Tzvetan Todorov
El ejemplo de Mandela
Comprendió que una causa noble no legitima unos métodos innobles, que la guerra tiene su propia lógica que empuja a golpear por golpear y que desemboca en que los combatientes acaben pareciéndose
TZVETAN TODOROV 18 ENE 2014
Los trabajos de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación hechos en Sudáfrica suscitaron un coro de opiniones favorables e incluso muestras de admiración en los países occidentales. Sin embargo, ninguno de esos Gobiernos ha tratado de modificar su propio sistema judicial para mezclar una dosis de justicia restaurativa, el principio que reivindicaba la Comisión, con la justicia punitiva que constituye la base de su sistema legal. La muerte de Mandela ha desencadenado una avalancha de homenajes de los jefes de Estado de todo el mundo. Pero resulta dudoso que pongan en práctica los preceptos que dejó en herencia el político sudafricano.
Lo que distinguía a Mandela de otros opositores al régimen del apartheid no fue su intransigencia frente a un sistema político basado en la desigualdad entre los habitantes del país, ni la duración y la determinación de su compromiso. Lo que situó su trayectoria en otro nivel y, podemos decirlo en retrospectiva, garantizó su éxito fue una extraordinaria combinación de sentido político y virtud moral. Varios datos de su biografía lo atestiguan.
Mandela y sus camaradas combatientes son condenados en 1964 a cadena perpetua, una pena que cumplen en la prisión de Robben Island. En el país se sigue reprimiendo violentamente toda forma de protesta. A mediados de los años setenta, se aprueba una nueva ley que provoca manifestaciones en las calles de Soweto, una ley que obliga a utilizar en la escuela el afrikaans, la lengua de los que mandan. Las manifestaciones se reprimen con un baño de sangre, hay centenares de muertos, miles de heridos, decenas de miles de condenados.
Desde su prisión, Mandela envía un mensaje de solidaridad con las víctimas. Al mismo tiempo, en las escasas horas libres que le deja el régimen penitenciario de trabajos forzados, se consagra a una actividad sorprendente: empieza a aprender afrikaans y lee libros sobre la historia y la cultura de la población blanca que habla esa lengua. Además, empieza a comportarse con sus guardianes de una manera que contrasta con el de otros presos y, en lugar de manifestarles su hostilidad y encerrarse en el rechazo a cualquier contacto con esos representantes del odiado régimen, intenta comunicarse con ellos.
Con esos gestos pretende reconocer, no la humanidad de las víctimas, que nunca se ha puesto en duda, sino la del enemigo, al que trata de comprender y ver como el enemigo se ve a sí mismo. Mandela descubre que las actitudes arrogantes de los guardianes y sus jefes, más que de su sentimiento de superioridad, proceden del miedo a perder sus privilegios y a sufrir la venganza de los que han vivido oprimidos. Entonces declara: el afrikáner es tan africano como sus prisioneros negros.
El segundo momento decisivo se produce unos 10 años más tarde. Entre tanto, la situación internacional ha cambiado, se aproxima el final de la guerra fría, el peligro comunista ha dejado de ser una amenaza creíble y Sudáfrica se ha granjeado el oprobio de los países occidentales. Los gobernantes sudafricanos han comprendido que la evolución del régimen es inevitable y que necesitan a un interlocutor que represente a la población negra. Los presos han sido trasladados a otra cárcel, en tierra firme. En 1988, después de un tratamiento médico por tuberculosis, separan a Mandela de los demás y vuelven a trasladarlo.
Sus camaradas protestan porque creen que se trata de una medida intimidatoria. Mandela, no solo acepta su nueva situación, sino que se alegra de ella, porque le permite actuar de forma individual, sin sufrir la presión de los demás. Ha descubierto que el individuo aislado siempre es menos radical que el grupo, porque no necesita estar pendiente de las miradas de los otros ni se ve obligado a entregarse a una especie de competición, y, al mismo tiempo, ha comprendido que, en la batalla que se avecina, las relaciones personales van a contar. No se distancia de su partido, el Congreso Nacional Africano (ANC), pero se libera de su vigilancia.
A principios de 1989, el primer ministro sudafricano Pieter Botha, partidario estricto del apartheid, sufre un derrame cerebral y siente que sus días están contados. Ya ha estado en contacto con Mandela por escrito: en 1985 le propuso la libertad a cambio de que el ANC renunciara a la violencia, pero Mandela lo rechazó, porque no excluye la violencia por principio, como Gandhi, igual que tampoco la sacraliza. Renuncia a ella cuando piensa que va a poder conseguir lo mismo con otros medios.
La virtud moral del líder sudafricano no admite el abismo entre las palabras y los hechos de Estados Unidos
En julio de 1989, Botha invita a Mandela a tomar el té en su casa. Su visitante contará más tarde que lo que más le impresiona no son las palabras intercambiadas sino dos gestos minúsculos. Botha le tiende la mano nada más verle, y luego es él mismo quien sirve el té. Mandela descubre que no tiene ante sí a la encarnación del apartheid, sino a una persona. El trabajo en colaboración y la conversación son actos políticos. Y Mandela decide no imponerse por la fuerza, sino buscar una situación que sea aceptable para las dos partes. Resume su postura en dos puntos complementarios: otorgar los mismos derechos a todos (es decir, abolir el apartheid) y no castigar de forma colectiva a la minoría blanca.
Merece la pena recordar un último episodio: en octubre de 1992, un grupo de antiguos presos del ANC, sospechosos de haber colaborado con el poder blanco, denuncian las condiciones en las que están detenidos por sus camaradas. Mandela corta de raíz las negativas con las que pretenden excusarse los responsables y declara: “Durante la mayor parte de los años ochenta, la tortura, los malos tratos y las humillaciones fueron moneda corriente en los campos del ANC”. Ha comprendido que una causa noble no legitima unos métodos innobles, que la guerra tiene su propia lógica que empuja a golpear por golpear y que desemboca en que los combatientes acaben pareciéndose. Esa conclusión es la que hace que, después de su triunfo electoral, Mandela fomente la vía de la justicia restaurativa en detrimento de la justicia punitiva.
En el bello discurso que pronunció en el funeral de Mandela, Barack Obama dijo que todo hombre de Estado debía hacerse esta pregunta: “¿He aplicado bien sus enseñanzas a mi propia vida?”. Obama destacó que la lucha contra el racismo ha proporcionado algunas victorias también en Estados Unidos, pero que la guerra contra la pobreza y las desigualdades y en favor de la justicia social se encuentra todavía con sólidos obstáculos. Sin embargo, Obama no dijo ni una palabra de los combates que su país sigue librando con las armas y que también evocan los comienzos de Mandela.
¿Pueden afirmar que se inspiran en su ejemplo y su negativa a excluir al enemigo de una humanidad común cuando los sucesivos Gobiernos estadounidenses deciden encerrar a sus enemigos, reales o supuestos, en campos de prisioneros como el de Guantánamo, enviar aviones no tripulados a países remotos para atacar tanto a sospechosos y culpables como a las personas que, por casualidad, se encuentran a su alrededor, vigilar mediante escuchas a la población de su propio país y a los responsables políticos y económicos de los países aliados? La virtud moral de Mandela no permite la existencia de un abismo semejante entre las palabras y los hechos.
Tzvetan Todorov es semiólogo, filósofo e historiador de origen búlgaro y nacionalidad francesa.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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