Juguemos a la literatura. Sustituya “Genética” por “Política”, por ejemplo, en la siguiente frase: “De cómo la Genética –así utilizada- ha podido llegar a un resultado totalmente opuesto al que los primitivos pioneros de esta ciencia podrían desear (creación de una humanidad perfecta, extirpación de todo mal hereditario) haciendo aparecer una raza en la que lo execrable es constante”. Una palabra alterada, un leve gesto y nada es igual. Ni casualidad, ni espejismo, es una novela jugando a esconderse en tiempos en los que las leyes se construían lejos de una democracia. Camuflarse o morir, alterarse o callar.
Contra la censura nada debía parecer lo que era; todo lo escrito debía ser lo que parecía. O al menos, parecerlo. No era tan sencillo como este truco fallido de palabras, lo único que esquiva a la censura es la autocensura y con ella la destrucción del escritor. Tiempo de silencio se publicó en 1961, con 20 páginas de menos y hubo que esperar dos décadas y una democracia para poder leer todo lo que Luis Martín-Santos (1924-1964) escribió y quiso escribir. El fragmento de la “genética” por la “política” pertenece a este libro, el que es señalado sin fisura como hito literario español.
Tiempo de silencio es una parada obligatoria a la que acudimos para saber cómo éramos hace más de medio siglo y descubrir, en el ejercicio de la lectura, cuánto hemos cambiado. ¿Cuánto hemos cambiado? ¿Ha resucitado Luis Martín-Santos en nuestra época o han sido nuestros días los que le han resucitado a él?
El próximo martes se cumplirán 50 años de la muerte de Luis Martín-Santos, que perdió la vida en un accidente de tráfico del que se ha dicho de todo. Algunas especulaciones pintaron un accidente manipulado para acabar con el destacado miembro del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), en la clandestinidad. Hipótesis que quedó enterrada de inmediato. Otras aseguran que de no haber fallecido, el psiquiatra vasco y novelista habría dirigido el PSOE, el clan vasco habría desplazado al sevillano, y Felipe González no habría existido.
La intención, lo impreso
Todo eso ha volado y lo único que queda es la obra. Aquel tiempo, aquel mundo tan contradictorio y desigual. Martín-Santos hurgó en él, en la estructura psicológica de los individuos que constituían esa sociedad, enfrentada entre los que poseían la libertad y los que la perdieron. Entre los humillados y los opresores, un mundo en el que los responsables de la culpabilidad de los más desfavorecidos vivían libres de toda sospecha. Y lejos de la miseria, porque esta se había crecido y multiplicado en la mayoría.
Eran tiempos los que dibujó el novelista en los que el abuso de poder se ejerció sin pudor; un tiempo en el que el castigo de los menos favorecidos se contemplaba como natural; tiempos donde la realidad inconveniente se camuflaba; tiempos amorales e hipócritas, en los que el aborto era una cuestión de clase. Martín-Santos trabajaba, en los años del miedo, la represión y la desesperanza, sobre los orígenes de las contradicciones económico-sociales de un desarrollismo mal orientado, basado en la recomendación y el privilegio. La acción se fija en 1949, un tiempo de silencio y oscuridad.
Como recuerdan Jordi Gracia y Domingo Ródenas, en el séptimo volumen de la Historia de la literatura española (Editorial Crítica), Carlos Barral escribió a Martín-Santos tras leer el manuscrito, en mayo de 1961: “Tu novela es sensacional. Va a caer como una bomba en medio del panorama uniforme del joven realismo patrio. Experimento los pequeños escozores de los exploradores de la selva virgen”. Tiempo de silencio “desactivó el realismo clásico y justiciero”, terminó con la dirección única que había tomado la narrativa comprometida, y recuperó para la nueva tradición que inauguraba la exhibición brillante de recursos que la narrativa había olvidado.
Un año antes de que la leyera Barral, el autor había presentado el mismo manuscrito al premio Pío Baroja, bajo el título Tiempo frustrado. No logró el galardón. No todos estaban preparados para apadrinar el final de un tiempo agotado, de inaugurar una nueva época con un discurso técnicamente muy elaborado y un lenguaje de registros múltiples.
Las condiciones morales y sociales del subdesarrollo, antes señaladas, tampoco debieron tranquilizar a las corrientes de pensamiento oficial. Martín-Santos estaba dispuesto a navegar contra la corriente y tenía en mente un proyecto mucho más ambicioso.Tiempo de silencio era la primera entrega de una trilogía titulada La destrucción de la España sagrada, con continuidad en Tiempo de destrucción, que quedó inconclusa a la muerte del escritor y que editó Seix Barral, en 1975. Su plan era construir un ciclo sobre la demolición de los nuevos mitos y la necesidad de la libertad.
Los editores de las obras póstumas de Martín-Santos reconocen que la originalidad de la obra se fundamenta en la de James Joyce (1882-1941), que fue el punto de partida sobre el que asentó los cimientos de su primera novela. Tanto en forma como en contenido. El autor de Ulises no es el único compañero de baile que le ha salido, también han aparecido por la pista Baroja, Zunzunegui, Woolf, Proust, Kafka, Mann y Faulkner.
En 1995, Francisco Umbral escribió de la novela, en Diccionario de literatura. España 1941-1995, de la posguerra a la posmodernidad (Planeta), en términos nada halagadores: “Es la parodia provinciana del Ulises, es decir, un subproducto que perplejizó a los antifranquistas de entonces que no habían leído a Joyce. Matín-Santos hace un libro con aplicación, pero no con genio, como el irlandés”.
Luis Martín-SantosLa trama es una tragicómica sucesión de situaciones dramáticas, presentadas como retrato de la vida de Pedro, un joven médico que se dedica a investigar el cáncer, y que entra en contacto con una familia chabolista para conseguir los ratones para sus estudios. Hasta que una noche el médico es reclamado para ayudar a Florita, una de las hijas de la familia, que se desangra por un intento de aborto. Pedro no tiene licencia para practicar la medicina a pesar de sus conocimientos. Durante la intervención, la mujer muere. Después de huir, ser detenido y esquivar la venganza, derrotado, abandona Madrid para convertirse en médico rural.
En las digresiones de su personaje, el autor enseña la patita envuelta en metáfora para que no se note que al hablar de una cepa de ratones cancerígenos que están condenados a desarrollar fatalmente su destrucción, en realidad habla de los españoles. Unos ratones -o españoles- “descendientes de la estirpe selecta portadora hereditaria de cánceres”. El monólogo es la herramienta con la que accede al universo mental de sus criaturas, conscientes de su mordaza: “La mañana era hermosa, en todo idéntica a tantas mañanas madrileñas en las que la cínica candidez del cielo pretende hacer ignorar las lacras estruendosas de la tierra”.
Uno de los testimonios de referencia para la comprensión de nuestro homenajeado es Vidas y muertes de Luis Martín-Santos (Tusquets), publicado hace cinco años, y en el que José Lázaro, busca y recupera la huella que el novelista dejó en sus círculos íntimos. “¿Cómo le definiría? Si tuviera que emplear una palabra diría que “relámpago”: irrumpió, deslumbró y desapareció”, explica el biógrafo a este periódico.
Lázaro asegura que se conservan dos novelas y tres obras de teatro inéditas de Martín-Santos. “Acabadas e incluso revisadas por él. Son todas anteriores a Tiempo de silencio y no llegan a su nivel literario. Pero son interesantísimas para comprender su mundo personal e intelectual y su maduración”. Según cuenta, sus herederos (su hijo Luis Martín-Santos), no quieren publicar esos textos. “No hay nada en ellos que sea indiscreto ni perjudicial. Son documentos de un enorme interés para cualquier estudioso de su obra”, añade.
Recuerda José Lázaro que cuando empezó a recoger testimonios sobre su vida, varios conocidos le decían que fanfarroneaba al declarar que Tiempo de silencio lo había escrito con gran rapidez, “en un vómito”. Pero descubrió cartas en las que quedaba claro que el propio autor reconocía que era una obra que se le resistía y le suponía un gran esfuerzo.
No fue el único en romper con el encorsetamiento literario y decidirse por un lenguaje nuevo. Tampoco el único joven socializado en una dictadura e interesado en desarmar del espíritu apostólico, con él estaban Ana María Matute, Jesús Fernández Santos, Ignacio Aldecoa, Carlos Castilla del Pino, Josep María Castellet, Carmen Martín Gaite, Juan Benet, Carlos Barral o Sánchez Ferlosio. Escritores trabados por las insinuaciones, las alusiones y las denuncias solapadas, por la censura y atrapados entre la trinchera de la libertad y la de la vanguardia.
El camino de la literatura a finales de los cincuenta había llegado a vía muerta. Todos estaban dispuestos a cambiar de trayecto y fue con la publicación del libro cuando la literatura de posguerra estalló. Era la primera novela en quebrar la hipoteca de intención política y los efectos renovadores fueron inmediatamente alabados y absorbidos. La novela objetivista y transparente había quedado atrás, llegaba al lector la fábula tupida y barroca. Lo que él mismo denominó “realismo dialéctico”.
El punto final a las convenciones del realismo militante quedó sellado definitivamente en octubre de 1963, con la intervención del novelista y psiquiatra, en el Hotel Suecia, en los coloquios sobre realismo y realidad. En su discurso no quiso ocultar la distancia con las dos líneas narrativas dominantes: Cela o Delibes. De uno o de otro. De la obra de ellos dijo que se había convertido en sustratos impermeables al paso de los regímenes y las guerras civiles. Alabó, al tiempo, la influencia de los escritores en la toma de conciencia del lector y señaló que la novela tenía un objetivo: “Vencer las dificultades técnicas de una captación verdaderamente dialéctica de la realidad cambiante, que no puede expresarse adecuadamente con una simple actitud descriptiva o conmiserativa”.
“Aquí estoy. No sé para qué pienso. Podía dormirme. Soy risible. Estoy desesperado de no estar desesperado. Pero podría también no estar desesperado a causa de estar desesperado por no estar desesperado. A qué viene aquí ahora ese trabalenguas”, cuenta Pedro en las últimas páginas del libro, con una resignación al fracaso que encierra una notable queja contra el español que acata estar preparado para fatalidad y la derrota. Como la cepa de sus roedores.
En este sentido, Lázaro explica que el franquismo le produjo “irritación, asco y desprecio, como es natural”. “La España franquista era una mezcla de guardería y cuartel: un hombre lúcido y maduro –como él era- sólo podía sentir indignación al ser tratado como un niño o un recluta”. Luis Martín-Santos logró romper con el óxido. Pero la literatura siempre vuelve para preguntar si nos hemos desembarazado de ese silencio.
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