Elvira Lindo
Sufrir sin dolor
Echas un vistazo a lo que escribías hace diez años y no te reconoces. El nivel de alegría ha bajado
ELVIRA LINDO 10 FEB 2013
Que nos hemos vuelto más tristes.
De vez en cuando, desde algún país latinoamericano te escriben para decirte que nos hemos vuelto más tristes. ¿Todos? Todos, sí, los que escribíamos estas columnas de fin de semana que suponían un respiro para el lector entre información e información; porque la actualidad siempre ha sido cruda, pero nosotros, hay que admitirlo, lo éramos menos. Y hay que hacer caso a la apreciación del que observa la realidad lejos de donde esta sucede. Una se pregunta si, como me decía un lector huido de Venezuela, hambriento por tanto de libertad de opinión, el columnista se encuentra en ciertas circunstancias con la obligación moral de poner su pluma al servicio de la demanda popular. Puede. Sea como fuere, echas un vistazo a los artículos que escribías hace diez años y no te reconoces. No es que se haya perdido el humor, es que el nivel de alegría ha bajado. Tanto de quien escribe como de quien lee. ¿Qué es un columnista sino un sabueso que olfatea la calle y se deja contagiar por ella?
No sé si las empresas de sondeos podrían enfrentarse a una de esas encuestas que testan el nivel de felicidad, no ya colectivo, sino individual, pero sospecho que se encontrarían con que aquellos españoles del sur que respondían en mayoría abrumadora que, pese a todo, disfrutaban de la vida, ahora se describirían a sí mismos víctimas de un virus de ansiedad. Pero aun sabiéndome proclive a contagiarme de este desasosiego que de gaseoso ha pasado a sólido, hasta el punto de que hay momentos en que se puede palpar físicamente, confieso que es ahora cuando más necesito la pócima milagrosa de la ficción.
Después de acabar cada mañana derrotada por la lectura de los acontecimientos, necesito, como el aire que respiro, que decía la copla, una bocanada de ficción que atrape de tal manera mi interés hasta el punto de que la cabeza no me dé para más. Si los neurólogos han determinado ya el beneficioso efecto de la meditación, que contribuye a barrer y regenerar una mente azotada por pensamientos, yo propondría, como sufridora de un carácter obsesivo en el que difícilmente se aparcan las preocupaciones, el uso de la ficción como descanso y respiro. Y esta es mi prescripción:
A las ocho y media de la noche apago el ordenador tal y como me indicó el médico que debía proceder para la lenta preparación al sueño. Bien es cierto que desde las ocho y media se me van los ojos al iPhone cada vez que se ilumina con mensajes entrantes, pero esto me lo tomo como el periodo de metadona que atraviesa cualquier drogodependiente. Ceno pronto, porque es cerrar el contacto con la realidad y los comentarios en las redes y entrarme hambre de inmediato (todos los drogodependientes están sujetos a cambios de peso), y a eso de las diez estoy lista para entregarme a la serie de televisión con la que me he automedicado esta temporada. No puede ser cualquier serie, por supuesto, estoy hablando de historias por capítulos que están a la altura de las novelas del XIX. La apariencia de las series puede ser real por estar alimentada de acontecimientos que reconocemos, pero el efecto que provoca en nosotros es el de la feliz evasión. Siempre se han criticado la literatura o el cine de evasión, cuando siempre cumplen el balsámico efecto de sacarnos de nosotros mismos. Un espíritu dependiente como el mío no se conforma con un solo capítulo, así que espero que llegue el momento de adquirir una temporada entera y me entrego a ella consumiéndola en grandes dosis.
Como me dijo un amigo, España está que arde, pero no acaba de explotar. Esa es la sensación que yo tenía hace tan solo una semana. Mientras nuestro país estaba al borde de ese acabose que nos iba a proporcionar una suerte de segunda Transición, me dediqué, a fin de controlar mi ansiedad, a verme 24 capítulos de la serie Homeland. En una semana. Ahora mismo creo saber más de las intenciones del sargento Brody y de la agente de la CIA Carrie Mathison que de Bárcenas y de Ana Mato, por poner dos ejemplos al buen tuntún de dos personas cuyo comportamiento me resulta marciano. Por más que la realidad se ha convertido en un vicio, trato de cerrarle la puerta a una hora del día. Basta. Y no es faltar a ninguna responsabilidad moral, es que esto no hay cuerpo que lo aguante. Alertaban el otro día los médicos del número creciente de ansiolíticos e inductores al sueño que está consumiendo la población. Pero cómo no iba a ser así. Ahora bien, como no existe una droga que no se sustituya por otra (en el peor de los casos) o por alguna actividad o creencia espiritual (en el mejor), yo he optado por el sustitutivo más antiguo. Espero, con la misma impaciencia con la que el público anhelaba un nuevo capítulo de una novela de Dickens o de Mark Twain, mi cita con ese exsoldado americano que tras ser liberado de años de cautiverio en Irak es sospechoso de haberse puesto al servicio de Al Qaeda. La relación ardiente y desconfiada entre el marine y la agente de la CIA ocupa mis noches. Costumbrista como solo el cine americano sabe ser y fantasiosos como solo saben ser los guionistas americanos, noto que mi mente se limpia. Solo sufro por ellos. Sufro sin dolor, porque como nos decían cuando éramos niños: la sangre derramada es de mentira.
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