José Luis Pardo
JOSÉ LUIS PARDO 7 FEB 2013
En primer lugar, separemos los problemas. Uno es que en España se lee poco. Esto no es un problema en sí mismo. Hay muchas cosas que es preferible no leer en absoluto, así que sería estupendo si leyéramos menos que nuestros vecinos pero más selecto. Segundo problema: el dinero que pierde la industria con las descargas piratas por Internet. Esto tampoco es un problema para la buena lectura: no se necesitaría mediación industrial alguna si todo el mundo estuviera como loco bajándose gratis a su ordenador la Metafísica de Aristóteles y similares; algunos editores de best-sellers podrían quebrar, Dan Brown tendría que volver a cantar o Ildefonso Falcones que dedicarse más a su bufete, pero no creo que esto fuera de por sí malo para la lectura, a lo mejor hasta la beneficiaba.
El único y verdadero problema no artificial es que la lectura es de muy baja calidad —además de su escasa cantidad—, y que no son los derechohabientes de Kafka o de Séneca quienes se preocupan por las “pérdidas de beneficios” en la Red. Es cierto que esta misma etiqueta de “baja calidad” estigmatiza a nuestro sistema bancario, a nuestras instituciones políticas o a la limpieza de nuestras calles. Pero la debilidad de la crítica cultural, endémica entre nosotros, es letal en este campo, pues impide que la miseria sea percibida como tal. Aunque durante un tiempo hayamos sido superficialmente ricos, nunca hemos dejado de ser pobres en lo esencial, es decir, en cuanto a la baja calidad de nuestra cultura.
La lectura es mucho más que un entretenimiento privado o una transacción comercial: es un proceso de formación inseparable del proyecto de una sociedad ilustrada. No cabe culpar orteguianamente a “las masas" o a “La gente” (que son siempre resultados); la razón fundamental por la que la lectura va tan mal es que a nadie —sobre todo a nadie de los que mandan— le ha importado nunca demasiado. Hoy son los profetas de los negocios quienes nos aseguran que “el libro” (una expresión cuyo significado desconocen) tiene los días contados, y el Ministerio de Educación pone su granito de arena dejando a la filosofía en las alcantarillas de los planes de estudios. Acabáramos.
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