Elvira Lindo
Humor y sangre
ELVIRA LINDO 17/07/2011
En España aún se lleva ser malo. Ser malo es un atraso, pero es que esa idea de que el mundo siempre progresa ya sabemos que es errónea. Pareció, durante un tiempo, que nos estábamos curando, pero hay gente que defiende la mala hostia como si fuera una especie de tesoro nacional, un signo identitario que fuera una pena perder. Y así estamos. Si echamos la vista atrás, a 1932, por ejemplo, y leemos que en el semanario Gracia y Justicia alguien escribía: "Federico García Loca o cualquiera se equivoca", nos llevamos las manos a la cabeza. Pero a la indignación que ese insulto nos provoca contribuye que sabemos lo que vino después: el asesinato, la guerra, la dictadura, en fin. La prensa está plagadita ahora de esa prosa. Quienes la utilizan están convencidos de que son descendientes de Quevedo, y de vez en cuando, para jalearse, le encargan a un becario un reportaje sobre el insulto como una de las bellas artes del articulismo español. Este es un reportaje que se hace una vez al año o así, y siempre es igual, que si Quevedo, que si Góngora, que si Valle-Inclán o que si Cela... Cuando Cela insultaba, sus emocionados costaleros (como les llamó en una ocasión Muñoz Molina) le sacaban en procesión. También hay lectores que jalean este estilo tan de nuestra tierra. ¡Dale caña, dale caña!, gritan los fans. Los artistas del insulto siempre tienen lectores depredadores que quieren acabar de leer una pieza con los dientes llenos de sangre. Para ellos, sin maldad la cosa no tiene chiste. No estoy diciendo que para ser columnista haya que ser santa, en absoluto, pero les aseguro que estos ojos míos han visto cómo la maldad ha echado a perder muchas carreras. La maldad es un penoso conservante: la prosa se pudre rápido. Los que piensan que el humor reside en la capacidad de mofarse del contrario no saben que quien lleva escrita la ironía en el código genético (que es donde tiene que estar escrita) suele entregarse desarmado ante el lector y mostrarle, en una desvalida desnudez, sus cicatrices infantiles, sus manías, todo un catálogo de imperfecciones para someterlas a la risa ajena. Sí, así de duro es esto. Tener gracia no consiste en decir que una ministra tiene barriga. Para señalar la barriga de una ministra hace falta que tú hayas mostrado muchas veces la tuya, o la de tu madre, o la de tu señora; de no ser así, mejor sería que te miraras al espejo y admitieras la tremenda realidad: mi lugar en el mundo es la revistilla del chismorreo (la gratuita). La malevolencia española nos atrasa: es autoindulgente, solo disfruta del defecto ajeno, no mide la crueldad, y jamás llega a la esencia del humor moderno, esa en la que el cronista, antes de disparar al prójimo ha de pegarse un tiro en el pie, para recordarse a sí mismo que, cuando te atacan, duele. Yo soy una consumidora insaciable de columnas. Leo las de los columnistas que me gustan y las de los que no. Leo las de otros periódicos. Leo columnas infumables y otras en las que grito, Olé. Me aburren soberanamente aquellas en las que el columnista tiene una obsesión ideológica y todos los días la saca a pasear. Como si le estuvieran pagando de un partido político (quién sabe). O como si el columnista se convirtiera en un abuelo pesado que te repite veinte veces la misma cosa. A quien escribe en los periódicos no le queda otra que mantenerse joven. Joven significa tener siempre algo de aspirante a columnista serio, ser un poco tonto (es muchísimo mejor que ser un listo), tener capacidad de asombro, no acabar de casarse con nadie, ver el mundo con alegría y creer que en la próxima limpia de colaboradores tú serás el primero que salga por esa puerta. Cuando leo a un joven que cumple estos requisitos me entran ganas de fundar un periódico y contraatarlo, o de arrimarme un poco a la esquina de esta página para hacerle sitio. Siento ese entusiasmo lector cuando leo a Manuel Jabois, que ahora acaba de reunir en un libro, Irse a Madrid, alguna de sus columnas publicadas en el Diario de Pontevedra, en El Progreso o en su blog. "Si te gusta escribir", le han dicho desde siempre sus paisanos, "vete a Madrid". Pero lo humorístico de la mirada de Jabois es que es la del muchacho que no acaba de prosperar, la del joven de provincias (como antes se decía) que convierte en oro las noticias más insustanciales. A mí me daría miedo que el joven Jabois se viniera a Madrid a hacerse un columnista de provecho, me daría pena que dejara esa crónica de la ciudad pequeña, de los políticos locales y las aventuras amorosas que no acaban de aterrizar en el mundo adulto. Me daría mucha lástima que se peinara ese flequillo que le cae sobre la cara, se hiciera mayor y perdiera el punto de vista del joven que considera que, entre todos los desastres que la actualidad le pone ante los ojos, el mayor con diferencia es él mismo. Si tuviéramos un rato para charlar (lo tendremos) le diría que el mejor elixir para la eterna juventud del columnista es el candor, que se mantenga lejos del humor cañí, de los aduladores que quieren acabar de leer una columna con los dientes llenos de sangre. Al cabo de los años, al columnista se le distingue no solo por lo que escribe sino por los clientes que acuden a su puesto en el mercado. Eso le diría.
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