Manuel Álvarez Ortega
a la voracidad de la noche,
y, alcatraz de ceniza, desciende a esta escollera que hacia la nada se aleja, allí donde el sueño
se alimenta de un pan de humo
y el sexo oculta su negligencia
entre halagos y maldiciones.
En este lecho nómade nace la historia
de un día de pasión, un día eterno;
entre besos de lluvia morada y saliva corrosiva el tiempo gira gratamente en su oscuridad;
el hastío se hace viaje interminable
por túneles de improperios.
Oh, vayamos a esa región donde el adiós
muere, a esas comarcas de venas azules
donde la luz se ahoga en medio del éxtasis y las cabelleras copulan;
hagamos de nuestro cuerpo
una nueva estación de belleza suicida, un meridiano insensato, un alto hotel
de parada fugaz y encuentro en peligro;
dejemos que los años y sus nostalgias empolven nuestro rostro de venenos y cicatrices,
hablen de otras noches más fúnebres,
antes de que un coro de tiernos asesinos deje escrita, en el lecho en donde nos descomponemos,
la maldición que nos hace progresar hacia el olvido.
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