Luis Fernández-Galiano
Murciélagos en la mezquita
Las matanzas cometidas en Noruega son otra manifestación de un terrorismo cristiano al que alimenta una copiosa literatura islamófoba. La crisis anima a buscar en los inmigrantes un chivo expiatorio.
LUIS FERNÁNDEZ-GALIANO 05/08/2011
El imán de la Gran Mezquita de Djenné tiene un problema. En las alturas sombrías de la colosal construcción de tapial abundan los murciélagos, y la sangre menstrual de las hembras se vierte sobre los fieles, tornándolos impuros. Djenné es la más antigua ciudad del África subsahariana, y su mezquita el símbolo de Malí. Patrimonio Mundial de la Unesco como el resto del casco histórico, ha sido restaurada por el Aga Khan Trust for Culture, y ahora el imán expone sus tribulaciones al director del Trust, el español Luis Monreal, ante un grupo de notables locales que se agolpan en los angostos espacios en penumbra de su interior.
Tras los raptos de europeos llevados a cabo por Al Qaeda del Magreb Islámico, el Ministerio del Interior francés desaconseja formalmente viajar a Malí, y muy especialmente al norte del país, donde en el delta interior del Níger se suceden la histórica Djenné, sobre una isla entre los brazos del río; la veneciana Mopti, próxima a los acantilados del país Dogón; y la mítica Tombuctú, destino final de las caravanas que cruzaban el desierto del Sáhara. Pero Monreal ha hecho caso omiso de las advertencias de la embajadora española en Bamako, que le ha rogado no salir de la capital, y escucha en Djenné las quejas del imán. Cuando se inició la restauración de la mezquita, los arquitectos del Trust tuvieron que ser rescatados por las tropas malienses de una turba de jóvenes airados que querían castigar, machete en mano, la presencia de infieles en el lugar sagrado, así que ya conoce bien la capacidad incendiaria de las creencias religiosas.
La inmigración islámica en Europa nos ha hecho a todos conscientes del potencial volcánico de un universo simbólico que creíamos haber dejado atrás con la Ilustración, pero al que las caricaturas de Mahoma o las ofensas al Corán han devuelto a un convulso primer plano, despertando al continente de su sueño multicultural.
Las matanzas de Noruega no han sido producto de una infancia infeliz o de una mente alucinada, sino una manifestación de terrorismo cristiano, alimentado por una copiosa literatura islamófoba que entra en resonancia con la ansiedad de muchos sectores de la población europea ante el desvanecimiento de su identidad, en el contexto de una crisis económica que anima a buscar en el inmigrante un chivo expiatorio, y con unas élites gobernantes que han acabado aceptando el fracaso de sus políticas multiculturales.
Lo hizo Angela Merkel en octubre del año pasado provocando una tormenta de reproches, pero tanto David Cameron en su discurso inaugural como primer ministro el pasado febrero -donde condenó la tolerancia pasiva, que fomenta el extremismo- como Nicolas Sarkozy en una intervención televisada pocos días después, han terminado dando la razón a la canciller alemana.
Si Europa ha perdido la fe en su propia civilización, como argumenta en The Wall Street Journal el excomisario europeo Frits Bolkestein, descomponiéndose en un lento suicidio cultural impulsado por el sentido cristiano de la culpa, que ya no sabemos cómo expiar, el terrorismo es una respuesta esperable, que por desgracia rinde beneficios a los que lo emplean. Las piadosas declaraciones de los líderes noruegos asegurando que la tragedia inhumana del exterminio de adolescentes en Utoya no va a modificar en nada sus políticas de apertura y sus actitudes confiadas resultan emocionalmente inteligibles e intelectualmente hueras. Mal que nos pese, el terrorismo consigue alterar el clima ciudadano en los países que lo sufren: el 11-S transformó Estados Unidos como el 22-J cambiará Noruega.
La novela negra escandinava ha documentado las mutaciones sociales que están agrietando el paraíso nórdico, pero estos seísmos locales se inscriben en un más amplio tapiz de cambios que han hecho turbulenta la primera década del siglo. En estos años, las catástrofes económicas y climáticas han restado visibilidad a la onda larga demográfica que opone el declive europeo a la explosión africana, y que hace inevitable el incremento de los flujos de población del Sur hacia el Norte, con la primavera árabe como un factor añadido de estímulo.
Auguste Comte pensaba que "la demografía es el destino", y acaso el de Europa no sea otro que esa Eurabia aborrecida por el fundamentalismo cristiano, a la que el terrorismo del mismo signo intenta desesperadamente oponerse. Se ha descrito con frecuencia el terrorismo islámico como un fenómeno vinculado a la frustración y el resentimiento del fracaso colectivo, y es verosímil juzgar el incipiente terrorismo cristiano como un producto de la crisis de Occidente, que ha puesto en cuestión sus raíces clásicas y cristianas de forma simultánea al declive de su hegemonía material e ideológica.
Tanto en Europa como en Estados Unidos, las actuales crisis de gobernanza económica -del rescate griego a la deuda americana- traducen la impotencia de las élites, pero también desvelan una gigantesca estafa generacional. Como escribe Thomas Friedman en The New York Times, "mi generación será mayormente recordada por la increíble prosperidad y libertad que recibió de sus padres, y por la increíble carga de deuda y limitaciones que dejó a sus hijos", un sentimiento que sin duda comparten los indignados de la Puerta del Sol o de la plaza Syntagma, y que el analista resume con una cita lapidaria de David Rothkopf: "Cuando acabó la guerra fría, pensamos que íbamos a enfrentarnos a un conflicto de civilizaciones, pero ha resultado ser un conflicto de generaciones". Esta tensión entre jóvenes y adultos debilita la cohesión social interna de los países, al igual que la pugna entre el centro y la periferia europea -sobre todo meridional, evidente en el apodo de Club Med que parece ir desplazando poco a poco al ofensivo PIGS- debilita la cohesión continental, y las dos hojas de esa tijera van implacablemente segmentando un proyecto visionario de integración que, no se olvide, nació para hacer imposible el conflicto bélico en una Europa escarmentada por su historia.
El homicida noruego parece estar obsesionado con la moral sexual, y en eso se une a todos los que ven en la promiscuidad y la corrupción de costumbres un signo seguro de la decadencia política y militar sufrida por tantos imperios. Su empeño en ser juzgado de uniforme demuestra que quiere para su causa el aura de los gudaris o los muyahidin, y lo emparenta paradójicamente con sus enemigos salafistas, que desprecian igualmente la debilidad corrupta de la molicie occidental, y aspiran a la pureza ascética del guerrero santo. La espectacular propaganda mediática que el crimen masivo ha conseguido para sus tesis -laboriosamente redactadas en un manifiesto de 1.500 páginas- lo vincula inevitablemente con Osama bin Laden, aunque en este caso la policía noruega le haya concedido el segundo altavoz judicial que los Navy Seals se preocuparon de negar al líder de Al-Qaeda.
En ambos casos, el terrorismo es segregado por un pensamiento religioso o mítico que rechaza las incertidumbres y ambigüedades de la conciencia crítica, y que al anestesiar la razón da libre vuelo a los monstruos que Goya representó como lechuzas y murciélagos. Por cierto, los de la mezquita de Djenné fueron finalmente atraídos hasta una casa abandonada por una especie de flautista de Hamelin africano, y es posible que también aquí debiéramos contratar sus servicios de duende musical para sacar de nuestras cabezas y de nuestras vidas los murciélagos de horror que periódicamente nos habitan.
Luis Fernández-Galiano es arquitecto.
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