Manuel Álvarez Ortega
ahora que una oscura dinastía cede su rostro cuando hacia la nada te vuelves,
apresar en el vuelo de otra pupila
la esfinge que en el mal se adormece,
¿te concede el privilegio de nacer en tan bastardo lugar, ser origen
de un cuerpo acuchillado en un cubil
de anónimos suicidas?
Unidas las cabezas bajo el fuego
de la posesión, conjuga el aire
más allá del andén que anuncia tu sexo de alud descompuesto,
¿basta tal semejanza de medalla antigua,
el lecho que hacia un eclipse se alarga,
para que el hielo de las bocas se haga ceniza entre las sábanas y el escalofrío, harapo temporal,
teja su alucinante corona
de oprobio y seducción?
Pasan las sombras como semillas
que se niegan a la fecundación,
el agua del día entrega su linaje a un nidal de lúgubres arañas, y, tan un súbito resplandor, cortada
la habitación en dos meridianos
de sueño, así cumples el ritual
de tu entrega, pródiga madre, antes de que las horas te hagan un nuevo féretro y en él, sola,
insondable peregrina del polvo,
eternamente seas un nuevo infierno.
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