificación cuenta con una larga tradición. Durante 35 años España entera se vio obligada a comulgar con la interpretación de los vencedores. Durante otros tantos años historiadores del más variado pelaje la hemos contrastado, penosamente, con la evidencia relevante de época. Salvo para algunos autores, los tres grandes mitos franquistas del 18 de julio no han resistido la contrastación:
-Desde las elecciones del Frente Popular de febrero de 1936 la República funcionaba en condiciones de crisis, con un Gobierno desbordado por las masas y en una situación en la que la democracia había desaparecido de España.
-La Patria se despeñaba por la senda de la revolución, impulsada por los malvados comunistas y por socialistas bolchevizados. En el primer caso, con el invalorable apoyo de Moscú, siempre atento a penetrar por el bajo vientre de Europa.
-El ejército y los sectores más sanos de la sociedad no tuvieron otro remedio que alzarse en armas contra un Gobierno que había perdido su legitimidad, si es que alguna vez la había tenido.
Los tres mitos se subsumen en uno solo: la culpa de la guerra, inevitable, recayó en las izquierdas. Tal fue la piedra berroqueña sobre la cual se asentó la "legitimidad de origen" del régimen orgullosamente autoproclamado del "18 de julio". El nuevo Estado de Franco.
Una doble tenaza contra las reformas
La conspiración antigubernamental se desató en serio en 1932. Abortado el golpe del general Sanjurjo en agosto, los descontentos pronto reanudaron sus actividades subversivas. Las vastas reformas políticas, sociales, culturales y económicas del bienio progresista constituyeron un desafío inaceptable. Sobre todo las últimas, con su promesa de reforma agraria que una buena parte de las derechas trató de aguar todo lo posible. Lo demostró hace muchos años Alejandro López. En 1933 monárquicos, militares y carlistas establecieron prometedores contactos operativos con la Italia fascista. En marzo de 1934 (¡atención a esta fecha!) Mussolini prometió su apoyo, en dinero y material, ante una sublevación mejor preparada. Al principio no fue necesaria llevarla a la práctica. El vaciado de las reformas se haría desde el Gobierno. El catolicismo político, nucleado en torno a la CEDA, se encargó de impulsar la tarea en el denominado bienio negro.
Esta estrategia pudo dar resultado. La ulterior revolución en octubre de 1934 permitió desmantelar a una izquierda exasperada y provocada por la paralización de las reformas. Las represalias chocaron incluso al embajador británico. En diciembre de 1935, el líder cedista, José María Gil Robles, ministro de la Guerra y que se había rodeado de militares hiperconservadores, pensó que tenía a su alcance la presidencia del Gobierno. Hélas! El presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, le vetó. No se fiaba de él. Algunos generales y jefes empezaron inmediatamente a pensar de nuevo en la apartada insurrección. A las iniciales reuniones se invitó a un general hoy olvidado y que había participado en las operaciones de Asturias, Amado Balmes. No asistió.
El momento no era propicio. No cuando iban a convocarse unas elecciones generales que las derechas confiaban en ganar. En febrero de 1936 sus expectativas se frustraron. El triunfo lo obtuvo la coalición del Frente Popular. La reacción fue pavloviana: había que derribar por la fuerza al nuevo Gobierno, sin ministros socialistas o comunistas, y apoyado por toda la izquierda.
De forma un tanto optimista, el nuevo cerebro de la futura sublevación, el general Emilio Mola, sucesor del general Manuel Goded, la previó para abril. Demasiado pronto. Había que contribuir a crear el adecuado clima de inestabilidad. Los pistoleros se aplicaron a ello aprovechando la impaciencia que la paralización de las reformas había generado. En cuatro meses se registraron mínimos de entre 262 víctimas mortales y algo más de 351, según Rafael Cruz y Eduardo González Calleja, respectivamente. Cifras importantes. Más aún si se desglosan por origen y adscripción político-ideológica. En las causadas por atentados y actuaciones de la fuerza pública, particularmente fuera de las grandes ciudades, predominaron las de izquierda (un mínimo de un 42%), indicio de por dónde iban los tiros. La competencia intersindical socialista-anarquista lubrificó la agitación social. Las huelgas fueron notables en Madrid y, desde aquí, su impacto se repercutió sobre el resto del país. Todavía hoy se le presenta en estado de anarquía.
Destrucción de los mitos franquistas
La investigación ha identificado, entre otros, los siguientes extremos:
1. La izquierda no recurrió al apoyo extranjero. Los conspiradores, sí. Tras las elecciones intensificaron sus conexiones con la Italia fascista. También promovieron la intoxicación del Gobierno británico. En el primer caso para conseguir el apoyo prometido e incluso más. En el segundo, para que aislase a su homólogo español.
2. La actitud de los malvados bolcheviques quedó demostrada en los mensajes de la Komintern a su microagencia de Madrid, que tutelaba al PCE. Antonio Elorza y Marta Bizcarrondo los sacaron a la luz hace más de diez años. Muchos fueron interceptados por los servicios de inteligencia británicos. Reflejan lo mismo: apoyo a la República burguesa, apoyo a los republicanos moderados y de izquierda, apoyo al Frente Popular. Moderación a todo trapo. Santos Juliá aclaró brillantemente el papel de los socialistas. El próximo libro de Julio Aróstegui sobre Largo Caballero rematará la tarea. No menos brillantemente.
3. Franco no desempeñó un papel de primera línea en la preparación de la sublevación. Lo hizo Mola desde Pamplona por cuenta de Sanjurjo, exiliado en Portugal. Franco ocupó un lugar secundario.
4. En contra de lo aducido en la mayor parte de la literatura, Franco decidió sumarse a la sublevación hacia mitad de junio. Necesitaba, eso sí, dejar su puesto de comandante general de Canarias con sede en Tenerife para, siguiendo las instrucciones de Mola, ponerse a la cabeza del ejército de Marruecos.
5. La trama civil le proporcionó el medio de salida: un avión que se fletó en Londres gracias al apoyo económico de Juan March. Franco sondeó a finales de junio o principios de julio a su compañero, el general Balmes, a la sazón subordinado suyo como comandante militar de Las Palmas. Todo hace pensar que Balmes no quiso secundarle.
6. El golpe no estalló ni el 17 ni el 18 de julio. Estalló, en realidad, el 16 cuando Balmes sufrió un accidente y el avión ya estaba en Gando. Franco empezó su ascenso hacia la cúspide con un asesinato. Balmes empero no murió en el acto y, naturalmente, reconoció a su asesino. Ingresado en la Casa de Socorro, pidió no un médico o un sacerdote sino un juez o un notario. Cabe imaginar la consternación de los conspiradores que le rodeaban. Entre ellos figuraba quien iba a ser el juez militar que se encargó de la instrucción del caso, un comandante llamado Pinto de la Rosa, ligado por lazos familiares con la esposa del general. A esta, ya le había dicho el marido que era un hombre "muy peligroso".
7. Durante el franquismo estuvo de moda presentar la muerte violenta, a manos de unos electrones libres de la Guardia Civil y de Asalto, del proto-mártir José Calvo Sotelo como evidencia del grado de depravación del Gobierno. El único crimen de Estado fue el inducido por Franco. Quienes no me crean, aduciendo que no he encontrado ninguna orden suya escrita, como si hubiera debido reflejarla en papel, deben saber que en la sentencia de un consejo de guerra en Canarias los sublevados reconocieron paladinamente que no todo se ponía por escrito. Lógico.
La sublevación fracasó como golpe de Estado. Se afirma que sus promotores no habían pensado en una guerra civil. Hay indicios que permiten intuir lo contrario. La reversión de las reformas republicanas bien lo merecía. En lo que nadie había pensado fue en que Franco pudiera encaramarse hacia la cúspide.
Un ascenso imparable
Naturalmente, Franco no lo hizo guiado por la mano de Dios. Resultó de un prosaico proceso determinado esencialmente por los siguientes factores:
1. Muerte en accidente de Sanjurjo en los primeros días de la sublevación. Esta quedó acéfala. Fue el factor esencial.
2. Llegada a manos de Franco de la ayuda militar italiana (prometida a los monárquicos, entre ellos Calvo Sotelo, y a los carlistas) así como de la más rápida -e inesperada- que le envió un personaje tan poco recomendable como Hitler.
3. Fracaso de su competidor, el general Goded, en Barcelona en condiciones que ha examinado pormenorizadamente la tesis todavía no publicada de Jacinto Merino Sánchez.
4. Rápida apreciación de que la sublevación había de desarrollarse bajo la bandera bicolor, una concesión a los ímprobos esfuerzos desplegados por los monárquicos durante la etapa conspiratorial. Franco, a diferencia de Mola, no debió nada a los carlistas.
5. Fulgurantes éxitos militares en Andalucía y Extremadura, impulsados por la "columna de la muerte" (caracterización de Francisco Espinosa en una impactante monografía) frente a masas desorganizadas de campesinos y milicianos sin la menor experiencia de combate y prácticamente desarmados. Mola, en cambio, fracasó en tomar Madrid. No por azar Franco le dosificó cuidadosamente los vitales suministros exteriores.
6. Apreciación exacta de que sus conmilitones no podían prescindir de él. En septiembre ya hablaba con diplomáticos italianos autodefiniéndose como jefe de un futuro Gobierno que sería proclive, ¡cómo no!, a la Italia fascista. Ya lo habían prometido monárquicos, militares y carlistas. El general Alfredo Kindelán, monárquico, le puso en el camino del mando único.
Mientras tanto la "no intervención" hacía estragos contra la República. El mismo mes Azaña llegó a considerar que se había perdido la partida. Igual valoración hicieron los servicios secretos militares soviético y británico. Lógico. La actitud de la única gran potencia que hubiera podido torcer algo la evolución quedó reflejada en un informe de la inteligencia militar británica (MI-3). En él se presentó la lucha en España bajo la eufónica y significativa fórmula de rebels versus rabble (rebeldes contra chusma). Esta última, por supuesto, despreciable.
La Guerra Civil, básicamente de columnas dirigidas por militares profesionales y alimentadas en el caso de Franco desde el inagotable vivero de feroces tropas marroquíes trasladadas en aviones italianos y alemanes, hubiera debido terminar hacia octubre de 1936. Quizá un poco más tarde. En Londres, por si las moscas, ya se preparaba el reconocimiento de los derechos de beligerancia de los sublevados tan pronto como tomaran Madrid.
La capital no cayó. Con dos meses de retraso frente a las decisiones de Hitler y de Mussolini, Stalin puso en marcha el poderoso rodillo soviético. Temporalmente al menos, salvó a la República. Los republicanos no ignoraron lo que ello significaba y redoblaron su aproximación a las democracias. Vano intento. Fue entonces cuando la contienda se convirtió en, ya sí, una auténtica guerra civil. En las cunetas quedaron millares y millares de víctimas, asesinadas en caliente por los defensores de valores conexos con "una concepción de España católica y libre de los ataques de la revolución comunista" (según uno de los autores del reciente Diccionario Biográfico Español).
¿Y la revolución? No hubiera habido la menor posibilidad de que se produjera antes del golpe. La desataron el semifracaso de este y el colapso de los mecanismos coercitivos gubernamentales. Para muchos observadores extranjeros sus víctimas demostraron, sin embargo, la aparente exactitud de las profecías previas.
La responsabilidad por la guerra recae sobre quienes desencadenaron la sublevación. Claro que, probablemente, hubieran deseado que sus víctimas se hubieran dejado matar sin resistencia. Donde no la encontraron, mataron sin pensárselo dos veces. Todo para salvar a España.
(Agradezco a Julia Balmes Alonso-Villaverde y a sus hijas, Pilar y Julia, así como a mi colega de Facultad, la profesora Rosa Faes, sus informaciones y las fotos para este artículo). Ángel Viñas, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, prepara una edición ampliada de La conspiración del general Franco.
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